Eleanor Wakefield-Turner llegó al gran salón de actos de Ciudad Central a las siete y media de la mañana. Aunque la ejecución estaba programada para tener lugar a las ocho, ya había alrededor de treinta personas en los asientos delanteros, algunas conversando, la mayoría simplemente sentadas en silencio. Un equipo de operadores de televisión daba vueltas alrededor de la silla eléctrica que había sobre el escenario. La ejecución se trasmitía en vivo, pero, de todos modos, los policías del salón estaban esperando tener un salón lleno, pues el gobierno había alentado a los ciudadanos de Nuevo Edén para que vieran personalmente la muerte de su anterior gobernadora.
Ellie había tenido una ligera discusión con su marido, Robert Turner, la noche anterior.
—Ahórrate ese dolor, Ellie —aconsejó él, cuando le contó que pretendía asistir a la ejecución—. Ver a tu madre una última vez no puede justificar el horror de contemplar cómo muere.
Pero Ellie había sabido algo que Robert ignoraba. Cuando ocupó su asiento en el salón de actos, trató de controlar las poderosas sensaciones que bullían dentro de ella. «No puede haber gesto alguno en mi cara», se dijo a sí misma, «y nada en el lenguaje de mi cuerpo. Ni el más mínimo indicio. Nadie debe sospechar que sé algo sobre la fuga». Varios pares de ojos se dieron vuelta súbitamente para mirarla. Sintió que el corazón le daba un vuelco antes de comprender que alguien la había reconocido y que era completamente natural que los curiosos la miraran con fijeza.
Ellie se había topado por primera vez con los robotitos hechos por su padre, Juana de Arco y Eleanor de Aquitania, apenas seis semanas atrás, cuando se encontraba fuera del hábitat principal, allá en el pueblo de cuarentena de Avalon, ayudando a su marido, Robert, en la atención de los pacientes condenados por el retrovirus RV-41 que portaban en el cuerpo. Ya bien avanzado el anochecer, había terminado una agradable y alentadora visita a su amiga, y otrora maestra, Eponine. Ya fuera del cuarto de Eponine, estaba caminando por un sendero de tierra, esperando ver a Robert en cualquier momento. De repente, oyó dos extrañas voces que pronunciaban su nombre. Ellie exploró la zona circundante antes de localizar, finalmente, las dos diminutas figuras sobre el techo de un edificio próximo.
Después de cruzar el sendero, de modo de poder ver y oír mejor a los robots, la atónita Ellie fue informada por Juana y Eleanor de que su padre, Richard, aún estaba vivo. Instantes después de recuperarse de la conmoción inicial, Ellie les empezó a hacer preguntas. Pronto quedó convencida de que estaban diciendo la verdad. Sin embargo, antes de poder averiguar por qué su padre le había enviado los robots, vio a su marido acercándose desde lejos. Entonces, las figuras que estaban sobre el techo le dijeron, con premura, que habrían de regresar pronto; también le advirtieron que no le hablara a nadie de ellos, ni siquiera a Robert… no por el momento, al menos.
Ellie se sintió alborozada al enterarse de que su padre todavía estaba con vida. Casi le resultaba imposible mantener la noticia en secreto, aun cuando era plenamente consciente de la importancia política de esa información. Cuando, dos semanas después, se encontró otra vez con los robotitos en Avalon, tenía preparado un torrente de preguntas. En esa ocasión, empero, Juana y Eleanor aparecieron programadas para analizar otro asunto: un posible intento futuro para conseguir que Nicole se fugara de la prisión. Le dijeron, en el transcurso de esta segunda reunión, que Richard reconocía que una fuga así iba a ser un esfuerzo peligroso.
—Nunca lo intentaríamos —había declarado el robot Juana—, si la ejecución de tu madre no fuera absolutamente segura. Pero, si no estamos preparados antes de la fecha, no puede haber posibilidades para una fuga de último momento.
—¿Qué puedo hacer para ayudar? —preguntó Ellie.
Juana y Eleanor le entregaron una hoja de papel con una lista de artículos entre los que figuraban comida, agua y ropa. Ellie se estremeció cuando reconoció la letra de su padre.
—Oculta estas cosas en el sitio que te indicaré a continuación —dijo el robot Eleanor, entregándole un mapa—. A más tardar, dentro de diez días, contados desde hoy. —Un instante después, se divisó otro colono y los dos robots desaparecieron.
Incluida dentro del mapa se hallaba una breve nota del padre.
«Mi querida Ellie», decía, «me disculpo por lo breve del texto. Estoy sano y salvo, pero profundamente preocupado por tu madre. Por favor, por favor, reúne estos artículos y llévalos al punto indicado de la Llanura Central. Si no puedes cumplir esta tarea por ti misma, por favor limita el apoyo que necesites a una sola persona, y asegúrate de que quienquiera que escojas sea tan leal y consagrado a Nicole como lo somos nosotros. Te quiero».
Ellie no tardó en comprender que iba a necesitar ayuda. Pero ¿a quién debía seleccionar como cómplice? Su marido, Robert, era una mala elección por dos razones: primera, porque ya había demostrado que su dedicación a sus pacientes y al hospital de Nuevo Edén tenía mayor prioridad en su mente que cualquier sentimiento político que pudiera albergar. Segunda, porque, con toda seguridad, cualquier persona a la que se atrapara ayudando a Nicole a huir sería ejecutada. Si Ellie implicara a Robert en el plan de fuga, entonces la hija de ambos, Nicole, podría quedarse sin los dos padres al mismo tiempo.
¿Qué pasaba con Nai Watanabe? No cabía la menor duda sobre su lealtad, pero Nai era una madre sola con mellizos de cuatro años, no era justo pedirle que corriera el riesgo. Eso la dejaba a Eponine como única opción razonable; cualquier inquietud que Ellie pudo haber sentido respecto de su infortunada amiga se disipó rápidamente.
—¡Pero claro que te ayudaré! —le había respondido Eponine de inmediato—. No tengo nada que perder. Según tu marido, este RV-41 me va a matar dentro de un año o dos, de todos modos.
Eponine y Ellie juntaron clandestinamente los elementos solicitados, a razón de uno por vez, en el lapso de una semana. Los envolvieron, de modo que estuvieran seguros, en una pequeña sábana que ocultaron en el rincón de la normalmente desordenada habitación de Eponine en Avalon. El día prefijado, Ellie había firmado su salida de Nuevo Edén y cruzado a pie hasta Avalon, con el propósito ostensible de «hacer un cuidadoso seguimiento» de doce horas consecutivas de datos biométricos de Eponine. En realidad, explicarle a Robert por qué deseaba pasar la noche con Eponine le resultó mucho más difícil que convencer al único guardia humano y al biot García que custodiaban la salida del hábitat, de lo legítimo de su necesidad de conseguir un pase para toda la noche.
Exactamente después de medianoche, las dos mujeres recogieron la pesada sábana y se aventuraron sigilosamente por las calles de Avalon. Siempre teniendo mucho cuidado con los biots errantes que la policía de Nakamura usaba para patrullar de noche ese pueblito de extramuros, Ellie y Eponine se infiltraron por los suburbios de Avalon y entraron en la Llanura Central. Después caminaron durante varios kilómetros y depositaron el bulto con las cosas ocultas en el sitio designado. Un biot Tiasso las había enfrentado fuera de la habitación de Eponine, justo antes de que se encendiera la luz diurna artificial, y les preguntó qué hacían paseando a una hora tan absurda.
—Esta mujer tiene RV-41 —respondió Ellie con prontitud, al percibir el pánico de su amiga—. Es una de las pacientes de mi marido… Tenía fortísimos dolores y no podía dormir, así que creí que un paseo bien temprano en la mañana podría ayudar… Y ahora, si nos disculpa…
El Tiasso las dejó pasar. Las dos estaban tan asustadas que ninguna habló durante diez minutos.
Ellie no había vuelto a ver los robots. No tenía la menor idea de si la fuga realmente se había intentado. A medida que la hora para la ejecución de su madre se aproximaba, y los asientos de alrededor, en el salón de actos, se empezaban a ocupar, su corazón martilleaba con furia. «¿Qué pasa si nada sucedió?», pensaba. «¿Qué pasa si mamá verdaderamente va a morir dentro de veinte minutos?»
Lanzó una rápida mirada al escenario. Una columna de equipo electrónico de dos metros, color gris metálico, se alzaba al lado de la silla de gran tamaño. El otro único objeto que había en el escenario era un reloj digital que en esos momentos marcaba las 07:42. Ellie miró con fijeza la silla. Colgando de la parte de arriba había una capucha que cubriría la cabeza de la víctima. Sintió escalofríos y luchó contra la sensación de náusea.
«¡Qué bárbaro!», pensó. «¿Cómo una especie que se considera evolucionada tolera esta clase de espectáculo repulsivo?»
Su mente acababa de borrar las imágenes de la ejecución, cuando sintió un leve toque en el hombro. Se dio la vuelta. Un policía enorme, de ceño fruncido, se estaba inclinando hacia ella desde el otro lado del pasillo.
—¿Es usted Eleanor Wakefield-Turner? —preguntó.
Ellie estaba tan asustada que apenas si pudo responder. Inclinó brevemente la cabeza, en señal de asentimiento.
—¿Vendría conmigo, por favor? —siguió el policía—, necesito formularle algunas preguntas.
Cuando pasó con dificultad junto a las tres personas que estaban en la fila y salió al pasillo, las piernas de Ellie temblaban.
«Algo salió mal», pensaba. «Impidieron la fuga. Encontraron el paquete con las cosas y, de algún modo, saben que estoy implicada».
El policía la llevó a una pequeña sala de conferencias, en el costado del salón.
—Soy el capitán Franz Bauer, señora Turner —se presentó—. Es mi deber decidir el destino del cuerpo de su madre, después de que la ejecuten. Naturalmente, ya hemos hecho arreglos con el enterrador para que se proceda a la cremación de costumbre. Sin embargo —en ese momento el capitán Bauer se detuvo, como si hubiera estado eligiendo cuidadosamente las palabras—, en vista de los servicios anteriores que su madre le prestó a la colonia, creí que, quizás, usted, o algún miembro de su familia, podría desear hacerse cargo de los trámites finales.
—Sí, claro, capitán Bauer —repuso Ellie, sumamente aliviada—, por supuesto. Se lo agradezco mucho —añadió con rapidez.
—Eso es todo, señora Turner —dijo el policía—. Puede regresar al salón de actos.
Ellie se paró y descubrió que todavía estaba temblando. Apoyó una mano en el escritorio.
—¿Señor? —dijo.
—¿Sí? —contestó el otro.
—¿Sería posible que vea a mi madre a solas, nada más que por un instante, antes de…?
El policía la estudió en detalle.
—No lo creo —manifestó—, pero lo solicitaré en su nombre.
—Se lo agradezco tanto…
La interrumpió el timbrazo del teléfono, y demoró su salida de la sala de conferencias lo suficiente como para ver la expresión de sobresalto en el rostro de Bauer.
—¿Está absolutamente seguro? —lo oyó decir, mientras salía de la habitación.
La multitud se estaba impacientando. El gran reloj digital que había en el escenario indicaba 08:36.
—¡Vamos, vamos! —rezongó el hombre que estaba detrás de ella—. ¡Terminemos con esto!
«Mamá escapó. Lo sé», se dijo Ellie a sí misma, gozosa. Se forzó a mantenerse en calma. «Ése es el motivo de que todo esté tan confuso aquí».
Cuando hubieron transcurrido cinco minutos después de las ocho, el capitán Bauer informó a todos que las «actividades» se demorarían «unos minutos», pero en la última media hora no hubo anuncios adicionales. En la fila que había delante de Ellie estaba circulando el rumor infundado de que los extraterrestres habían rescatado a Nicole de su celda. Algunos de los concurrentes ya habían empezado a irse, cuando el gobernador Macmillan fue hacia el escenario. Daba la impresión de estar molesto y perturbado, pero velozmente adoptó su franca sonrisa oficial cuando se dirigió a la multitud.
—Señoras y señores —comenzó—, la ejecución de Nicole des Jardins Wakefield ha sido pospuesta. El Estado descubrió algunas pequeñas irregularidades en los aspectos administrativos inherentes a este caso, nada verdaderamente importante, claro está, pero fue nuestra opinión que estos detalles se debían corregir primero, para que no se pudiera objetar que hubo incorrecciones en el trámite judicial. A la ejecución se le dará nueva fecha en el futuro próximo. Todos los ciudadanos de Nuevo Edén serán informados de los pormenores.
Ellie se quedó en su asiento hasta que el salón estuvo casi vacío. Casi esperaba ser arrestada por la policía cuando trataba de irse, pero nadie la detuvo. Una vez afuera le resultó difícil no aullar de alegría.
«Madre, madre», pensó, y las lágrimas hallaron el camino hacia sus ojos, «¡estoy tan feliz por ti!»
Súbitamente, advirtió que varias personas la estaban mirando.
«Oh, oh», pensó, «¿me estaré delatando?» Devolvió las miradas con una sonrisa cortés. «Ahora, Ellie, viene el desafío mayor: no puedes, bajo circunstancia alguna, comportarte como si no estuvieses sorprendida».
Como siempre, Robert, Ellie y la pequeña Nicole se detuvieron en Avalon para visitar a Nai Watanabe y los mellizos, después de haber completado las visitas domiciliarias semanales a los setenta y siete pacientes con RV-41 que aún quedaban. Era justo antes de la cena. Tanto Galileo como Kepler estaban jugando en la calle de tierra que pasaba delante de la destartalada casa. Cuando llegaron los Turner, los dos niñitos estaban enredados en una discusión.
—¡Lo está también! —decía, acaloradamente, el pequeño Galileo.
—No lo está —replicó Kepler, con mucho menos pasión.
Ellie se agachó al lado de los mellizos.
—Chicos, chicos —dijo, con voz amistosa—, ¿por qué están peleando?
—Ah, hola, señora Turner —contestó Kepler, con sonrisa de turbación—. En realidad, por nada. Galileo y yo…
—Yo digo que la gobernadora Wakefield ya está muerta —interrumpió Galileo con energía—. Uno de los chicos del centro me lo dijo, y él lo tiene que saber. El padre es policía.
Durante un momento, Ellie quedó desconcertada. Después se dio cuenta de que los mellizos no habían establecido la conexión entre Nicole y ella.
—¿Recuerdan que la gobernadora Wakefield es mi madre, y la abuela de la pequeña Nicole? —dijo con suavidad—. Tú y Kepler se encontraron con ella varias veces, antes que fuera a prisión.
Galileo frunció el entrecejo y, después, movió la cabeza de un lado para otro.
—La recuerdo… creo —declaró Kepler, solemne—. ¿Está muerta, señora Turner? —añadió ingenuamente, después de una breve pausa.
—No lo sabemos con certeza, pero esperamos que no —contestó Ellie. Estuvo a punto de cometer un error. Habría sido tan fácil contarles a esos niños… Pero se necesitaba nada más que un error, probablemente había un biot oyéndolo todo.
Mientras Ellie levantaba a Kepler y le daba un fuerte abrazo, recordó su encuentro casual con Max Puckett en el supermercado electrónico, tres días atrás, en medio de la conversación común y corriente que sostenían. Max repentinamente le había dicho:
—Oh, a propósito, Juana y Eleanor están bien, y me pidieron que te mandara saludos.
Ellie se sintió estimulada, e hizo una pregunta que sugería la respuesta, pero Max la pasó por alto. Segundos después, en el instante en que Ellie estaba por decir algo más, el biot García que estaba a cargo del supermercado apareció al lado de ellos de repente.
—Hola, Ellie. Hola, Robert —dijo Nai ahora, desde la entrada de su casa. Extendió los brazos y tomó a Nicole de su padre—. ¿Y cómo estás tú? No te vi desde tu fiesta de cumpleaños, la semana pasada.
Los adultos entraron en la casa. Después que Nai hizo una comprobación, para asegurarse de que no había biots espías en los alrededores, se acercó a Robert y Ellie.
—La policía me interrogó otra vez anoche —susurró a sus amigos—. Estoy empezando a creer que puede haber algo de cierto en el rumor.
—¿Qué rumor? —preguntó Ellie—. Hay tantos…
—Una de las mujeres que trabaja en nuestra fábrica —prosiguió Nai— tiene un hermano en el servicio especial de Nakamura, y él le contó una noche, después que estuvo bebiendo, que cuando la policía fue a buscar a Nicole la mañana de la ejecución, la celda estaba vacía. Un biot García le había dado el pase de salida. Creen que era el mismo García que fue destruido en esa explosión que ocurrió afuera de la fábrica de municiones.
Ellie sonrió, pero sus ojos nada dijeron en respuesta a la intensa, inquisitiva mirada que se clavaba en ella. «Si hay alguien a quien no se lo puedo decir», pensó, «es precisamente a ella».
—La policía también me interrogó a mí —dijo en cambio, como al pasar—. Según ellos, todas las preguntas apuntan a aclarar lo que denominan como «irregularidades» en el caso de mi madre. Incluso visitaron a Katie; la semana pasada cayó por casa y señaló que el aplazamiento de la ejecución de nuestra madre era, sin dudas, peculiar.
—El hermano de mi amiga —añadió Nai, después de un breve silencio— dice que Nakamura sospecha que es una conspiración.
—Eso es ridículo —se burló Robert—, en ninguna parte de la colonia existe oposición activa al gobierno.
Nai se acercó aún más a Ellie.
—Entonces, ¿qué crees tú que está ocurriendo en verdad? —musitó—. ¿Crees que tu madre realmente se fugó…? ¿O Nakamura cambió de idea y la ejecutó en privado, para evitar que se convierta en una mártir pública?
Ellie miró primero a su marido y, después, a su amiga. Cuéntales, cuéntales, le decía una voz interior. Pero resistió.
—No tengo la menor idea, Nai —contestó—. Por supuesto, tomé en cuenta todas las posibilidades que mencionaste… así como algunas otras. Pero no tenemos manera de saber… Aun cuando ciertamente no soy lo que podrías llamar una persona religiosa, en mi propio modo estuve rezando para que mi madre esté bien.