Doña Benita y la madre superiora

En unos días no vi a María Luisa. Las niñas me dijeron que estaba en la enfermería, y que a mí me iban a llevar presa a la cárcel por haberla herido.

Una tarde, al salir de la capilla, me dijo la superiora, que está muy seria conmigo:

—El domingo, cuando venga a ver a usted esa señora anciana, le dirá que se quede después que se hayan ido las visitas. Necesito que me dé instrucciones sobre lo que hemos de hacer con usted…

—Bueno, ya se lo diré… Pero ella no dirá nada. La pobre no oye y hay que hablarle a gritos.

—Por eso no quedará. Me han de oír hasta las piedras…

No es verdad que esté sorda; pero yo creí que diciéndole eso no le diría nada.

Como si no. El domingo, en cuanto llegó doña Benita, le dijo una madre:

—No se vaya hasta que venga la madre superiora a hablar con usted.

—¿Qué me quiere decir? —me preguntó a mí.

—Pues que soy muy mala.

—Hija, eso ya lo sé yo… Le diré que ella está en el lugar de tus padres, y que yo me lavo las manos.

—¡Qué bobada! Creerás que no se lo figura… Si no te las lavaras, las tendrías sucias.

—No es eso. Le diré que te castiguen como quieran.

—¡Pues sí!… Mira, más vale que no contestes, porque está sorda como una tapia.

—¡Ah! ¿Está sorda?… Bueno, pues me callaré, y que diga lo que quiera…

—Eso has de hacer. Yo te contaré, mejor que ella, lo que ha pasado. Fue que una niña muy mala me robó aquel libro de piel que me regaló papá… Había escrito yo en él las aventuras de los titiriteros, y estaba tan contenta, pensando regalárselo a papá cuando viniera…

—¡Pero estás llorando, hija! ¡Vamos! ¡Quítaselo tú a ella!

—No puedo. Lo ha tirado a un pozo…

—¿Sí? Pues rómpele la cabeza…

—Eso he hecho.

—¡No!

—Sí, sí. Creo que la he matado…

—¡Hija de mi alma! Pero ¿qué has hecho tú?

—Pues eso. Lo que tú me has mandado que haga…

—¿Yo?… ¡Pero si yo no sabía nada!…

—Sí; pero en cuanto lo has sabido me has mandado que le rompa la cabeza.

—¡Eso no tiene que ver! Yo lo he dicho después.

—Porque no te lo conté antes… De todos modos, tú tienes la culpa… ¡Fíjate! Y ahora yo solita lo voy a pagar todo… Me han dicho que me van a llevar a la cárcel, y que me matarán…

—¡Hija de mi alma! ¿Pero quiénes son esos bribones que te van a llevar presa?

—Pues unos guardias.

—¡Madre del Amor Hermoso! ¡Vamos a escaparnos! ¿Quieres?

—¡Sí, claro! Te creerás que están las puertas abiertas.

—Pero ¿por qué has hecho eso, bribona? ¿No sabes que es un pecado muy grande?

—Tú me lo has mandado.

—¿Yo? Bueno, sí… Pero una dice las cosas sin pensar. ¿Cómo iba yo a creer…?

—Sí, sí… Discúlpate ahora… Y yo solita lo voy a pagar todo…

—No lo creas. Diré que he sido yo, que te lo he mandado…

Doña Benita está medio chocha, y ya no sabía lo que hablaba.

—Bueno, bueno; no grites. Lo que has de hacer es no contestar cuando te hable la madre superiora.

—¡Hija de mi vida! Hay que escribir a tus padres diciéndoles lo que pasa… Aunque allí, a Pekín, no deben de llegar las cartas, según creo…

—No, no llegan. Tú cállate, y nada más.

Al fin se fueron las visitas y vino la madre superiora. Doña Benita se levantó, y la madre le dijo a gritos:

—He querido que se quede usted para hablarle del comportamiento de Celia, que nos tiene muy disgustadas.

Doña Benita, en lugar de callarse, como me había dicho, gritó, furiosa:

—Lo que parece mentira es que una religiosa como usted tenga tan mal genio…

—¿Mal genio una servidora? ¿Y en qué lo ha conocido usted? —chilló la madre.

—¿Es que no lo estoy viendo? —gritó aún más fuerte doña Benita.

—Usted sí que parece que está excitada, señora —siguió diciendo a gritos la madre—. Sepa usted que Celia ha herido a una niña.

—¿Y qué? —chilló furiosa doña Benita, al ver que la madre le gritaba en el oído—. Se lo he mandado yo.

—¿Usted? ¡En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo!

—Sí, señora… Y no hay que hacer tantos aspavientos por una ladrona…

Y si se muere, que se muera; mi niña no irá a la cárcel…

Doña Benita estaba roja como un pimiento, de tanto gritar.

—Señora, usted no sabe lo que dice —le dijo la madre al oído.

—¡Más que usted, que es un basilisco!

—¡Dios mío! ¿Pero qué está usted diciendo?

—Lo que usted oye… Porque yo, cuando quiero que oigan, grito hasta reventar. Y a mí no tiene usted por qué chillarme al oído, ¿sabe usted?

La pobre doña Benita sudaba, lloraba y moquiteaba, todo a un tiempo.

Yo me fui a un rincón a reírme…

La madre Loreto vino al oír los gritos, y se quedó en la puerta, asombrada de lo que decían.

—Señora, si yo le grito es por su defecto, que no es mi costumbre gritar —dijo la madre.

—¡Ah! ¿Conque yo tengo defectos? ¿Es que usted se cree que es una santa? Pues no lo es, no, señora… Y usted no es quién para corregirme a mí.

—Ni lo intento.

—Lo que son ustedes son unas dominantonas, y en mí no manda nadie, gracias a Dios.

—Pero, señora… Yo creo que nos hemos desviado del asunto, y que ya no sabemos de qué estábamos tratando.

—Será usted la que no lo sepa, que yo, sí… Bien tranquila estaba yo con mi niña cuando ha venido usted a insultarme.

—¿A insultarla?

—Sí, señora, a insultarme, a insultarme, silbando como una víbora… Y a mí no me grita usted más…

—¡Válgame Dios! —dijo la madre superiora a la madre Loreto—. Esta pobre mujer tiene mala la cabeza. Vea cómo se la lleva de aquí, y convendrá que no vuelva a ver a Celia…

¡Cómo se puso doña Benita al oír esto! Pateaba como una furia.

¡Vaya un jaleo que había armado yo sin querer! La madre me sacó de la mano a la galería, y aún oí gritar a doña Benita mucho tiempo.