¡Qué aburrido es estar mala! Todo el cuerpo me dolía ya de estar en la cama, cuando me dijeron que me iba a levantar. Pero al día siguiente me puse peor, y ya no me levantaron. Ni al otro, ni al otro.
Doña Benita ya no me cuidaba. Se había tenido que ir muy lejos a cuidar a una hija suya.
La madre San José estaba siempre cosiendo junto a la ventana, y sólo se acercaba a mí para darme la medicina.
Tampoco las niñas venían a verme.
Ni siquiera María Luisa, que es mi amiga.
—Madre, ¿por qué no vienen a verme las niñas?
—Porque se les ha prohibido por miedo al contagio. Pero todos los días preguntan por ti, y la madre Consuelo les dice, antes de empezar la clase, cómo has pasado la noche.
—A mí no me importa que pregunten por mí… Yo quiero que vengan a verme…
—Bueno, bueno. Toma la medicina, y a ver si eres razonable.
Todas las mañanas, muy temprano, entra un rayo de sol en la enfermería.
Primero da en un rincón, después se va corriendo hacia el cuadro del Ángel de la Guarda, y el Ángel se ríe…
Luego, despacito, despacito, se pone en mi almohada y se sube a mi cara.
Está caliente y suave. Tengo que cerrar los ojos, y entonces todo lo veo de color de rosa. En seguida me acaricia las manos y se baja a los pies de la cama; después se echa al suelo y se va…
—¡Adiós, hasta mañana! —le digo.
—¿Con quién hablas? —dice la madre.
—Con el rayo de sol. Ya se ha ido. ¿De dónde viene?
—De muy lejos.
—¿De Pekín?
—Justo, de allí mismo.
—¿Habrá visto a papá y a mamá?
—Seguramente. Ahora se va a visitar a todos los niños que están enfermos como tú. Dios es misericordioso…
—¡Ah! ¿Es que Dios le manda que venga?
—¡Claro! Nada se hace sin su voluntad.
¡Qué cosas! Desde entonces lo esperaba todas las mañanas para preguntarle de dónde venía y si había visto a papá.
—Buenos días. ¿Vienes muy cansado? ¡Si vieras! Yo también lo estoy.
No he dormido nada, nada. ¡Está la almohada tan dura! ¿Has visto a papá? ¿Qué dice? ¿Va a venir a buscarme?
Una mañana me dormí, después de esperarlo mucho tiempo, y aún estaba dormida cuando llegó.
De pronto sentí que me besaba y abrí los ojos… Los tuve que cerrar en seguida, porque me daba el sol en ellos.
—Madre San José, ¿quién me ha besado?
—Nadie. ¿Quién te va a besar?
¡Es verdad! Desde que se fue doña Benita, nadie me besa. Las madres no saben.
—Pues entonces me ha besado el rayo de sol…
—Es posible.
Yo le di cuatrocientos besos…, hasta que se fue por la cama abajo y se cayó al suelo.
Aquel día fue el primero que, por encontrarme ya mejor, me levanté.
Por la noche estaba tan cansada, que cuando me puse a rezar las oraciones me quedé dormida.
—Celia, contesta, que te duermes —decía la madre.
—¡Es que tengo un sueño!
—Vamos, que ya nos falta poco.
Hice todos los esfuerzos para seguir con los ojos abiertos; pero se me cerraron tantas veces, que una de ellas ya no los abrí…
Por la mañana me desperté muy temprano para esperar el rayo de sol.
Había poca luz en la enfermería, y creí que aún faltaba mucho para que llegara. Esperé, esperé…
—Madre, ¿es que no viene el rayo de sol?
—No, hoy no lo esperes. Está lloviendo.
¡Qué pena me dio! No lloré porque estaba sola… Cuando vino la madre con el vaso de leche, me volví de espaldas.
—Vamos. ¿Qué te pasa?
—Estoy enfadada con el rayo de sol…
—Sí, puedes estarlo… Después que tú has tenido la culpa, por no rezar anoche…
Toda la mañana estuvo muy oscuro, y a mediodía empezó a tronar.
—Madre, levánteme.
—No, hoy no hace día para que estés levantada.
¡Daban unos truenos! De pronto dio un relámpago que iluminó toda la enfermería, y luego un trueno horroroso… Temblaron todos los cristales.
—¿Qué ha pasado?
La madre salió a la galería, y supe que había caído un rayo en la torre.
—¿Es el rayo de sol, madre San José?
—¿Qué dices, criatura? Parece que estás siempre delirando…
Por la tarde vino a verme la madre superiora. ¡Ya se lo habían contado!
—¿Cómo se encuentra usted?
—Bien… Muchas gracias.
—Ya dentro de unos días podrá asistir a clase… No olvide ahora rezar sus oraciones en acción de gracias.
—Es que anoche tenía mucho sueño. Ya no volverá a ocurrirme…
—¿Se ha asustado usted mucho con la tempestad?
—¡Mucho!
—¿Ya sabe usted que se ha estropeado la torre?
—Sí, madre.
—Debemos estar siempre prevenidos… «Velad y orad para que no caigáis en tentación».
No me dijo más; pero debía de estar muy enfadada… Yo me eché a llorar.
—¡No llore usted! ¿Es que se encuentra peor?
—No, no es eso…
—¡Vaya, nada de mimos! Esta enfermedad puede ser de grato fruto para su alma. En estos últimos tiempos me ha dado usted muchos disgustos, y es preciso que ahora se regenere…
Me pasé el día rezando.
La madre San José me contó que el rayo había roto muchas tejas de la torre. Después había bajado por un alambre y se había caído al pozo.
—Y ahora, ¿dónde está?
—No sé…
—¿Estará en el infierno?
—Es posible.
—Entonces es que Dios lo ha castigado por no venir a verme esta mañana. ¡Pobrecito rayo de sol!
—Vaya, a callar… Todo cuanto se te dice sirve para trastornarte esa cabeza loca…
No podía dormir, pensando en el pecado tan grande que había hecho con no rezar.
Y por la mañana no quería abrir los ojos. ¿Para qué? ¡No había rayo de sol! Me volví de cara a la pared.
Y me estaba durmiendo cuando sentí un calorcito en el cuello… ¡Era él!
—¡Madre San José! ¡Ya está aquí, ya está aquí, ha salido del pozo!
—¡Calla! ¡Pero no grites de ese modo!…
¡Qué contenta estaba! El rayo de sol calentaba más que nunca.
Me pasó por los ojos, por la frente, por las manos.
Y ya ha vuelto todos los días.