Lo que me pasó fue horrible. Acababa de confesarme de nada, porque aquellos días había sido muy buena, y salí de la sacristía.
En la ventana que está sobre el arca grande veía yo la colmena pegada a la pared.
Me subí al arca, abrí la ventana y me senté sobre el alféizar… Hacía mucho sol, y las abejas iban y venían muy contentas alrededor de mí.
Con mucho cuidado despegué la colmena de la pared… Las manos se me llenaron de abejas, y todas las que volaban se me vinieron a los ojos…
¡Madre mía, lo que me pasó! Di un grito y ya no vi nada…
Sólo oí chillar a Lamparón:
—¡Condenada chica! ¡Que la matan las abejas!
Sentí que me golpeaban la cara y que me cogían…, y me parece que era don Restituto el que me llevaba… No me acuerdo de lo que ocurrió después; pero al despertarme sentí que estaba en la cama y que tenía la cabeza envuelta en trapos, como María Luisa.
¡Ya me había castigado Dios!
¡Cómo me dolían la cara y las manos!
¡Además, me había quedado ciega!…
Me eché a llorar…
—Vamos, Celia, que no es nada. ¿Por qué lloras?
Era la madre San José.
—¡No veo!
—¿Qué has de ver? Tienes los párpados como puños… ¡Buena te han puesto las abejas! ¡Pero tú tienes el malo en el cuerpo!
—¿Me han comido los ojos?
—No, hija; no te apures. Esto no es nada.
Después me dejaron sola. Yo tenía un calor muy grande, que me abrasaba… Sentí que me iban naciendo patas por el cuerpo… Primero tuve cuatro; luego, seis; después, ocho… Eran muy largas y se salían de la cama… ¡Y me dolían! ¡Dios mío, cómo me dolían!
Cambiaba de postura veinte veces para colocarlas mejor, y no podía.
¡Eran tantas!
Oí hablar al médico, y todas las patas se deshicieron. Sólo me quedaban mis dos piernas, que me quemaban…
—¿Qué te duele?
—Las piernas… Antes me dolían las ocho patas…
—¿Qué dices? A ver si te estás quieta mientras te pongo el termómetro…
Me movieron de un lado para otro…, me quitaron y me pusieron otros trapos, y se fueron.
Y otra vez me volvieron a salir las ocho patas… Tan largas, que me arrastraban hasta el suelo…, y tan duras…
«¡Dios mío, me he convertido en un cangrejo!», pensaba.
Oía quejarse a mi lado, con unos lamentos que se metían en la cabeza y me la hinchaban… Ya la tenía llena, y daba con la frente en el techo…
De pronto sentí que estaba dentro del agua y oí hablar a la madre San José.
—Madre, ¿es verdad que soy un cangrejo?
—Casi, casi. Como un cangrejo cocido sí que estás de encarnada…
—¿Y tengo ocho patas?
—¿Ya estás inventando cuentos?
—¡Madre, dígame la verdad!
—Pues la verdad es que Celia es más mala que un dolor, y que no hemos salido de un susto cuando nos metes en otro.
—¿Por qué estoy en el agua si no soy un cangrejo?
—Porque ha mandado el doctor que te demos un baño… A ver si luego descansas y te duermes.
—¡No puedo! Se están quejando siempre a mi lado…
—¡Pero si eres tú la que te quejas!
—¡Que venga doña Benita! ¡Yo quiero que me cuide doña Benita!
¡Cogí una perra!
—¡Que venga doña Benita! ¡Quiero que me cuide doña Benita!
—¿Esa pobre señora que tiene mal la cabeza? No sé si querrá la madre… Vamos, calla y toma la medicina…
—¡No! ¡Que me la dé doña Benita!
¡Qué días pasé! Nunca sabía si era de día o de noche, y sólo pensaba en que viniera doña Benita.
Al fin, vino. En seguida que me tocó la frente por encima de la venda la conocí.
—¿Eres tú doña Benita?
—¡Hija de mi alma! ¿Qué te han hecho estas bribonas?
—¡Chist, calla! ¿No ves que te van a echar? Nadie me ha hecho nada. Es que me han picado las abejas… Vienes a cuidarme, ¿verdad?
—Sí, hija mía. De aquí no me sacan ni a rastras…
—¡Qué bien! ¿Sabes que estoy muy malita?
—No sé nada… Aquí nadie dice nada…
—Pues sí… Ya estoy mejor porque estás tú aquí…
—¡Tesoro mío!
—Ahora rezaremos juntas, y me ayudarás a hacer testamento por si me muero.
—¡Ay, no digas eso; no!
Y doña Benita se puso a llorar y tuve que consolarla…
—¡Eres tonta! ¿No te acuerdas cómo lo hizo la abuelita? Y tú, ¿no me has dicho que lo llevas siempre contigo?
—Sí…, pero no es igual…; no, no es igual… ¡Ay, ay, ay!
Hasta que se cansó de llorar no pude convencerla.
Después lo hicimos.
Ella lo escribió y puso el principio y el fin. Yo le dicté lo demás.
“Yo, Celia, con toda mi razón y dos años más, hago el presente testamento para repartir mis bienes: “A María Luisa, todos mis libros, y el perrito de china con la cesta en la boca, y el lazo del pelo.
“A la madre Isolina, todos mis vestidos, menos el azul, que es también para María Luisa, y la medalla del Ángel de la Guarda, porque siempre que paso por su lado me acaricia la cara.
“A la madre San José, la cajita de las hebras de seda, con lo que tiene dentro, por lo bien que me ha cuidado.
“A Conchín, mis zapatillas y el gatito de porcelana. Le falta una pata; pero se le puede pegar.
«A doña Benita, mi dedal de plata, el alfiletero, el papel secante y la cajita de plumas…».
Aquí nos paramos un rato, porque doña Benita rompió a llorar con unos hipidos, que vino la madre San José.
—¿Qué pasa? ¿Qué escribe usted? ¿Es que está escribiendo a los padres de Celia? No lo haga sin permiso de la madre…
—Supongo que en mí no mandará la madre superiora…
—¡Cállate, doña Benita! —le dije, porque estaba viendo que iba a armar otro jaleo como el del domingo.
—Si tiene usted tanta curiosidad por saberlo, sepa que estoy escribiendo el testamento de Celia, y que este ángel de Dios se acuerda de ustedes, aunque no lo merecen…
—¡Jesús mío! ¿El testamento? ¡Pero son ustedes dos criaturas!… ¡De los inocentes es el reino de los cielos!
Y se fue. Nosotras continuamos: “A la madre Loreto, aunque gruñe mucho, un pedazo de puntilla que tengo en la caja de los alfileres y la goma de borrar.
“A Josefina, veinte céntimos y dos sellos de Francia. También puede coger la cinta azul, que está muy arrugada; pero si la plancha, se quedará bien.
«Y después de repartir mis bienes, pido perdón a todo el mundo por lo mala que he sido, y me despido hasta el día del juicio final. Amén».
Doña Benita volvió a llorar.
—¡Vamos, cállate y llévame la mano para que firme, porque no veo!
Aunque me parece que ya no me muero, me alegro de haber hecho testamento…