De vuelta de la novela

Ya han vuelto todas las niñas al colegio, y siempre están hablando del veraneo. Dice María Luisa:

—Yo me he bañado en la Concha. Todas las tardes hacíamos excursiones en el «auto». Un día vimos una ballena…

—Y yo he visto un elefante verde que era un príncipe encantado…

—¡Huy! ¿Sí? ¿Dónde estaba?

—Lo llevábamos nosotros en una jaula, para hacer títeres por los pueblos…

—¡Qué niña!… ¡Pero si has estado en el colegio todo el verano!

—No le hagas caso —dice Josefina—. Yo sí que me he divertido. Estuve en Biarritz y luego en París. Mi mamá se hizo amiga, en el hotel, de una princesa rusa…

—¡Vaya una bobada! Y yo he comido con el Sultán y la Reina mora, y estuve en el palacio de Herodes…

—¿Cuándo?

—Pues este verano. ¿No os lo estoy diciendo? Me fui a Belén…, y también he estado en el Paraíso… Había un león muy cariñoso que me llevó a su casa…

—¡Huy, qué niña! ¡Qué cosas dice! Eso es un cuento…

—No es cuento. Es un libro de aventuras que he escrito… No sé yo por qué ha de ser verdad todo lo que decís vosotras, y mi libro de aventuras, no.

Julita dice que ha ido a Mallorca, y que por las noches se asomó a ver el mar, cuando estaba en el barco, y lo vio lleno de escamas…

—No, tonta. Eran las colas de las sirenas… Yo he visto muchas. Una se llamaba Delfina y era amiga mía… Una vez estuve en el fondo del mar.

—¡Cállese en seguida! —dice la madre Loreto—. O deja usted esas fantasías o daré parte a la madre superiora.

Todas las niñas se rieron de mí, y desde entonces a la hora del recreo quieren hacerme contar lo que me ha pasado este verano, para burlarse.

Ya sé yo que las «Aventuras con los titiriteros» no han pasado nunca; pero ¿y qué? A veces lo que sueño creo que es verdad, y lo que me pasa me parece que lo he soñado antes… Además, lo que ha pasado no está escrito en ninguna parte y, al fin, se olvida. En cambio, lo que está escrito es como si hubiera pasado siempre…

Un día que estuvo a verme doña Benita le pregunté:

—Dime: ¿de veras, de veras, no hablé yo con los titiriteros que vinieron a la plaza?

—¡A Dios gracias!… Buen susto me diste con salir a la plaza después que me había dormido… Y bien tempranito te llevé al otro día al colegio.

—¿Te acuerdas lo que me quería «Culiculá», la cigüeña?

—¡Mucho! —dijo la madre Loreto, que siempre andaba escuchando lo que hablábamos—. En cuanto estuvo curada del ala y vio una bandada de cigüeñas que se iban a Egipto, levantó el vuelo y se marchó con ellas sin dar las gracias.

—Todos hacen lo mismo. Así hizo Delfina, y el elefante verde, y Carachupa, y hasta Coralinda…

—¿Qué está usted diciendo? ¿Pero es que no se le van esas bobadas de la cabeza?

—No, madre. Si son unas aventuras que he escrito en un libro, con las tapas de piel y las hojas en blanco… Cuando venga mi papá, se lo regalaré.

—Su papá preferirá que hubiese escrito en él los problemas de Aritmética y sus oraciones…

¡Qué bobadas se le ocurren a la madre Loreto! Papá me dijo, cuando me regaló el libro: «Para que escribas en él tus fantasías».

La madre Isolina comprende mejor todo. Cuando me encuentra se ríe.

—¿Acabó usted el cuento, querida?

—Sí, madre.

—Más vale, porque nos ha traído con el alma en un hilo todo el verano… ¿Se acuerda de aquel día que la saqué medio ahogada del estanque?

—Sí me acuerdo. Es que estaba en el fondo del mar…

—¿Y de cuando se quedó ronca, imitando a un elefante?

—Sí, sí…

—¿Y de las corridas detrás de la gata, empeñada en que era una mona?

Buena le puso a usted la cara de arañazos. ¿Y de aquellos discursos que nos echaba usted en francés, desde lo alto de la tapia del huerto? ¡Ay, hija, yo creo que estaba usted endiablada! ¡Dios me perdone!

Ahora me junto con una niña nueva que se llama Conchín. A ella le cuento todo, y me escucha sin pestañear. Una tarde le contaba cómo las sirenas vinieron a la playa a buscar a Delfina, cuando llegó María Luisa, que es una chismosa, y me callé.

—¿Por qué no sigues contando?

—Porque no.

—¡Como si yo no supiera! Estabas diciendo que has ido con las madres en una tartana haciendo títeres, y que la mona «Mariana» y el oso «Juan» eran los reyes de Alarcón…, y estabais todos en Babia…

—¡Embustera!

—Si lo sé todo. ¿No ves que te hemos cogido el libro que has escrito?

—¡No es verdad!

—Pues vete a buscarlo.

Ya lo creo que fui… ¡Tenía una rabia que no veía, y tropezaba a cada paso!

Lo busqué en mi pupitre…, ¡y no estaba! Yo lo había puesto allí por la mañana, después de corregirle las «bes» y ponerle las «haches»… Revolví mi ropa; ¡miré hasta debajo de las sillas…! ¡Me lo habían quitado!!

Bajé al jardín llorando a gritos y sin poder hablar.

—Ma… ma… madre Isolina… ¡Me… me… me lo han quitado!

¡Cómo se reían todas!

—¿Qué le pasa a usted? ¡Diga! —decía la madre.

—¡Me… me han quitado el libro que… yo había escrito!

—¡Pero no se ponga usted así, criatura! Ya aparecerá.

—No… No… Ha sido María Luisa… Ella lo tiene.

—Diga usted la verdad: ¿tiene usted el libro de Celia?

—No, madre Isolina; no lo tengo.

—¿Y alguna de ustedes lo tienen?

Todas dijeron que no; pero se miraban y se reían… Después entraron a comer, y María Luisa pasó junto a mí.

—Dámelo —le dije.

—No lo tengo… Lo he tirado al pozo…

—¡Bribona! ¡Cochina!

Me ahogaba de rabia y no pude comer. La madre Loreto me hizo bajar al jardín para ver si dejaba de llorar.

—¡Ay, qué pena, madre mía! Ahora es como si todo lo que me ha pasado este verano no fuera verdad… Ya no estará escrito en ninguna parte…

—No diga usted tonterías…

—Ahora se me olvidará todo… Ya no me acuerdo cómo se llamaba el salvaje…

—¿Qué importa?

—Se me olvidará lo que pasó en el fondo del mar, y lo que me contó Coralinda. ¡Yo quiero matar a María Luisa!

—Pero ¿qué está usted diciendo, loca?

Me cansé de llorar y me quedé dormida en el banco. Cuando desperté vi a las niñas jugando al escondite. ¡Y oí reír a María Luisa! ¡Ella había tirado al pozo mi libro!

Vi que se escondió detrás de un árbol… No me veía… Cogí una piedra y se la tiré con fuerza.

Gritó y se cayó al suelo… Tenía sangre en la cara.

Vinieron las niñas, y una madre levantó en brazos a María Luisa, que tenía los ojos cerrados…

—¿Quién ha sido? —oí decir.

—Celia, que está en aquel banco.

Me miraron y me tapé la cara.

—¡Si la he matado, que me maten a mí! —grité.