FUGA

1

—Nicole.

Al principio, la voz suave, mecánica, parecía ser parte de su sueño. Pero cuando oyó que repetían su nombre, en tono levemente más alto, Nicole despertó sobresaltada.

Una oleada de intenso frío la invadió. «Vinieron por mí», pensó de inmediato. «Ya es de mañana. Voy a morir dentro de algunas horas».

Hizo una inhalación lenta, profunda, y trató de sofocar el creciente pánico que sentía. Pocos segundos después, abrió los ojos. Su celda estaba completamente a oscuras. Perpleja, miró en torno de ella, buscando a la persona que la había llamado.

—Estamos aquí, sobre tu camastro, al lado de tu oreja derecha —dijo la voz en tono suave—. Richard nos envió para que te ayudemos a escapar… pero tenemos que movernos deprisa.

Durante un instante, Nicole pensó que, quizá, todavía estaba soñando. Fue entonces cuando oyó una segunda voz, muy similar a la primera pero, de todas maneras, diferente.

—Vuélvete sobre el costado derecho y nos iluminaremos.

Nicole se volvió. Paradas sobre el camastro, junto a su cabeza, vio dos diminutas figuras, de no más de ocho o diez centímetros de alto, cada una de las cuales tenía forma de mujer. Brillaban momentáneamente con luz proveniente de alguna fuente interna. Una tenía cabello corto y estaba vestida con la armadura de un caballero europeo del siglo XV, la segunda figura llevaba una corona sobre la cabeza, así como el ropaje de gala, lleno de frunces, de una reina medieval.

—Soy Juana de Arco —dijo la primera figura.

—Y yo soy Eleanor de Aquitania.

Nicole rio con nerviosidad y contempló, atónita, las dos figuras. Varios segundos después, cuando las luces internas de los robots se extinguieron, Nicole finalmente se había calmado lo suficiente como para hablar.

—¿Así que Richard las envió para ayudarme a escapar? —susurró—. ¿Y cómo proponen hacerlo?

—Ya hemos saboteado el sistema de vigilancia —dijo con orgullo la diminuta Juana— y reprogramado un biot García… que debería estar aquí dentro de pocos minutos, para dejarte salir.

—Tenemos un plan principal de escape, junto con varios otros para contingencias —agregó Eleanor—. Richard estuvo trabajando en esto durante varios meses… desde el preciso momento en que terminó de crearnos.

Nicole volvió a reír. Todavía estaba absolutamente atónita.

—¿De veras? —preguntó—. ¿Y puedo saber dónde se halla en estos momentos mi genial marido?

—Richard está en la antigua guarida de ustedes, debajo de Nueva York —contestó Juana—. Dijo que se te informe que nada cambió allá. Está siguiendo nuestro avance con una baliza de navegación… A propósito, Richard te manda su amor. No se olvidó de…

—Cállate un instante, por favor —interrumpió Eleanor, mientras Nicole, de modo automático, se rascaba ante la sensación de picazón que experimentó detrás de la oreja derecha—. En este preciso instante estoy colocando tu baliza personal, y es muy pesada para mí.

Instantes después, Nicole tocó el diminuto conjunto de instrumentos que tenía junto a la oreja derecha, y sacudió la cabeza en gesto de incredulidad.

—¿Y también puede oírnos? —preguntó.

—Richard decidió que no podíamos correr el riesgo de hacer trasmisiones verbales —repuso Eleanor—, podrían ser fácilmente interceptadas por Nakamura… No obstante, Richard hará el seguimiento de nuestra ubicación física.

—Puedes levantarte ahora —anunció Juana— y ponerte la ropa, queremos que estés lista para cuando llegue el García.

«¿Nunca se acabarán los milagros?», pensó Nicole mientras se lavaba la cara a oscuras, en la primitiva palangana. Durante unos escasísimos segundos imaginó que los dos robots podrían ser parte de un astuto ardid de Nakamura, y que iban a matarla cuando tratara de escapar. «Imposible», se dijo unos instantes después. «Aun si uno de los esbirros de Nakamura pudiera crear robots como éstos, únicamente Richard sabría lo suficiente de mí como para hacer una Juana de Arco y una Eleanor de Aquitania… Sea como fuere, ¿qué diferencia hay en que me maten mientras trato de escapar? Mi electrocución está fijada para las ocho de la mañana de hoy».

Desde afuera de la celda se oyó el sonido de un biot que se acercaba. Nicole se puso tensa, no del todo convencida de que sus dos diminutos amigos realmente le decían la verdad.

—Vuelve a sentarte en el camastro —oyó a Juana decirle desde atrás—, de modo que Eleanor y yo podamos subirnos a tus bolsillos.

Nicole sintió los dos robots trepándosele por la pechera de la camisa. Sonrió. «Eres sorprendente, Richard», pensó, «y estoy embelesada por el hecho de que todavía estés vivo».

El biot García llevaba una linterna. Entró a zancadas en la celda de Nicole, con aire de autoridad.

—Venga conmigo, señora Wakefield —dijo en voz alta—. Tengo órdenes de mudarla a la sala de preparación.

Una vez más, Nicole sintió miedo. El biot ciertamente no actuaba de modo amistoso. «Qué tal si…», pero tuvo muy poco tiempo para pensar. El García la guio por el corredor de afuera de la celda a paso vivo. Veinte metros después pasaron ante el conjunto regular de guardianes biot, así como ante un ser humano con el rango de comandante en jefe, un joven al que Nicole nunca había visto antes.

—¡Esperen! —aulló el hombre detrás de ellos, justo cuando Nicole y el García estaban a punto de subir la escalera. Nicole quedó paralizada.

—Olvidó firmar los papeles de transferencia —dijo el hombre, alcanzándole un documento al García.

—Con mucho gusto —repuso el biot, al tiempo que ingresaba su número de identificación con jactancia.

Menos de un minuto después, Nicole estuvo fuera de la casona en la que había estado prisionera durante meses. Inhaló una profunda bocanada del aire fresco y empezó a seguir al García por un sendero que iba hacia Ciudad Central.

—No —oyó que Eleanor le gritaba desde el bolsillo—. No vamos con el biot. Ve hacia el oeste. Hacia ese molino de viento que tiene la luz en la parte de arriba. Y debes correr. Tenemos que llegar a lo de Max Puckett antes del amanecer.

La prisión estaba a casi cinco kilómetros de la granja de Max. Nicole trotó por el camino manteniendo un ritmo continuo de marcha, periódicamente estimulada por uno de los dos robots, que llevaban cuidadosa cuenta de la hora. No faltaba mucho para el amanecer. A diferencia de la Tierra, donde la transición de la noche al día era gradual, en Nuevo Edén era un suceso repentino, discontinuo, en un momento había oscuridad y después, en el instante siguiente, el sol artificial se encendía y comenzaba a describir su miniarco de un extremo al otro del techo del hábitat de la colonia.

—Doce minutos más hasta la aparición de la luz —dijo Juana, mientras Nicole llegaba al sendero para bicicletas que recorría los doscientos metros finales hasta la granja de Puckett. Nicole estaba casi exhausta, pero siguió corriendo. En dos ocasiones aisladas, en el transcurso de su carrera a través de campo labrado, sintió un dolor sordo en el pecho. «Es indudable que no estoy en forma», pensó, castigándose a sí misma por no haber hecho gimnasia en la celda en forma regular. «… así como sí estoy con casi sesenta años de edad».

El casco de la granja estaba a oscuras. Nicole se detuvo en el porche para recuperar el aliento, y la puerta se abrió unos segundos más tarde.

—Te estuve esperando —dijo Max, y su grave expresión subrayaba lo serio de la situación. Le dio a Nicole un rápido abrazo.

—Sígueme —indicó, desplazándose con rapidez hacia el cobertizo—. Todavía no hay patrulleros en los caminos —continuó, una vez que estuvieron en el interior del cobertizo—. Es probable que todavía no hayan descubierto que te fuiste. Pero ahora sólo es cuestión de minutos.

A todas las gallinas se las conservaba en el extremo opuesto del cobertizo. Los pollos tenían un recinto separado, aislado de los gallos y del resto de la construcción. Cuando Max y Nicole entraron en el gallinero se produjo una tremenda conmoción. Había animales que corrían precipitadamente en todas direcciones, cloqueando, graznando y agitando las alas. El hedor que había en el gallinero casi abrumó a Nicole.

Max sonrió.

—Supongo que me olvido del mal olor que la mierda de gallina tiene para el resto de la gente —declaró—. Tanto me acostumbré… —Palmeó levemente a Nicole en la espalda—. De todos modos es otro nivel de protección para ti, y no creo que puedas oler la mierda desde tu escondite.

Fue hacia un rincón del gallinero, ahuyentó varios pollos que se le pusieron en el camino y se puso de rodillas.

—Cuando esos fantasmagóricos robotitos de Richard aparecieron por primera vez —explicó, haciendo a un lado paja y alimento para gallinas—, no pude decidir dónde debía construir tu escondite. Entonces, pensé en este sitio. —Levantó un par de tablas para dejar expuesto un agujero rectangular en el piso del cobertizo—. Deseo con toda mi alma haber hecho la elección correcta.

Le hizo un gesto a Nicole para que lo siguiera y, después, penetró arrastrándose en el agujero. Ambos se desplazaban por la tierra, apoyados sobre manos y rodillas. El pasadizo, que iba paralelamente al piso durante algunos metros y, después, doblaba hacia abajo según una pendiente muy abrupta, era extremadamente angosto. Nicole se golpeaba contra Max, que avanzaba delante de ella, y contra las paredes y el techo de tierra que tenía alrededor. La única luz era la pequeña linterna que Max llevaba en la mano derecha. Después de quince metros, el estrecho túnel desembocó en una cámara oscura. Max descendió con cuidado por la escala de cuerda y, después, se dio vuelta para ayudarla a bajar a su vez. Segundos después, ambos estaban en el centro de la habitación, donde Max alzó el brazo y encendió una solitaria lámpara.

—No es un palacio —dijo, cuando Nicole echó un vistazo en derredor—, pero sospecho que es un panorama malditamente mejor que el de esa prisión tuya.

La habitación tenía una cama, una silla, dos estantes llenos con comida, otro con librodiscos electrónicos, alguna ropa que colgaba en un armario empotrado abierto, elementos básicos de higiene, un gran tambor de agua que a duras penas debió de haber entrado por el pasadizo, y una letrina cuadrada y profunda en la esquina opuesta.

—¿Tú hiciste todo esto solo? —preguntó Nicole.

—Sip —repuso Max—. Durante la noche… en el transcurso de estas últimas semanas. No me atreví a pedirle ayuda a nadie.

Nicole estaba conmovida.

—¿Cómo podré agradecértelo alguna vez? —dijo.

—No te dejes atrapar —contestó Max con una amplia sonrisa—. Tengo tan poco interés en morir como tú… Oh, a propósito —añadió, entregándole una lectora electrónica en la que podía colocar los librodiscos—, espero que el material de lectura esté bien, los manuales sobre la crianza de cerdos y gallinas no son lo mismo que las novelas de tu padre, pero no quise llamar mucho la atención yendo a la librería.

Nicole cruzó la habitación y lo besó en la mejilla.

—Max —dijo alegremente—, ¡eres un amigo tan querido! No puedo imaginar cómo tú…

—Afuera es el amanecer ahora —interrumpió Juana de Arco desde el bolsillo de Nicole—. Según nuestro cronograma estamos atrasados. Señor Puckett, debemos inspeccionar nuestra ruta de salida antes que usted nos deje.

—¡Maldición! —exclamó Max—. Aquí estoy de nuevo, recibiendo órdenes de un robot que no es más largo que un cigarrillo. —Extrajo a Juana y Eleanor de los bolsillos de Nicole y los puso sobre la mesa, detrás de una lata de arvejas—. ¿Ven esa puerta? —preguntó—. Hay un caño del otro lado… Sale justamente más allá del comedero de los cerdos… ¿Por qué no lo revisan?

Durante el minuto, o dos, en que los robots se fueron, Max le explicó la situación a Nicole.

—La policía va a revisar por todas partes para encontrarte —dijo—, y particularmente aquí, ya que saben que soy amigo de la familia. Así que voy a sellar la entrada de tu escondite. Debes de tener todo lo que necesites para durar varias semanas por lo menos.

—Los robots pueden ir y venir libremente, a menos que los coman los cerdos —prosiguió con una carcajada—. Ellos van a ser tu único contacto con el mundo exterior. Te harán saber cuando sea hora de pasar a la segunda fase de nuestro plan de escape.

—¿Así que no volveré a verte? —preguntó Nicole.

—No durante algunas semanas por lo menos. Es demasiado peligroso… Una cosa más, si hay policía en la granja, cortaré la electricidad del escondite. Ésa será la señal para que permanezcas especialmente silenciosa.

Eleanor de Aquitania había regresado y estaba parada en el estante, al lado de la lata de arvejas.

—Nuestra ruta de salida es excelente —anunció—. Juana partió durante algunos días. Se propone salir del hábitat y comunicarse con Richard.

—Ahora yo también debo irme —dijo Max. Quedó en silencio unos segundos—, pero no antes de que te diga una cosa, amiga mía… Como probablemente ya sabes, toda mi vida he sido un cínico de mierda. No hay muchas personas que me impresionen. Pero tú me convenciste de que, a lo mejor, algunos de nosotros somos superiores a las gallinas y los cerdos… —Sonrió—. No muchos de nosotros —corrigió con rapidez—, pero sí algunos, por lo menos.

—Gracias, Max —murmuró Nicole.

Max fue hacia la escala. Se dio vuelta y la saludó agitando la mano, antes de empezar el ascenso.

Nicole se sentó en la silla e hizo una profunda inhalación. Por los sonidos que venían de la dirección del túnel conjeturó, correctamente, que Max ocultaba la entrada del escondite colocando las grandes bolsas de alimento para gallinas directamente sobre el agujero.

«¿Y ahora qué ocurre?», se preguntó. Se dio cuenta de que, con la salvedad de haberlo hecho sobre su propia muerte, había meditado muy poco durante los cinco días transcurridos desde la conclusión de su juicio. Sin el temor de su inminente ejecución, para estructurar las pautas de pensamiento pudo permitir que su mente divagara con libertad.

Primero pensó en Richard, su marido y compañero, del que estaba separada desde hacía ya casi dos años. Recordó con claridad la última noche que pasaron juntos, una horrible Walpurgisnacht[1] de asesinato y destrucción que había comenzado con un hecho que daba esperanzas, el matrimonio de su hija Ellie con el doctor Robert Turner. «Richard estaba seguro de que nosotros también estábamos señalados para morir», recordó, «y probablemente tenía razón… porque escapó, lo convirtieron en el enemigo y a mí me dejaron tranquila durante un tiempo».

«Creí que estabas muerto, Richard», pensó. «Debí haber tenido más fe… pero ¿cómo fue posible que volvieras a Nueva York?».

Cuando se sentó en la única silla de la habitación subterránea, sintió dolor en el corazón al extrañar la compañía de su marido. Sonrió, mientras algunas lágrimas acompañaban el montaje de recuerdos que desfilaba por su memoria. Primero, volvió a verse en la madriguera aviana de Rama II, tantísimos años antes, temporalmente cautiva de los extraños seres parecidos a pájaros cuyo lenguaje se componía de parloteos y chillidos. Fue Richard quien la descubrió ahí; arriesgando su propia vida para regresar a Nueva York y establecer si Nicole todavía estaba viva. Si él no hubiera ido, Nicole habría quedado abandonada en la isla de Nueva York para siempre.

Richard y Nicole se habían convertido en amantes durante la época en la que pugnaban por resolver el modo de cruzar el Mar Cilíndrico y regresar con sus colegas cosmonautas de la espacionave Newton. Nicole estaba tan sorprendida, como divertida, por la intensa agitación interna que le producía la rememoración de sus primeros días de amor. «Sobrevivimos juntos el ataque con misiles nucleares. Hasta sobrevivimos mi obstinado intento por producir variación genética en nuestra descendencia».

Dio un respingo ante el recuerdo de su propia ingenuidad, tantos años atrás. «Me perdonaste, Richard, lo que no pudo haber sido fácil para ti. Y después nos sentimos aún más cercanos en El Nodo, durante nuestras sesiones de diseño con El Águila…».

«¿Qué era El Águila en realidad?» reflexionó, desviando la sucesión de pensamientos. «¿Y quién, o qué, lo creó?». En su mente había una intensa imagen del fantástico ser que había sido el único contacto con ellos mientras estuvieron en El Nodo, durante el reacondicionamiento de la espacionave Rama. El ser alienígena, de rostro de águila y cuerpo similar al de un hombre, les había informado que era una evolución en inteligencia artificial, especialmente diseñado en calidad de compañero para seres humanos. «Sus ojos eran increíbles, casi místicos», recordó. «Y eran tan intensos como los de Omeh».

Su bisabuelo Omeh había vestido la toga verde del chamán tribal de los senoufo, cuando apareció para verla en Roma, dos semanas antes del lanzamiento de la espacionave Newton. Nicole se había reunido con Omeh dos veces anteriormente, ambas en la aldea natal de su madre, en la Costa de Marfil: una vez durante la ceremonia poro, cuando Nicole tenía siete años, y otra vez más tres años después, en el funeral de la madre. Durante esos breves encuentros, Omeh había empezado a preparar a Nicole para lo que el viejo chamán le había asegurado que sería una vida extraordinaria. Fue Omeh quien insistió en que Nicole era, en verdad, la mujer de quien las Crónicas senoufo predijeron que dispersaría la semilla tribal, llegando incluso a las estrellas.

«Omeh, El Águila, incluso Richard», pensó. «Todo un grupo, para decir lo menos». El rostro de Henry, Príncipe de Gales, se unió al de los otros tres hombres, y Nicole recordó, durante un instante, la poderosa pasión de su breve amorío en los días inmediatamente después que ella ganara su medalla olímpica de oro. Sufrió un estremecimiento, al recordar el dolor del rechazo. «Pero sin Henry», se recordó a sí misma, «no habría habido una Geneviève». Mientras estaba recordando el amor que había compartido con su hija en la Tierra, echó un vistazo al otro lado de la habitación, al estante que contenía los librodiscos electrónicos. Súbitamente perturbada cruzó hacia el estante y empezó a leer los títulos. No cabía duda de que Max le había dejado algunos manuales sobre la crianza de cerdos y pollos, pero eso no era todo, daba la impresión de que le hubiera dado toda su biblioteca privada.

Nicole sonrió al extraer un libro con cuentos de hadas, y lo metió en la lectora. Hojeó las páginas y se detuvo en el cuento de La Bella Durmiente. Cuando leyó en voz alta «y vivieron felices por siempre jamás», experimentó otro recuerdo en extremo hiriente, de ella misma cuando era niña, quizá de seis o siete años, sentada en el regazo de su padre, en la casa que tenían en el suburbio parisiense de Chilly-Mazarin.

«Cuando era niña anhelaba ser una princesa y vivir feliz por siempre jamás», pensó. «No había manera de que supiera entonces que mi vida iba a hacer que hasta los cuentos de hadas parecieran algo común y corriente».

Volvió a colocar el librodisco en el estante y regresó a la silla. «Y ahora», pensó, contemplando la habitación con indolencia, «cuando creía que esta increíble vida había terminado, parece que, por lo menos, se me concedieron algunos días más».

Volvió a pensar otra vez en Richard, y la intensa añoranza por verlo regresó. «Hemos compartido mucho, Richard mío. Espero poder sentir de nuevo tu contacto, oír tu risa y ver tu rostro. Pero, si no es así, trataré de no quejarme. Mi vida ya vio su porción de milagros».