El príncipe caracol

Nadie hubiera dicho que aquel palito negro y lleno de barro era la varita mágica. Pues sí lo era. Apenas empecé a decir:

Baila, caracolito, con la patita tuerta…

cuando sentí que me convertía en caracol. ¡Si me hubierais visto!

Fue como un cuento. Sentí que me tocaban en la cabeza y vi que me había brotado en la espalda una cáscara de caracol. Por la frente me salieron dos cuernecitos, que se movían, y me hice muy pequeña.

Al pronto lo sentí. ¡Qué fastidio, ya no podía correr! Pero lo pensé mejor, y me alegró mucho.

¡Ahora tenía casita! No volvería al colegio, y aunque me buscaran, nadie podría encontrarme.

Además, no sabéis cuántas cosas vi siendo caracol. Vi al petirrojo, que tiene su nido en el árbol, que llamaba a la coneja de la madriguera.

—¡Señora coneja! ¡Señora coneja!

¡Ya se ha ido!

—¡Qué niña! Ha despertado a mis conejitos, y ahora no se quieren dormir —dijo la señora coneja, asomándose ala puerta.

—¡Calle usted, señora! ¡Si es un torbellino! Ya la han echado de todas partes y ha venido a refugiarse aquí porque nadie la quiere.

—¡Pobre de ella en cuanto venga a desayunarse la señora cigüeña! ¿Sabe usted que ha roto los huevos del nido?

Ha sido al amanecer, y lo menos la han visto veinte conejos… ¡No podrá negarlo!

La señora coneja era bastante tonta. Si me han visto veinte conejos, hay más de dos mil que no me han visto en su vida… Entonces se oyeron pasos, y la coneja se escondió en la cueva y el petirrojo se calló.

—¡Princesa caracol! —oí decir.

—¿Es a mi?

—A ti es.

—¡Ay, qué lujo! ¿Quién me llama?

—El príncipe caracol.

—Que pase, que pase el príncipe —dije—. ¡Que pase al salón verde, o al gabinete azul, o al de color de chocolate!

¡Pues era un príncipe de verdad! Con espada de oro y zapatos con un cascabelito en la punta.

Al llegar donde yo estaba se puso de rodillas.

—Princesa caracol, ¿quieres ser mi esposa?

—Muchas gracias, hijo. ¿Y eso para qué?

—Para que te vengas conmigo al palacio de mi padre. Aquí estás expuesta a todos los peligros.

—No, no. En las casas me quieren mucho al principio, y luego me echan. Prefiero quedarme aquí.

—¿Y quién puede echarte a ti, princesa bonita?

—Todos… Unos, porque meto el dedo en el chocolate; otros, porque despachurro los huevos…

—De la casa de mi padre nadie te echaría. Aquí te comerán las cigüeñas, o te aplastará un carro, o te cogerán los chicos… Ven conmigo y comerás berza en capullo.

—¿Berzas? A mí no me gustan. Yo quiero arroz con leche o natillas…

—No sé qué es eso… Pero ¿qué puede haber mejor para un caracol que hojas tiernas de berza?

—Mira, príncipe; no me marees…

Para un caracol, yo no digo que no esté bien esa comida; pero yo soy Celia.

—¡Divino nombre! Jamás una princesa caracol se llamó nada parecido.

—Es que yo soy una niña.

—Ya lo sé. Y volverás a serlo en cuanto salga el sol. Por eso debes venirte conmigo, para que el encanto no se rompa… ¡Nunca encontraré princesa tan linda como tú!

—¡Hijo, eres tonto!… ¡Escucha! ¡Viene gente!

El príncipe echó a correr, y yo me escondí debajo de una hoja seca.

Venían cantando:

Caracol, col, col, saca los cuernos al sol…

¡Eran los monaguillos!

—Mira, mira los que salen. Cógelos antes de que se escondan —decía Pronobis.

—Por muchos que cojamos, nunca llenaremos la cesta.

—Pues ha dicho la madre Loreto que si no la llenamos nos colgarán de las orejas.

—¡Vaya una madre desnaturalizá!

—Ven aquí, que hay muchos —gritó Lamparón, acercándose adonde yo estaba.

—¡Mira éste, qué gordo! —dijo Pronobis, cogiéndome con sus dedos sucios. Me miraron los dos asombrados, y, ¡pum!, al cesto.

No sé qué me pasó. Me dormí entre un millar de caracoles, y cuando desperté estaba en el locutorio del colegio, metida en la cesta y mirando por una rendija.

Ya era niña otra vez.

Vi allí, hablando con la madre Loreto, a don Restituto, Pronobis y Lamparón.

—Esta mañana estaba en la torre, y allí ha debido de pasar la noche —decía don Restituto.

—¡Alabado sea Dios!

—Yo no sé qué trajín traía con los huevos de la cigüeña… Luego le dio miedo, y empezó a escandalizar con la campana. Quise traerla, corrió y no sé adónde habrá ido; pero muy lejos no puede estar.

—¡Qué criatura! La madre superiora está enferma desde ayer. ¡Figúrese qué disgusto es para esta casa lo que ha hecho esa niña!

Lamparón dijo:

—Yo he encontrado esto en el pinar.

—¡Pero si es el lazo que llevaba Celia en el pelo! ¿Por qué no lo has dicho antes?

—¿Y por qué no la habéis buscado por allí? —dijo, furioso, don Restituto.

—Porque éste dijo…

—Nada, no digáis nada, porque es peor. Ahora mismo volvéis con Juanón al sitio donde estaba el lazo, y si no encontráis a Celia, de un puntapié os pongo de telaraña en el cielo. ¡Andando!

—¡Buenos días, madre!

Y se fueron. Entonces vino la madre María de las Nieves a llevarse el cesto. Lo tomó a peso y dijo:

—¡Jesús mío, cómo pesa esto! Estos muchachos han debido de echar aquí piedras.

—Diga que vengan las hermanas legas por él —dijo la madre Loreto—, y quédese aquí su caridad. Como no sea para algo muy importante, no me llame, que estoy muy ocupada.

Cuando se fue, la madre María de las Nieves quiso llevarse el cesto aunque fuera a rastras; pero en aquel momento llamaron a la puerta.

—¡Ave María Purísima!

—Sin pecado concebida.

Vi entrar a María Luisa, y con ella venía más gente.

—Queremos hablar con la madre superiora —dijeron.

—No sé si será posible… Hagan la caridad de esperar un momento. Siéntense…

Yo me acurruqué bien dentro del cesto. Todas las cosas que pasaron allí son tan largas y tan divertidas, que necesito esperar al domingo para contarlas.