Me escapé por la ventana

La abuelita de María Luisa daba unos suspiros que asustaba, y yo quise hacerle reír.

—Ya verás cómo se ríe hoy a la hora de comer.

Me pinté bigote con carbón y me hice una nariz grandísima con pan mascado. Después me senté a la mesa muy seria, como si no llevara nada.

María Luisa, al verme, empezó a reír, a reír, y se tiró al suelo de risa. Su abuelita me miró entonces.

—Pero ¿qué porquerías te has puesto en la cara? ¡Vete a lavar ahora mismo!

No le hizo gracia ninguna.

Otro día le puse a la gata unos zapatos de cáscaras de nueces.

La abuelita nos dijo por la mañana:

—No he podido dormir. Toda la noche se han oído pasos por la casa. ¿No los habéis sentido?

La Petra, que es una criada que se mete en todo, contestó:

—¡Ay, señora! Yo he oído ruido de cadenas y resoplidos… ¡Madre mía del Calvario, que no sea el alma en pena de don Toribio!

—¡Qué ha de ser, mujer, qué ha de ser!

—Será la gata con los zapatos que le ha puesto Celia —dijo María Luisa.

Tampoco se rió esta vez. Al contrario, se enfadó muchísimo conmigo, porque la gata está coja.

También até una vez los cubiertos a la pata de la mesa, y sólo nos reímos María Luisa y yo. ¡Qué señora! ¡No le hace gracia nada!

Si hubiera hecho la mitad en el colegio, se mueren de risa las niñas…

Lo peor ha sido el día de su santo.

Por la tarde, a la hora de la merienda, entré en el comedor con la perrita debajo del brazo para darle un terrón de azúcar. Y me encontré con que había en la mesa tres chocolates servidos, una fuente de natillas, una bandeja de pasteles, yemas, nata y qué sé yo cuántas cosas ricas.

Creí que todo eso era para nosotras y, ¡claro!, lo probé. Metí un dedo en las natillas y lo chupé. ¡Qué buenas estaban! Cogí un pedacito de yema, probé el chocolate con la punta de la lengua… y oí ruido… ¡Era la abuelita, que me miraba desde la puerta!

Me asusté tanto, que solté la perrita y se cayó sobre las jícaras del chocolate… Yo salí corriendo a esconderme entre el portier del pasillo.

—¡Jesús, José y María! —decía la abuelita—. Si me lo cuentan, no lo creo… ¡Habráse visto mayor atrevimiento! ¡María Luisa! ¡María Luisa! ¡Hija!

Vinieron María Luisa y la Petra, porque ¡daba unas voces!

—¿Qué te parece lo que ha hecho tu amiguita Celia? ¿No tenía yo razón no queriéndola traer a casa? ¡Si ya me lo advirtieron las madres!… Pero tú, terca que terca: «Abuelita, que venga con nosotras. Abuelita, que la quiero mucho».

—¡Pero si habrá sido sin querer! —decía María Luisa.

—¿Sin querer? Si la he visto yo desde la puerta meter el dedo en todo… ¡Y don Romualdo y su hermana que van a pasar ahora!… ¡Dios mío, qué desastre! Y tú, Petra, ¿qué haces ahí como un pasmarote? Ya puedes hacer otros chocolates y recoger lo que se ha caído… y quitar el mantel… ¡Jesús, Jesús! Yo me voy al salón, que los he dejado solos… Se fue, y también la Petra con el mantel y las tazas rotas. Yo salí de entre la colgadura.

—¡Anda! ¡Buena la has hecho! —me dijo María Luisa.

—¿Quién hay en el salón?

—Don Tiburón, el boticario, y doña Merlucines, su hermana… ¡Qué ricas están las natillas!

—Muy ricas… ¿Pero doña Merlucines viene aquí?

—¡Claro! ¡Pero no te comas otra yema, que lo van a notar! ¡El chocolate sí que está bueno!

—Lo mejor es el pastel del centro.

—Lo ha hecho la abuelita para mí… Te daré la mitad esta noche.

—¿Y si se lo comen?

—No, no se lo comen… Como tiene la flor…

Vino la Petra y empezó a gruñir.

—¿Qué estáis haciendo? ¡Anda, que ya os podéis preparar! En mal día se os ha ocurrido hacer diabluras. Ahora el boticario mandará que os encierren en la cueva, y como la señora le hace siempre caso…

—¡Porque él lo diga nos van a encerrar!

—Ni más ni menos. ¿Por qué no me deja salir la señora los domingos?

Porque al Tiburón se le ha antojado.

No, si diciéndolo él, boca abajo todo el mundo… ¡Ea! Esto ya está. Que no toquéis nada, ¿eh?

Y se fue. Yo estaba fastidiada con ese Tiburón que iba a mandar castigarnos.

—Es muy malo, ¿verdad?

—Muy malo… Y doña Merlucines es peor. No se lo vayas a llamar aquí, que la abuelita se enfadaría… ¡No toques nada, que lo van a notar!

—¡Mira que graciosa! ¡Como si no estuvieras metiendo el dedo en todo! ¿Quieres que le pongamos esto en la silla al Tiburón?

Era liga de cazar pájaros que me había dado en una cajita de hojalata el chico de la lavandera.

—¡Sí, sí, pónselo!

Ya venían.

—Pasen, pasen por aquí —decía la abuelita—. Ahora nos traerán la merienda.

Pero al vernos se asustó.

—¿Estáis aquí todavía? ¿Qué hacíais, qué hacíais?

—Nada, señora. ¿Qué han de hacer?

—Meter el dedo en todo —dijo doña Merlucines.

Se sentaron, y la abuelita les acercó la bandeja de pasteles.

—¿Un pastelito? Los he hecho yo, y esta vez me han salido riquísimos.

Doña Merlucines decía a su hermano, bajito, que no comiera.

—¡Mujer! Déme usted aquel blanco del centro. El que tiene la flor…

¡Debe de estar muy bueno!

María Luisa y yo nos pusimos a mirar a don Tiburón. ¡Abría una boca como un ogro! ¡Se estaba comiendo nuestro pastel!…

—¿Pero qué hacen esas niñas mirando embobadas a mi hermano?

—Cosas de criaturas. ¡Celia! ¡María Luisa! ¿Queréis sentaros y dejar en paz a don Romualdo?

—¡Es un fresco! ¡Ha cogido el pastel de María Luisa, que es el más grande! —dije yo.

—Pero ¿qué dice? —gritó doña Merlucines.

—Es una insolente. ¡Está usted muy mal educada! —dijo don Tiburón, y se atragantó con el pastel.

A poco se ahoga. Las señoras le daban golpecitos en la espalda. Tenía tanta tos, que tuvo que levantarse.

—Ponle eso —me dijo María Luisa.

Y mientras todos estaban ocupados con la tos y dándole agua, le pusimos el pegote en medio de la silla, y luego montoncitos alrededor. Hasta que se acabó todo lo de la caja. Y don Tiburón, como se halla tan gordo, se dejó caer de golpe en la silla.

Y vuelta a decir a la abuelita que me mandara al colegio, que yo era muy mala…

—¡Que la eduquen sus padres, señora!

No me importaba nada… ¡Anda, que cuando se fuera a levantar!…

Se levantó para dejar el plato en la mesa y se llevó la silla pegada…

María Luisa y yo nos retorcíamos de risa… Se volvió a mirarnos y, ¡pum!, se cayó…

Doña Merlucines gritaba y tiraba de la silla. La abuelita le quería levantar. ¡Cómo chillaban!

Por si acaso, escapé a correr; pero me encontré a Petra en la puerta, que venía con la bandeja de los chocolates… Tropecé con ella, y todo se vino al suelo…

Oí gritar a la abuelita:

—¡Petra, Petra, lleva a Celia al colegio inmediatamente! Di a las madres que me es imposible tenerla…

María Luisa lloraba y decía no sé qué.

Me escondí debajo del diván y esperé a ver lo que pasaba.

Entró Petra a buscarme… Después le oí decir:

—¡Señora, señora! Celia se ha escapado por la ventana del salón.

Salí de debajo del diván y me escapé por la ventana…