Corriendo aventuras

Me escapé por la ventana, y corrí, corrí, buscando dónde esconderme. No encontraba dónde. Todas las casas estaban cerradas, y no había árboles, ni piedras, ni nada que hiciera sombra.

Salí al campo y, luego, a un camino largo, largo, con tapias a un lado llenas de hiedra. Y vi a Juanón que venía hacia mí…

¡Como que eran las tapias del colegio!

Volví hacia atrás, me salí del camino y me encontré en la plaza de la iglesia.

Estaba abierta y no había nadie.

Pero ¿en dónde me escondía? ¡Ah, pues en la torre! Allí nadie iría a buscarme.

Y subí por la escalera. Subí, subí, hasta llegar a las campanas. ¡Qué bien se estaba allí!

Al poco rato se puso muy oscuro, porque estaba anocheciendo. ¡Y hacía un frío!

En un rincón encontré muchos sacos vacíos. Hice de ellos un colchón y muchas mantas. ¡Iba a dormir más bien!

Sentí que subían por la escalera y me metí en la cama. Eran Pronobis y Lamparón. ¿Pero qué hacían, que tiraban de mí?

—A ver si los bajamos de una vez.

Coge tú la mitad.

¡Nada, que se querían llevar los sacos!

—¡Chicos, que estoy aquí yo!

¡Vaya un salto que dieron!

—¡Eres tú, indina! ¿Qué haces aquí?

—Que me he escapado de casa de María Luisa porque me querían traer al colegio otra vez…

—¡Claro! Y en vista de eso, te has venido tú solita… ¡Anda abajo!

—¡No, no quiero!… ¿No ves que ahora no hay ninguna niña en el colegio y me aburro?

—¡Pues aquí te vas a divertir! ¡Vamos, anda! Que tenemos que bajar los sacos.

—¡Yo no quiero volver al colegio! ¡Estamos de vacaciones! Todas las niñas se han ido con sus papás, y yo no tengo casa…

Me puse a llorar de pena.

—Pues tié razón la chica —dijo Pronobis—. Nosotros, con decir que no la hemos visto…

—¡Pero se va a helar en la torre! Porque los sacos nos los tenemos que bajar…

Se pusieron a discutir, y al fin me dejaron los sacos, y dijeron que vendrían por ellos al otro día temprano.

Cuando me quedé sola, me arropé bien con los sacos hasta la cabeza y me dormí.

Cuando me desperté estaba amaneciendo y se oía ruido en el tejado.

Fui a ver qué era… Pues nada menos que la cigüeña, que se revolvía en el nido.

—¡Buenos días, señora cigüeña!

¿Cómo está usted? Bien. ¿Y usted?

Muy bien, muchas gracias. ¿La familia sigue buena? Todos bien… ¿Es que no sabes hablar? ¿Pues para qué te sirve el pico? ¡Claro! Es que nadie te habla, ¿verdad? Las personas mayores son medio tontas… ¿Qué dices? ¿Eh? ¿Nada? ¡Ay, hija, todo me lo tengo que decir yo!

La cigüeña me miraba, me miraba.

De pronto, movió las alas y echó a volar.

—Pero ¿adónde vas, cigüeña? ¿No ves que se van a enfriar los huevos y luego no saldrán cigüeñitos?

¡Como si no! Se fue sin hacer caso, y tuve que salir al tejado y sentarme en el nido.

¡Buena la hice! Se despachurraron los tres huevos, y yo me puse el vestido hecho un asco…

No sabía qué hacer. Volví a entrar en la torre y me limpié con los sacos, pensando en lo enfadada que se iba aponer la cigüeña cuando volviera.

¡Capaz era de sacarme los ojos!

De pronto me acordé de que a los pies del Cristo que está en la capilla oscura hay dos huevos grandísimos que trajo un señor de América. Y bajé por ellos.

Creo que son de avestruz… Pero mejor. Así saldrán dos avestrucitos en lugar de cigüeños…

La iglesia estaba cerrada. ¡Cómo sonaban mis pasos! Me dio tanto miedo, que volví a subir la escalera otra vez. ¡Ay, Dios mío! Y ahora, ¿qué hacía yo? Arriba me daba miedo estar; y abajo, también… ¡Y esos chicos, que no venían! Oí ruido en la escalera… Parecía que bajaban a saltos… Vi correr una cosa pequeña… Era un ratón.

En cuanto abrieran la puerta de la iglesia, me marcharía… Pero ¿cuándo la iban a abrir?

Entonces me decidí a tocar las campanas.

Alguien vendría al oírlas y podría marcharme.

¡Qué divertido es tocar las campanas! La grande no pude; pero a la otra le daba unas vueltas… ¡Tan, tan! ¡Tan, tan! ¡Tan, tan!

Se me quitó el miedo y me puse contentísima.

Yo seguía siempre: ¡Tan, tan! ¡Tan, tan! ¡Tan, tan!, sin oír nada, y me puse a cantar al mismo tiempo…

Vi una cosa negra delante de mí…

—¿Qué escándalo es éste? ¿Qué haces aquí, chiquilla? ¡Yo no comprendo esto!…

Era don Restituto, que había venido sin que yo le sintiera con el ruido.

—Es que… —no sabía qué decir—. Es que estoy de vacaciones…

—¿Qué dices? ¿Y qué tienen que ver las vacaciones con que estés aquí alborotando? ¿Quién te ha abierto la puerta?

—Nadie. He entrado yo sola.

—Pero ¿por dónde? ¿De dónde has venido?

—Es que estaba en casa de María Luisa…

—¡Y te has escapado! ¡Milagro para ti! Pues se han concluido las vacaciones… Andando, al colegio…

—No, no, señor; no… Yo no quiero ir al colegio…

—¡A callar! Baje usted ahora mismo delante de mí. ¡Vaya, vaya con la tontaina ésta!… ¡Ya te puedes preparar! ¡Como no interceda yo por ti!…

Yo bajaba delante, temblando de miedo. ¡No, pues lo que es al colegio yo no volvía!…

—Pero ¿por qué corres tanto, desgraciada? ¿No ves que yo no puedo seguirte? ¡Buenas están mis piernas para correr!…

Al llegar abajo vi que la puerta de la iglesia estaba abierta.

—¡Adiós, don Restituto!

Eché a correr, a correr. ¡Dios mío, lo que corrí! No paré hasta el pinar, y allí me tiré al suelo porque me ahogaba… Después me senté. Todo el suelo estaba lleno de palitos. ¿Y si alguno fuera la vara de la virtud?

Porque digo yo que, aunque las hadas se hayan ido, en alguna parte habrán dejado la varita mágica…

Con probar… Vi un caracol entre la hierba, y lo toqué con un palito.

Baila, caracolito, con la patita tuerta;
baila, caracolito, y daremos la vuelta…

¡Como si no! Ni se movió siquiera.

Probé con una varita, y con otra, y con otra, y el caracol ni se movía…

Hasta que di con ella, y sucedió una cosa maravillosa.

Otro día os lo contaré.