Sin pies ni cabeza

Lo de la iglesia fue más de lo que yo creía. Se ha ahumado toda y se han chamuscado las colgaduras. Me lo ha dicho la madre San José.

—Ya te puedes preparar. La madre superiora sabe que tú has tenido la culpa, y hoy va a subir a verte…

—¿Hoy? Pues precisamente hoy voy a empezar a estudiar ya.

Puse junto a la ventana todos los libros, y en cuanto sentía pasos estudiaba a gritos, metiendo la cabeza en el libro.

—¡Celia! —oí decir—. ¡Era la madre superiora!

—¿Qué? Estoy estudiando… Siéntese en esa silla…

—¿Pero qué respeto es ése? ¿No ve usted que soy yo?

—¡Ah! Pues siéntese en dos sillas…

—¡Es usted una niña muy mal educada! Está haciéndose odiosa a todas las madres…

—¡Pues yo las quiero a ellas! A la madre Isolina la quiero mucho, y a la madre San José…, y hasta a la madre Loreto…

—¡Hay que querer a todas lo mismo en el Sagrado Corazón!

—¡Claro! Pero como no me quieren a mí… No hacen más que reñirme…

—¡Cierre esa ventana, que hace en la capilla mucho frío!

—Bueno, la cerraré… Ya verá cómo, aunque la cierre, sigue haciendo el mismo frío en la calle…

Cuando me volví, la superiora se había ido… ¡Se había enfadado!

A los dos días trasladaron del convento a la madre Isolina, y se fue…

Ni siquiera me dijo adiós… ¡Ha sido por mi culpa! Por decir que la quería mucho…

He estado tres días sin comer, de pena…, y pensaba estar siempre; pero no he podido, de hambre que tenía.

En lugar de la madre Isolina ha venido otra madre jovencita, que se llama María de las Nieves.

Y a ella le han encargado lo del arreglo de la iglesia. Porque había que arreglarla antes del santo de la madre.

Yo ya estoy buena del todo. Voy a clase, estudio en el jardín y como en la mesa con todas. Pero la madre no me mira siquiera…

El día de su santo nos pusimos muy elegantes, desde por la mañana, para bajar a la misa.

La iglesia estaba toda blanca y nueva. Al entrar, todas las niñas volvieron la cabeza a mirarme, y se reían…

Bueno; ¡siempre tengo yo la culpa de todo!

Luego nos dieron el desayuno con bollos, y entramos todas a felicitar a la madre.

Una por una le fueron besando el rosario. Y ella les decía que fueran aplicadas, que fueran siempre buenas… Yo no me acerqué.

—Celia ¿qué es eso? Todas las niñas me felicitan y usted no…

¡Qué alegría! ¿Así es que no estaba enfadada conmigo?

—Madre… ¡Es que creí que habíamos regañado!

No dije más; ¡y cómo se enfadó!

—¿Pero qué falta de respeto es ésta? ¡Salga usted inmediatamente! Hoy no tomará parte en la recreación.

Salí al jardín. Estaba muy triste; pero no quise llorar, porque en seguida se me llena la cara de chafarrinones.

La madre María de las Nieves andaba de un lado para otro.

—¿Qué ha hecho usted?

—Nada.

—Algo habrá sido… No entre ahora en el salón, que lo estamos arreglando… ¡Dios mío, creo que voy a perder la cabeza con este jaleo!…

Se fue y la perdió. Lo supe por la tarde. Como estaba castigada, me pasé todo el día en el jardín, y oí hablar a dos madres, que decían:

—Ha sido demasiado para ella sola… Entre el salón, la iglesia y el refectorio, ha perdido la cabeza… Veremos lo que dice la madre ahora, al ver el estropicio.

No podía yo figurarme cómo estaría sin cabeza la madre María de las Nieves.

Y como no tenía otra cosa que hacer, me puse a buscarla entre las matas y los rosales.

María Luisa vino a verme, cuando se acabó la recreación.

—¿No sabes lo que ha pasado? Se ha roto la araña grande y ha caído sobre el altar de San José… ¿Y tú qué haces?

—Buscar la cabeza de la madre María de las Nieves, que se le ha caído.

—¡Huy! ¿Sí? ¿La has visto tú después?

—No. ¡No podrá andar sin cabeza!

—¿Pero cómo lo sabes?

—Porque se lo he oído decir a las madres… Búscala en el salón, tú que puedes entrar.

—¿Y si se la han comido los gatos?… He visto a la «Rabona» comiendo no sé qué.

Corrí detrás de la gata, pero se metió por la ventana del sótano… No llevaba nada en la boca…

Hacía frío, y subí al cuarto de arriba. En la escalera me encontré con doña Merlucines.

—¿Adónde vas? ¿Qué tienes tú que hacer aquí?

—Estoy castigada, y no sé dónde estar…

—No, pues en mi cuarto no entres, que luego me lo revuelves todo.

Llevaba un paquete escondido debajo de la toquilla. Se metió apresuradamente en su cuarto y cerró la puerta.

Yo miré por la cerradura, y vi cómo guardaba el paquete en su baúl.

Bajé otra vez. Vi luz en el despacho de la madre superiora, y miré dentro. Estaba de espaldas a mí.

Abrí la puerta y la volví a cerrar, y otra vez a abrirla y a cerrarla otra vez.

—¿Quién anda ahí? —dijo la madre—. Que salga o entre, y no moleste más.

Entonces entré y me quedé callada, esperando que me dijera algo. ¡Como se enfada en seguida!… De pronto se volvió.

—¿Qué hace ahí? ¿No le he dicho que no la quiero ver? ¿Quién le ha dado permiso para entrar?

—La madre me ha dicho que pase… Yo venía a pedirle perdón…

—¿Está de veras arrepentida?

—Sí… Y a decirle que ya sé dónde está la cabeza de la madre María de las Nieves. La tiene doña Merlucines en su baúl.

—¿Pero qué está usted diciendo, criatura? No tengo más remedio que escribir a sus padres dándoles cuenta de su mal comportamiento…

La madre salió a la galería y me hizo salir a mí. Vino la madre Loreto, hablaron y me acostaron sin cenar…

Por inventar mentiras y faltar al respeto a las personas mayores…