He estado unos días sin ver a doña Merlucines, y creí que se había marchado para siempre.
¡Pero quia! Volvió, mirándome furiosa, cuando me encuentra en el jardín, y gruñendo cosas que no entiendo contra mí, y llamando a Herodes…
Será algún perro, digo yo…
Dentro del colegio no se puede respirar. Ha traído muchas cajas de polvos y pulverizadores, y botellas de cosas que hacen estornudar… Dice Juanón que son gases asfixiantes.
No ha quedado ni una cucaracha.
Las pobrecitas se han muerto todas.
Ahora está empeñada en matar todas las moscas y todas las hormigas…
¡Qué mala es!
A la «Rabona» ha debido de matarla, porque no la he vuelto a ver por ninguna parte. Y al perro del jardinero le estaba soplando un día con el pulverizador entre las lanas…
Juanón se puso furioso:
—¡Señora! Deje usted en paz a mi perro, que no le ha hecho mal a nadie. ¿O es que nos quiere usted matar a todos?
Ella se fue refunfuñando; pero al día siguiente la encontré queriendo matar a la cigüeña soplándole debajo de las alas.
Se lo dije a la madre:
—Madre, doña Merlucines quiere matar a la cigüeña.
—¿Qué es eso? Hoy se queda usted sin postre por llamar motes a una persona mayor. Se llama doña Remedios.
—Bueno…, pues quiere matar a la cigüeña.
—¡Jesús! ¿Es que le ha picado? Entre ustedes dos van a acabar con toda la comunidad…
No me hizo caso… Se lo conté a las legas, y me dijeron que es que le estaba matando el piojillo.
—¿Y no se morirá la cigüeña?
—Puede morirse del olor… A poco más nos morimos nosotras, cuando le dio por matar a las cucarachas…
Así es que esta señora quiere matar a todo el mundo para quedarse ella sola… ¡Qué graciosa!
Ahora juego a que estoy en una isla embrujada. La bruja es doña Merlucines, que va matando poco a poco a los habitantes de la isla, y luego se los lleva a su caverna para comérselos.
La cigüeña y yo andamos todos los días por los rincones, acechando a la bruja y mirándola ir y venir. Hasta que nos encuentra y viene a nosotras como una fiera…
Pero no nos alcanza, porque corremos más que ella.
—¿Por qué me miras así, vamos a ver? ¿Es que tengo monos en la cara? —me pregunta.
¡Qué tonterías! ¿Cómo va a tener monos en la cara? No sabe lo que dice…
El domingo vino a jugar conmigo una niña que se llama Margarita y es sobrina de una madre.
Quería jugar a los alfileres, o a justicias y ladrones, o a las visitas; pero yo le expliqué el juego que he inventado, y que es mucho más bonito.
—Esto que parece un jardín, no lo es. Es el bosque de la isla embrujada. Nosotras vivimos debajo de un árbol, y aquí hacíamos la comida…; pero, de pronto, venía la bruja echando maleficios de una caja y nos íbamos arrastrando entre las matas, para que no nos viera. ¡Mírala por dónde viene! Margarita se asustó y se puso a llorar.
—No llores, tonta… Si yo tengo un frasquito lleno de agua bendita y no puede hacernos daño.
—¡Yo me quiero ir a mi casa! —decía.
—No seas boba… Si esto es precioso…
—¿Es una bruja de verdad?
—Ya lo creo… Vuela por la noche y se va a ver al diablo, y a contarle las cucarachas que ha matado… Por cada una que mata le da un duro, y si mata un gato, le da dos…
—¿Y si mata a una persona?
—Pues le da tres…
Doña Merlucines, que se había sentado en un banco, detrás del macizo de la fuente, sin que la viéramos, lo oyó todo, y salió como una fiera.
Me cogió por un brazo, con unos dedos como tenazas, y me zarandeó un rato de un lado para otro… Yo lo veía todo revuelto, y cuando me soltó me caí… Margarita se había ido corriendo.
—¿Conque soy una bruja? ¿Conque el diablo me da un duro por un gato? ¡Chismosa! ¡Embustera! ¡Te voy a arrancar la lengua y te voy a azotar con ella!…
Acabé cogiéndole miedo de verdad, y no he vuelto a jugar en el jardín ni a andar por donde me pueda ver. En cuanto comemos, me subo al olmo de junto a la tapia, y ya no sabe dónde estoy.
Desde allí miro el mar, que es el campo, y la carretera. Cuando veo venir por el camino un carro cargado de haces, grito que es un barco y le hago señales con el pañuelo.
Nunca me hacen caso los barcos.
Por eso los náufragos ven pasar un barco, y otro, y otro, y hasta que llega el último nadie los ve.
Igual me ha pasado a mí. Un día vi llegar por la carretera un coche, y empecé a gritar, como siempre:
—¡Barco! ¡Barco! ¡Socorro!
Y movía el pañuelo como si fuera una bandera.
El barco se paró delante de la verja, y yo grité más fuerte.
Entonces se asomaron por la ventanilla y oí que decían:
—¡Celia! ¡Celia! ¿Dónde estás?
—¡Echen una lancha! ¡Socorro! ¡Aquí! —gritaba yo.
Y la echaron. Se abrió la puerta del coche y salió una lancha dando bandazos hasta la puertecilla del jardín.
Era una señora con velo negro, que decía, mirando a todas partes:
—¡Celia! ¡Celia! ¿Dónde estás?
—¡Estoy en el árbol!… ¡Socorro! ¡Socorro!
Miró hacia donde yo estaba, y ¡era doña Benita! Doña Benita, que levantaba los brazos y hacía aspavientos.
—¡Hija de mi alma! ¿Es que no te puedes bajar? Agárrate bien, que ahora diré yo que pongan una escalera… ¡Pobrecita mía!
Juanón abrió la puerta, y la lancha entró en el jardín. Yo me escurrí por el árbol abajo, y doña Benita me abrazó y me llenó la cara de lágrimas…
—¡Hija! Qué apuradita estabas, ¿verdad? ¿Te has alegrado mucho al verme?
—Ya lo creo, como que me has salvado… Toda la tarde pasando barcos, y sin ver las señales ni oír los gritos.
—¿Barcos? —decía doña Benita, asombrada.
—Bueno…; si no eran barcos, eran carros; igual da.
—¿Sí…? Pero ¿por qué te has subido a ese árbol tan alto?
—Porque tengo mucho miedo a la bruja. Quiere matar a todo el mundo para comérselo. Ha matado a la «Rabona»…
—¿Quién es la «Rabona»?
—Pues una pantera que había en esta isla. Quería matar a las legas, al perro, a «Culiculá», y a mí me quiere arrancar la lengua…
—¡Hija! Pero ¿qué dices? ¿Quién te quiere hacer daño a ti, di, quién?
—La bruja…
—Diga usted, buen hombre: pero ¿esto es verdad? —le preguntó a Juanón, que nos estaba escuchando abriendo una boca de oreja a oreja.
—Que sea bruja, no sé yo… Pero si es de doña Merlucines de quien habla, una tía perra sí que lo es…, y que Dios me perdone la comparanza…
—¿Vienes por mí, doña Benita?
—Sólo venía a verte; pero después de eso que me has contado…, no sé… ¿Y tú estás segura de que sea una bruja?
—¡Claro! A todos los mata con gases asfixiantes… A mí me quiso matar con un chupito…
—¡Virgen Santísima! Yo tengo que hablar de eso con las monjas… ¿Y qué hacen esas señoras que no salen?
Era que estaban en el coro; pero al fin salió una madre, y doña Benita le dijo que había recibido carta de papá y que venía a llevarme con ella unos días.
—¿De modo que se lleva usted a Celia? —le preguntó.
—Sólo por unos días, madre. Parece que está pálida, y yo tengo ahora una casa alquilada en el pueblo…
—¿Pálida? No creo. Está todo el día en el jardín, inventando diabluras… Tal vez le ha dicho a usted alguna fantasía suya…
—Sí, algo me ha dicho… Creo que tienen ustedes aquí a una…
—Una señora de piso muy respetable… Tal vez algo rara, pero dignísima por todos conceptos… Si así no fuera, no estaría aquí…
—Sí, sí; pero creo que ha matado a un animalito y que tiene gases asfixiantes.
La madre se reía.
—Pero, señora, por el amor de Dios, ¡no haga usted caso a Celia!
—¡Ay madre! Los niños y los locos dicen las verdades.
¡Y me han sacado del colegio! ¡Son vacaciones!