Cuando aún estaba mala, tomaba el sol en la galería que da a la plaza y me entretenía viendo pasar a la gente. Todos los días venía un viejecito, lleno de rotos, con barbas blancas, y un perro cojo.
Se sentaba junto a la puerta de la iglesia, y allí estaba, rasca que te rasca, mientras pedía limosna.
—¡Chist! ¡Chist! —le llamaba yo.
Un día me hizo caso.
—¿Qué quieres? ¿Me vas a echar algo?
—Soy Celia. ¿Eres tú San Pedro?
Me dijo que sí, y luego alargó el plato que tenía en la mano, para que le echara dinero.
—¡No tengo! Cuando me traigan la comida, te guardaré el postre…
Todo, no, porque me gusta mucho; un poquito.
Por la tarde le tiré media manzana envuelta en un papel.
Llovía mucho, y cuando anocheció, el viejecito seguía allí con su perro; y los dos empapados de agua.
—Vete, San Pedro, que te vas a constipar…
Me contestó muchas cosas; pero como tiene tanta barba, y la boca escondida detrás, pues no se le oye.
Sólo le entendí que no tenía dinero y que no podía pagar la posada.
Por la mañana había estado a verme doña Merlucines, y se dejó en su silla un pañuelo con un nudo en la punta y perras dentro. Se lo eché a San Pedro.
—¡Dios te bendiga, hermosa! ¡”Pilatos”, salta por ella!
Y el perro dio una voltereta en el aire… Les eché besos con la mano y se fueron.
Luego vino doña Merlucines a buscar el pañuelo.
—Se lo he dado a San Pedro.
—¿A San Pedro?
—Sí, a San Pedro y a «Pilatos», porque estaba lloviendo.
¡Cómo se enfadó! Dijo que yo era una embustera y una ladrona, y que se lo iba a decir a la madre.
No le hice caso. Había salido el sol por entre una nube, y yo me entretenía en verlo a través de mis manos.
¡Se me han quedado tan delgaditas!
—Pero ¿es que no me contestas?
—Yo le devolveré a usted el dinero.
—Sí, no sé cómo me lo vas a devolver.
—Pues yo sí. Cuando esté buena, pediré un día limosna en la puerta de la iglesia, y le daré lo que me den.
—¡Qué disparates!
—¿Que no lo hago? Pues venga usted a la puerta a pedir conmigo, y lo verá.
—¡Corriendo!… Como que yo voy a pedir limosna contigo en la puerta de la iglesia…
—Entonces tome usted este plato y pida sola…
Se fue furiosa, y al día siguiente no vino y se lo contó a la madre.
—¿Qué historia es esa de San Pedro? —me dijo la madre Loreto, cuando vino a verme.
—No es ninguna historia. San Pedro es ese viejecito que está allí con el perro cojo…
—¿Aquél que está sentado en la piedra? Pues yo no veo que sea cojo el perro…
—Es que sólo cojea cuando anda…
—¡No diga tonterías! ¿Y por qué le ha dado un dinero que no era suyo?
—Porque mío no lo tengo.
—¡Virgen Santísima! ¡Ya empieza usted a darnos disgustos!
Y a la hora de comer no me dieron postre, en castigo; pero un poco más tarde vino una hermana lega con tres nueces.
—¡Me lo ha dado para ti el Ángel de tu Guarda!
—¡Y tú te has comido la mitad, porque siempre me dan seis!…
—¡Que Dios te perdone el mal pensamiento!
Estoy segura de que se las ha comido; pero luego, con decir eso con la voz muy gangosa, ya está…
También se las di a San Pedro, y me quedé sin postre.
Lamparón y Pronobis me hablaron desde la plaza.
—¿Ya estás buena?
—Sí…
—¿Cuándo empiezas a hacer diabluras?
—Pronto. Escuchad. ¿Conocéis a San Pedro?
—¡Anda ésta!
—Sí; es ese viejo que pide limosna en la puerta…
—¡Ah! El tío borracho de las barbas… ¿Qué le quieres?
—Debíais dejarle dormir en la iglesia.
—¡Ni más ni menos!
—Es que no tiene casa… ¿No ves que es San Pedro?
—¿Te lo ha dicho él?
—Sí. Si le dejáis dormir dentro esta noche, que va a llover, mañana os regalo una caja de estampas.
—Es poco…
—Y una pluma estilográfica…
Se miraron los dos y hablaron bajo.
—Bueno, pues sí; pero nos las tienes que dar ahora.
—No, mañana.
—Bueno. Y ahora, ¿dónde buscamos al viejo? Vamos a cerrar la iglesia.
—Estará en la taberna —dijo Pronobis—. ¡Allí está siempre!
—No lo busquéis. Él vendrá cuando empiece a anochecer. Duerme en la puerta de la iglesia.
Aquella noche dormí más tranquila.
Oía llover, y pensaba que San Pedro estaría durmiendo junto a la estufa de la capilla grande…
De pronto me desperté asustada.
Tocaba la campana del jardín, y corrían por la escalera. La madre San José pasó corriendo junto a mi cama, y le oí decir: «¡Jesús mío, ten misericordia de nosotras!».
—¿Qué pasa, qué pasa?
Nadie me contestó; pero oí cuchichear en la galería:
—¡Hay fuego en la iglesia! Ha venido Juanón a avisar.
—¡Las llaves! ¿Dónde están las llaves? Que vayan a buscar las llaves.
Me asomé a la ventana de la galería y vi humo en el jardín…
La madre San José vino a mí corriendo.
—¿Qué haces aquí? Anda, anda a la cama…
Y me hizo acostar.
Al otro día, la iglesia tenía ahumadas las ventanas; pero no se le había roto nada… Me atreví a preguntar:
—Diga, madre, ¿qué ha pasado en la iglesia anoche?
—¡Más te vale callar! Miguelito lo ha confesado todo, y figúrate cómo está la madre superiora contigo…
—¿Quién es Miguelito?
—De sobra lo sabes: un monaguillo.
—Será Lamparón.
—Pero ¿en qué cabeza cabe dejar a ese hombre borracho en el cuartejo que está junto a la iglesia?
—¡Ah! Yo le dije que lo metieran dentro, para que se calentara en la estufa… ¡Qué tontos!
—¿Pero es que te parece poco lo que ha pasado? ¡Eres insoportable! ¿No ves que ha prendido fuego con el cigarro y ha podido quemarse toda la iglesia? ¡Dios mío, qué disgusto! Con sólo asomar la cabeza fuera de la ventana, ya nos has proporcionado a todas un trastorno horrible. En fin, ya verás, ya verás… ¡Claro que no eres tú sola la que tiene la culpa!
—¿Cómo le vamos a dejar que se moje, si es San Pedro?
—Él, San Pedro, y tú, el diablo… ¡Dios me perdone!
¡Qué enfadada está conmigo!
Ya no he vuelto a la galería a tomar el sol…