Hay muchas niñas en la enfermería.
Pues yo he rezado todas las noches; no se me ha olvidado ninguna, desde el día en que cayó la chispa en el pararrayos de la torre…
Así, que del sarampión no tengo yo la culpa.
Hace más de ocho días que se suspendieron las clases y nos trasladamos de dormitorio.
Doña Merlucines rabiaba, porque estábamos cerca de ella y hacíamos ruido al levantarnos.
Y eso que las niñas se iban marchando. La madre superiora escribió a sus papás, y se las fueron llevando a sus casas. ¡Qué contentas estaban! Como que este año las vacaciones van a durar mes y medio. Me lo ha dicho Juanón.
La superiora me preguntó que si yo no tenía a nadie en Madrid.
—Sí tengo. Papá me ha dicho que «Pirracas» está en la portería de la casa.
—¿Y quién es «Pirracas»?
—Una gata muy bonita. ¡Bien contenta se pondría de verme!
—Y aquella pobre señora que venía a verla, ¿sabe usted dónde está?
—¿Doña Benita? Ya lo creo que lo sé.
—Bien. Pues va usted a escribirle diciendo lo que pasa. Es mejor que le escriba usted, porque como tiene así la cabeza… La madre Loreto le dará papel. Cuando termine, me lleva la carta al escritorio.
Me dieron un papel grande con rayas, para que no me torciera, y en seguida me puse a escribir: “Querida doña Benita: Ya estoy buena y, al fin, no me convertí en cangrejo. La madre María de las Nieves perdió la cabeza, y la estuvimos buscando toda la tarde. Creímos que se la había comido la gata o que estaba en el baúl de doña Merlucines.
Ya la ha encontrado. A la perra de Juanón le han traído muchos perritos. Uno se llama «Nicolás»; otro «Belmonte», y otro, «Bertoldini». He encontrado unas gafas rotas y las guardo para ti. Tú decías que en Pekín no hay carteros, y sí los hay.
Me lo ha dicho una madre que lo sabe.
Te quiero mucho, porque eres muy guapa. Y no te escribo más porque oigo en el jardín a «Bertoldini», que se está pegando con «Belmonte”».
Bajé a separarlos, y luego entré en el escritorio de la madre.
—Ya tengo escrita la carta.
La madre la cogió, y parece que no le gustaba lo que había puesto. ¡Estaba más seria!
—¡Es usted tonta! ¡Cuenta mil simplezas, y de lo que importa no dice nada! ¡Rompa esa carta ahora mismo!
Yo le daré un borrador y usted lo copiará.
¡Me escribió una carta más sosa!
Todo era que si la Santísima Virgen había dispuesto…, que si Nuestro Señor quería probarnos… y que viniera por mí. Esto es lo único que me pareció bien.
Me hizo sentarme a la mesa y copiar allí. Después la madre la leyó y la puso en un sobre.
—Dígame usted las señas.
—Pues… doña Benita.
—¿Apellido?
—No se llama más que eso… Sí, sí, se llama otra cosa. Lo leí en una tarjeta, pero se me ha olvidado lo que era… Yo creo que poniendo doña Benita…
—¡Vaya por Dios! ¿Y dónde vive?
—Pues en su pueblo… En el pueblo de doña Benita.
—¿Cómo se llama ese pueblo?
—Eso nada más… Ella dice siempre mi pueblo, y todos decimos el pueblo de doña Benita…
—Entonces, ¿es que usted no sabe las señas? Probablemente, ni siquiera dónde cae ese pueblo dichosos…
—Sí, eso sí; en Andalucía.
—¡Bendito sea Dios, y cómo me ha hecho usted perder el tiempo! Váyase a sus quehaceres y déjeme tranquila…
Pues mis quehaceres ahora son coser en la galería que da a la plaza y estudiar las lecciones que sube a tomarnos la madre Consuelo…
Rosita y Josefina eran las únicas niñas que quedaban porque son de muy lejos; pero una tarde vinieron a buscarlas, y se las llevaron. También se fue doña Merlucines, y ni me dijo adiós…
¡Qué aburrida me quedé! Y ahora, ¿qué voy a hacer yo sola?
Vino a buscarme la madre Loreto.
—Baje al salón de visitas, que la están esperando.
—¡Huy! ¿Quién ha venido a buscarme?
—Es para resolver si va usted a pasar las vacaciones fuera.
En el salón encontré a la madre superiora y a María Luisa con su abuelita. Todas me miraban… Dijo la madre:
—Esta señora viene a ofrecer su casa para que usted pase las vacaciones.
—¡Sí, sí!
¡Me puse más contenta!
—Pero antes he creído mi deber advertirles sus condiciones especialísimas —siguió diciendo la madre.
—¡Yo seré buena!
—Así lo espero. Pero es preciso que solemnemente nos lo prometa.
—¿Cómo?
La abuelita de María Luisa dijo:
—Verdaderamente, después de lo que la madre me ha dicho, no sé…
—¡Sí, abuelita, sí! —decía María Luisa—. Celia será buena. Ya verás…
—Es que si en lugar de darme las dos juntas menos guerra meto en casa un diablo que me lo revuelve todo…
—No, señora; yo no revolveré nada —dije.
¡La madre tenía la culpa si no me quería llevar!
—¡Abuelita, que yo la quiero mucho! ¡Que ella será buena! —y María Luisa empezó a llorar.
Entonces yo me eché a llorar también.
—Bueno, bueno; que sea lo que Dios quiera. Me la llevo. Vamos, hijas; vamos a casa.
Yo estaba tan contenta, que me cogí de la mano de María Luisa y me iba por la galería sin acordarme de más.
—¿Es así como se despide usted? ¿Pero no ve que va sin abrigo y con la cabeza al aire? —dijo la madre superiora.
—¡Huy! No me daba cuenta…
—Pues hay que darse cuenta de todo.
Me volví y besé el rosario a la madre.
—Que sea buena y se acuerde de lo que nos ha prometido.
Entré a buscar el abrigo y el sombrero.
—¿Y mi muñeca, madre Loreto? Mi muñeca, que nos vamos corriendo…
Salimos al jardín, y después a la carretera. María Luisa y yo, siempre de la mano, y su abuelita detrás.
—Hay que ser buenas, porque la abuelita está triste, ¿sabes? Ha recibido una carta del tío Antonio, que está en América…
—Nosotras haremos que se ría… Ya verás… ¡Mira una vaca! ¡Cuántas ovejas!…
—En casa tenemos un gatito y una perra, que se llama «Lily», y una cotorra. Vamos a hacerle un vestido a la muñeca, ¿quieres?
Había llovido y ¡olía más bien! Yo respiraba muy fuerte, muy fuerte, y casi se me saltaban las lágrimas de alegría…