Se iba acercando el día de mi santo, y nadie decía nada. Papá y mamá están tan lejos, que se les habrá olvidado; doña Benita no sé dónde está…
¡El año pasado me regalaron diez perritos! Este año nadie me regalará nada, y será un día como todos…
¡Estoy sola y nadie me quiere!
¡Me entró una lástima de mí!…
—¿Qué le pasa a usted ahora? —me preguntó la madre Loreto.
—Estoy muy triste… Va a ser mi santo, y estoy sola…
—Dios Nuestro Señor es nuestro Padre, y no nos abandona nunca. Encomiéndese a Él.
Yo lo que quería era un regalo, aunque fuera chiquitín, y le escribí una carta explicándoselo: «Señor mío Jesucristo: Este año estoy sola, y no tengo quién me regale nada el día de mi santo. Regálamelo Tú, que eres mi Padre. A María Luisa le trajo su abuelita un oso, y a Josefina le han regalado un juego de cacerolas. Yo me conformo con lo que Tú quieras mandarme. Señor mío Jesucristo, te quiere mucho. «Celia». «P.D.— Hace ya muchos días que soy buena».
Lo escribí en un papel de color de rosa; pero no tenía sobre y fui preguntando a todas:
—¿Tienes un sobre?
—¿Para qué?
—Para escribir una carta.
—¿A quién?
—¿A ti qué te importa?
—¡Huy, qué niña! Si ya sé que es para Conchín.
—Mentira.
—¡Verdad! Ayer te estaba escribiendo ella.
—¿Y tenía sobres?
—¡Claro! Con una estampa encima…
El caso era que yo estaba regañada con Conchín…
—Oye, Conchín: ¿te juntas conmigo?
La tonta me volvió la espalda.
—Si te juntas conmigo, te diré un secreto muy grande que no sabe nadie…
—¿Qué es? Sí me junto… Eres tú la que ya no quiere a nadie más que a María Luisa.
—¡Qué tonta! ¡Y a ti!
—Pero a ella más.
—No lo creas… A las dos igual.
—¡Pues no quiero! Antes me querías a mí más.
—Y ahora… Fíjate: a ti te voy a decir un secreto si me das un sobre, y a ella no le diré nada.
—Bueno. Toma el sobre y dímelo —y me daba un sobre roto.
—No; éste no lo quiero. ¡Si tú supieras para quién es!… Tiene que ser el más bonito que tengas…
—Si te lo doy, ¿me dirás el secreto?
—Y toma y daca…
Me dio un sobre con un perrito pintado, que estaba muy bien, y yo le dije para lo que era.
—No se lo dirás a nadie, ¿eh?…
—A nadie, a nadie. ¿Cómo te mandará el regalo Nuestro Señor?
—Con el cartero, creo yo.
En el sobre puse, con letra muy clara: «Para Nuestro Señor Jesucristo, de Celia».
Y al otro día, cuando salimos de comulgar, me quedé escondida detrás de la capilla de la Virgen.
—¡Chist! ¡Lamparón! ¿Me quieres echar esta carta, y te doy un lápiz encarnado?
—¿Para quién es?
—Míralo…
—¿Para Nuestro Señor?… ¡Anda qué gracia! ¡Como que va a llegar!
—Pues sí que llegará. Todas las cartas llegan. ¡Me ha escrito papá una carta desde Pekín, y ha llegado!… Y ya ves tú si está lejos…
—¿Y qué? Más lejos está el cielo…
—No está más lejos… Y además, está encima…
—Pues mándala con un globo…
—No, no; tú échala al correo.
—¿Al correo? Pa mí que sería mejor echarla al buzón de las ánimas, a ver qué pasaba… Además, no tiene sello.
—¡Hijo, eres tonto! ¿Para qué quiere un sello Nuestro Señor?
—Bueno; pues dame un lápiz y ya veré yo… ¡A ver si me vas a meter en un lío como el de San Pedro!
—¡Que la eches con cuidadito! ¡Que no la pierdas! ¡A ver si manchas el sobre con los dedos!
Desde aquella mañana soñaba yo todas las noches con el regalo.
Cuando me fui a confesar, me pareció que don Restituto sabía algo…
¡Ese tonto de Lamparón!…
—¿Cuándo es tu santo? —me dijo.
—Pronto. El día de Santa Cecilia.
—¿Esperas muchos regalos?
—Uno solo… Me lo traerá el cartero.
—¿Estás segura?
—¡Ya lo creo! Segurísima. Hace muchos días que soy muy buena.
—¡Cuando tú lo dices!…
Llegó el día de mi santo y no había podido dormir por la noche… En clase no entendía nada… De pronto se abrió la puerta y apareció la madre María de las Nieves, que me miraba sonriendo.
—Que salga, Celia… El cartero ha traído un paquete para usted…
¡Cómo me latía el corazón! ¡Si casi me dolía!…
En el zaguán estaba don Restituto, con un paquete lleno de sellos en las manos.
—¿Era esto lo que esperabas?
—Sí, señor…
Quería desatarlo y no acertaba, de nerviosa que me había puesto. La madre me trajo unas tijeras y corté las cuerdas… Apareció una muñeca preciosa. ¡Con una carita!… ¡Como que ha venido del cielo!
—¡Preciosa, rica, cielo, corazón! ¿Cómo te llamas tú? ¡Ay, hija de mi alma!
—Bueno, bueno. ¿Pero quién te manda eso? —dijo don Restituto.
—¡Nuestro Señor Jesucristo!
—Bien; pues guarda el secreto. No conviene que se enteren las demás niñas, porque cundiría el ejemplo y no sé lo que iba a ocurrir… Aquí también hay unos caramelos que deben de ser para ti…
Al otro día escribí dando las gracias: «Señor mío Jesucristo: La muñeca es preciosa, y se llama Celinda, porque ha venido del cielo. Otra vez no mandes nada fuera del paquete. El cartero es un bribón y se ha comido la mitad de los caramelos. Además ¡qué malos eran los caramelos! Los han debido de comprar sin que Tú te enteres. Voy a ser buena una semana entera. Celinda y yo nos ponemos de rodillas y te besamos los pies. «Celia»».