Cuando me confesé con don Restituto, se lo conté todo, llorando. Porque cada vez que me acuerdo de mi libro con tapas de piel me pongo a llorar.
—Vaya, no llores más —me dijo—. Ya no tiene remedio, y María Luisa está arrepentida de haberlo echado al pozo. Ahora es preciso que te arrepientas tú de haberle tirado la piedra a ella. Tú no querías hacerle daño, ¿verdad?
—Sí, padre… Quería romperle la cabeza, por ladrona…
—¡Válgame Dios! Pues eso es muy grave. ¿Tú sabes que has cometido un pecado mortal?
—Sí, padre.
—¿Y que si ahora te murieras irías al infierno?
—¿Y María Luisa iría también?
—No; ella, no. Su pecado no es tan grande como el tuyo.
—¡Ah! ¿Conque no? Pues ya le diría yo a Nuestro Señor…
Me pareció que don Restituto se reía. Puse un ojo contra la rejilla, y vi que sí, ¡que se reía!
—Pues no tiene gracia.
—¿Qué estás diciendo? Reza el acto de contrición, y vamos juntos a ver a María Luisa.
En cuanto acabamos de rezar los dos, me llevó de la mano a la enfermería. ¡Yo temblaba!
Abrió la puerta, y vi junto a la última cama del rincón una viejecita sentada, que nos estaba mirando…
—¿Quién es? —dije, intentando volverme atrás.
Pero don Restituto tiró de mí.
—Es la abuelita de María Luisa, que está cuidándola.
Entonces vi a María Luisa, muy pálida, que levantaba la cabeza vendada para mirarme.
¡Ay, qué pena me entró! Me caí de rodillas y apreté la cara contra su cama, llorando a gritos…
Todos se callaron. ¡Claro! ¿Qué iban a decir? ¿Quién iba a tener lástima de mí, siendo tan mala?
De pronto sentí que me acariciaban la cabeza… y que me quitaban el pelo de los ojos unas manos suavecitas…
¡Era María Luisa! ¡Se había sentado en la cama y me acariciaba!
Y ya no pude más… Corrí a la clase, saqué de mi pupitre los libros más bonitos y se los eché sobre la cama a María Luisa.
—Toma, para ti…, para ti todos.
Para que los tires al pozo.
La madre San José se reía.
—¡Pero esta Celia es una locatis!
Don Restituto me hizo sentar en una silla, junto a la cama.
—¿Quieres quedarte con tu amiga?
—Sí, señor.
—Bueno, pues aquí te dejo. No la marees mucho, ¿eh?
Se fue y me quedé con María Luisa y su abuelita.
Pasamos contando cuentos toda la tarde, hasta que la madre Loreto vino por mí para llevarme al despacho de la madre superiora.
—Ya sé que está usted arrepentida, y lo celebro. Pero como necesita usted hacer ejercicios de paciencia, copiará treinta veces la primera página de un libro. El castigo de su pecado lo dejo en manos de Dios.
¡Me entró un susto!
Y desde el otro día empecé a copiar la «Imitación de Cristo».
Hasta que lo vio don Restituto.
—Es mejor que copie otra cosa. Esta chiquilla tiene demasiada imaginación y se nos va a atemorizar… Que copie «El Quijote para niños», que está en la biblioteca.
He estado copiando no sé cuántos días. Ya estaba aburrida…
Casi no tenía tiempo de ver a María Luisa…, y ahora la quiero mucho.
—No te hemos visto en toda la mañana —me decían.
—Como que he estado escribiendo «El Quijote». Ya acabo pronto…
La madre San José me advierte siempre:
—¿No se te ocurrirá traerle ninguna porquería de comer a María Luisa?
Pero ella, que es muy golosa, quería un caramelo. Y se lo llevé muy limpito. Hasta bencina le di. No lo pudo comer, de mal que sabía.
La abuelita es muy buena y me quiere mucho. Algunas veces me deja que tenga el plato mientras María Luisa bebe la leche…
—Debíamos hacer juntas una novena a la Virgen del Carmen por haber salvado a mi nieta —me dijo—. Pídele a las madres el libro de las novenas.
—No, no. Es mejor que nosotras digamos a la Virgen lo que queramos.
¿Qué sabe el libro lo que le ha pasado a María Luisa? Yo escribiré cada día lo que vamos a decir.
Así lo hemos hecho, y la abuelita está encantada. Se lo cuenta a todas las visitas.
—Esta niña es Celia. Es lindísima. Ha escrito una novena a la Virgen del Carmen, preciosa. También ha escrito un libro de aventuras y «El Quijote».
Nunca dice que soy yo la que tiró la piedra. Si lo dijera, pasaría mucha vergüenza…
Unas señoras que vinieron a ver a María Luisa me dijeron:
—¿Eres tú la que ha escrito «El Quijote»?
—Yo misma.
—¡Pues es un libro muy nombrado! También nos han dicho que escribes novenas. A nosotras nos hacía falta que escribieras una para San Pascual Bailón. Mi hermana tiene mucho miedo de morirse sin saberlo.
¡Me han traído frita con la novena!
Después he tenido que escribir otra a San Luis y otra a San Antonio…
Y luego han dicho que no era así como las querían… También doña Merlucines baja a la enfermería todas las tardes, y dice que me va a hacer buena.
—Estás arrepentida de lo que has hecho, ¿verdad?
¡Qué manía de hablar siempre de lo mismo!
—Dios, que está en todas partes, lo ve todo. Está en el jardín, en el convento, en tu casa…
—¡En mi casa, no!
—¿Cómo que no? En tu casa también.
—¡Pero como no tengo casa!
¡Ya estaba aburrida! Se lo dije a don Restituto:
—Si siguen viniendo esas señoras a ver a María Luisa, me vuelvo mala otra vez.
—¿Como es eso?
—Porque me entran deseos de tirarles una piedra…
—¡Criatura! Después que te han tomado por Cervantes… Mira, mira: más vale que no vuelvas a la hora de visita. Ya se lo diré yo a la madre superiora.
Y desde aquel día sólo voy un rato, después de cenar.
María Luisa tiene ya mucha hambre, y siempre me pregunta lo que hemos comido.
—Y de postre, ¿qué? ¿No coméis miel ahora?
—No; ahora no hay miel.
—¡Qué lástima! Lo que me gustaría a mí comer una cucharadita de miel…
—Pues yo te la traeré. Me sé una colmena, y la voy a coger mañana. ¿Sabes dónde está? En la ventana de la sacristía.
—¡A ver si te pican las abejas!
—¿Y qué? Si me pican no me importa, porque tú eres mi amiga.
—¿Más que Conchín?
—¡Mucho más!… Ya no me junto con ella…