La abuelita de María Luisa, don Tiburón y doña Merlucines se sentaron en el banco largo del locutorio.
María Luisa se quedó en pie, y yo los veía a todos metida en el cesto de los caracoles.
—Este disgusto me cuesta la vida —decía la abuelita—. Ha sido una puñalada la que me ha dado la madre superiora… ¡Miren que decirme que he tenido yo la culpa de que se escape Celia!
—No haga usted caso —dijo doña Merlucines—. La superiora es un sargento de caballería.
—Y a la madre Loreto, ¿dónde me la deja usted?
—Sí, también es buena… Lleva todavía puestos los pantalones de su marido. Yo lo conocí.
Eso lo dijo don Tiburón, y en seguida vino la madre Loreto.
—La madre superiora les ruega que la perdonen, pero se encuentra enferma y no puede salir. Si saben algo referente a Celia, pueden decírselo a una servidora.
—No sabemos nada… Pero yo venía a justificarme con la madre superiora, que me ha mandado una carta… que, la verdad, no sé cómo calificar…
—Ya advertimos a usted cuando se llevó a Celia que era una niña muy revoltosa… Si no podía soportarla, debió traerla en seguida y vigilarla más.
—Pero ¿qué podía hacer yo, Dios mío? —y la abuelita se puso a llorar.
Después dijeron que me habían tratado muy bien, y que yo era muy mala, y que venían a dejar a María Luisa, porque no hacía más que llorar. Y se fueron.
María Luisa sacó la lengua a don Tiburón, y la madre la castigó a rezar tres avemarías de cara al rincón, y se fue también.
Ya iba a salir yo del cesto para dar un susto a María Luisa, que estaba de rodillas, cuando, ¡pum, pum!, dos porrazos terribles en la puerta.
Vino una hermana lega y abrió la mirilla.
—¿Qué dice? ¡Jesús, Jesús! ¿Que va a prender fuego al colegio? ¡Dios mío! ¿Pero qué dice? ¿Que viene por Celia?… No está, no, señor; no está… Diga: si abro, ¿no me hará nada? ¡Que sea la voluntad de Dios!
Abrió y entró ¡mi tío Rodrigo!
—¿Es que se creía usted que me la iba a comer, estúpida? ¿Es verdad que se ha escapado mi sobrina?
—Sí, señor… Pero ya la están buscando.
—¿Y a mí qué me importa eso? ¡Que venga inmediatamente la madre superiora! ¿Pero qué clase de colegio es éste, de donde se escapan las chicas? Yo vengo a llevarme a mi sobrina a París, con sus padres, y me dicen, como lo más natural, que se ha escapado… ¿Pero es que esto puede ser? ¡Que venga aquí la madre superiora o entro yo!
Se fue la lega asustadísima y yo salí del cesto.
—¡Tío Rodrigo! ¡Tío!
—¡Muchacha! ¿Pero de dónde sales? ¡Si tienes caracoles hasta en el pelo!
—Pues de ahí, de la cesta… ¡Huy qué tío más rico, que viene a llevarme a París! ¿Pero tú ves, María Luisa, qué guapo es mi tío?
—¿Y qué hacías ahí oyéndolo todo y exponiéndome a mí a hacer una barbaridad?
—¡Huy qué tío más gracioso tengo! ¡Guapo! Pues estaba entre los caracoles, porque esta mañana era yo un caracol… ¡Huy, qué precioso es mi tío!
—¿Qué dices? A mí no me cuentes tonterías. ¿Te has escapado, sí o no?
—Claro que me escapé… ¿De veras, de veras me sacas del colegio?
¡Tío rico! ¡Guapo! ¡Hermoso! ¡Sol!
El tío Rodrigo acabó por ponerse muy hueco, y me dijo:
—¿Pero tan guapo me encuentras, muchacha?
—¡Guapísimo! —saltó María Luisa, que ya no estaba de rodillas—. ¡Si me quiere usted llevar a mí con Celia!
—No, hija; no puede ser… Yo lo que quiero saber es lo que ha pasado aquí.
—Verás. La Merlucines y el Tiburón…
—¿Son dos gatos?
—¡Qué risa, dice que dos gatos! ¡Ja, ja, ja, ja! No, tonto; el Tiburón es un boticario. Pues me quiso pegar y me escapé.
—¿Que te quiso pegar?
—El Tiburón, ¿no te lo estoy diciendo? Dormí en la torre entre unos sacos; pero regañé con la cigüeña y me fui al pinar…
—¡Bien! ¡La cosa marcha! ¡No entiendo nada!
¡Cómo se enfadaba! Se puso a pasear con las manos en la espalda y bufando de rabia…
—Ahora lo entenderás. Encontré la varita mágica y me convertí en caracol; luego vino el príncipe y se quería casar conmigo…
—¿Eso es un cuento o lo has soñado?
—¡Quia, hijo, es verdad! Luego vinieron Lamparón y Pronobis…
—¿Qué dices? ¿Quiénes son ésos? —gritó el tío.
—¡Ay, hijo; los monaguillos! ¡Pues no te enfadas tú poco!…
—¿Qué hace esa superiora que no viene?
—¡Sí; como la estés esperando, estás fresco!…
—¿Por qué?
—Porque no saldrá. Ya no es la misma de antes. Ahora es un soldado y no sale a las visitas. ¿Verdad, María Luisa?
—No es un soldado… Es así como un sargento o un cabo. Doña Merlucines lo ha dicho.
—¡Yo creo que en este colegio os volvéis tontas! Pero ¿cómo puede ser eso que decís?
—Sí, señor; sí es —dijo María Luisa—. A mi abuelita le ha dado una puñalada ayer…
—¿Quién? ¿La superiora?
—Sí, señor; sí. ¿No lo has oído tú también, Celia?
—Sí lo he oído. Y también lo de los pantalones de la madre Loreto. Son los de su marido, y los lleva debajo del hábito.
—¿Pero la madre Loreto no es una monja?
—Sí, ¿y qué? La mamá de una niña también los llevaba.
—Entonces será viuda y los llevará como recuerdo… ¡Bah, bah! ¡Vaya un colegio! ¡Y aquí te han dejado tus padres y se han ido tan tranquilos!…
Entonces vinieron las legas y se quedaron espantadas al verme.
—¿De dónde ha salido usted?
—Me la he sacado de un bolsillo. Pero ¿viene esa superiora o no? —dijo mi tío.
—La madre superiora está enferma, y la madre Loreto dice que nos diga su gracia…
—La gracia es la de ella mandándome ese recado después de una hora… Pueden decirle que me llevo a Celia, sin más explicaciones. Sus padres me han autorizado para ello, y me la llevo.
—¿Se la lleva? ¿Adónde?
—Al infierno. Por mal que esté, va a estar mejor que aquí.
—¡No digas eso, tío! ¡Si son muy buenas las madres! Yo estaba aquí muy contenta…
—¡Ah! Entonces, ¿te quieres quedar?
—¡No, tío, no! ¡Yo me quiero ir contigo! ¡No me dejes, por Dios!
—¡Vamos, parece que no estás tan contenta como dices! ¡Vamos, Celia!
—Déjame despedirme.
—¿De quién?
—¡Es verdad! De las madres ya me despedí cuando me llevó a su casa la abuelita de María Luisa… ¿Sabes? Pero me quiero despedir de mis amigos…, de estos amigos míos, que han seguido mis aventuras de un año de colegio…
—¡Adiós, queridos míos! Lo mejor de mis aventuras estaba escrito en el libro que María Luisa tiró al pozo.
Si deseáis conocerlas, leed el libro tercero, «Celia, novelista», en donde he tratado de recordar mis sueños imaginados con los titiriteros, y he escrito mi primera novela para leérsela a mi hermanito.