Doña Merlucines, rabiosa

Doña Merlucines siempre está furiosa contra alguien. Furiosa contra mí o contra la «Rabona», o con las cucarachas, o con el calor, o con todos a un tiempo… Siempre está gruñendo.

—¡Vaya una ganga que les ha caído a ustedes con semejante niña! —les dice a las madres—. ¡Ya podían habérsela llevado sus papás de viaje!

Entre ella y las cucarachas, yo no tengo un momento tranquilo en esta casa…

No sé qué le habrán hecho las cucarachas para que les tenga tanta rabia.

En la carbonera hay muchas, chiquititas, con las patas muy largas.

Por la tarde, cuando las madres y las legas están en el coro y la cocina se queda medio a oscuras, con las persianas echadas, salen de paseo todas las cucarachitas, y yo voy a verlas.

Son muy monas…

Pues doña Merlucines, un día que entró en la cocina por un vaso de agua a la hora del paseo, salió chillando como si se hubiese vuelto loca.

—¡Cucarachas! ¡Qué asco! ¡Que las maten! Yo traeré polvos insecticidas… ¡Esto no puede ser!

¡Qué señora! ¡Vaya una manía de matar a todo el mundo!

Cuando me la encuentro en el pasillo o no me mira la madre, le saco la lengua. En seguida me acusa.

—Madre Loreto, Celia me está haciendo burla.

—¡Niña! ¿Está usted en su juicio?

—Nada, nada… Son ustedes muy blandas con ella. Le hace falta un castigo ejemplar… ¡Si fuera hija mía, cuántos palos iba a recibir!…

Porque eso del castigo ejemplar es que quiere que me den palos, como Juanón los da a su borrico. ¡Será mala!

Pues a la gata, también quiere que la maten ahora. Ha sido porque una tarde se dejó olvidado en el refectorio el canastillo donde guarda una puntilla muy larga y muy fea que está haciendo, y la gata lo tiró al suelo.

De tanto jugar con los ovillos, se hizo un enredijo de hilos que se le envolvió en las patas y en el cuello, y se fue con la puntilla arrastrando…

Doña Merlucines, que venía de rezar el rosario, se encontró a la gata en la galería, y ¡cómo se puso!

Tuvieron que darle aire con un abanico y echarle vinagre por las narices…

En cuanto se le pasó, empezó a correr arriba y abajo, detrás de la gata, hasta que la pobre «Rabona», asustada, se metió en la leñera…

Entonces le dio un castigo ejemplar: con una sombrilla le pegó tantos palos, que la gata se le agarró a una mano y, ¡claro!, le clavó los dientes. ¡Qué gritos daba!

—¡Está rabiosa! ¡Está rabiosa! —decía—. ¡Que la maten!

—¡No, madre, no! —dije yo—. ¡Que no maten a la «Rabona»!

—¡Cállese! ¡Qué remedio habría si estuviese rabiosa!

—Pues más rabiosa está doña Merlucines…

Y es verdad. Nunca he visto yo a ninguna gata tan rabiosa como ella…

Hasta le dio un soponcio, con gritos y patadas, que parecía un demonio.

Las madres, aburridas, la dejaron sola con la madre San José. A mí también me echaron al pasillo; pero me quedé mirando por el agujerito de la cerradura para ver qué cara ponía. Por allí vi venir al médico, que le dijo no sé qué de unas inyecciones, y que la gata no tenía nada. Pero ella, como si no:

—¡Que la maten, doctor, que la maten, para mi tranquilidad!

¡Qué bribona! Lo que hice fue buscar yo a la pobre gata, para echarla al jardín y que no la encontraran. En la cocina vi que las legas estaban regándolo todo con unos polvos que olían muy mal, para matar a las cucarachas.

¡Pobrecitas! Se quedaban medio atontadas y se caían tripa arriba. Yo las fui cogiendo por las patas, y llené un cucurucho de ellas. No estaban muertas: es que tenían una pataleta, como doña Merlucines.

A la hora de la cena, la madre Loreto le contó lo que habían hecho en la cocina.

—Ya puede usted estar tranquila, señora. Las hermanas legas han acabado, casi del todo, con las cucarachas. En dos o tres días no quedará una.

Y contestó doña Merlucines:

—Más vale así, porque si esto hubiera seguido, estaba dispuesta a irme del convento. Ahora, si esa dichosa gata desaparece y educan a esta chiquilla, empezaremos a vivir en paz…

Entonces se me ocurrió hacer una cosa.

Pasé por detrás de ella, a llenar mi vaso de agua en el filtro, y le prendí con cuidadito, al vestido, por la espalda, el cucurucho abierto, con las cucarachas desmayadas. Cuando ya estábamos en el postre vi que iban reviviendo y que salían muy contentas a correr por encima del vestido de la vieja.

Tardó un rato en darse cuenta; pero cuando empezaron a andarle por la cara y por el pelo, y a metérsele por el cuello y por las mangas, fue horrible.

Dio un chillido horroroso y un salto. La madre Loreto la miró asustadísima; me cogió de una mano y me sacó del refectorio corriendo. Después echó la llave a la puerta.

Creí que sabía lo que yo había hecho y que estaba enfadada contra mí; pero no.

—¡Ay, Dios misericordioso, qué desgracia tan grande! —decía—. ¡Esto es un ataque de rabia!

Entre tanto, doña Merlucines rugía como un león, y la oímos correr por el refectorio. Vinieron todas las madres, y todas miraron por el ojo de la cerradura, y se persignaron con la cruz del rosario…

Y no era para menos, porque ¡había que ver qué cosas hacía doña Merlucines! Golpeaba la puerta, pateaba, chillaba, gritaba: «¡Bichos, bichos!».

—¡Ánimo, pobrecita, ánimo! —le decía la madre—. Acuérdese de lo que padeció Nuestro Señor por nosotros.

—¡Abra la puerta! ¡Abra! —gritaba ella.

—No puede ser, hija, no puede ser. Espere a que venga el médico.

Mientras, encomiéndese a Dios, que nosotras la ayudaremos…

—¡Yo no necesito médico! —gritaba furiosa—. ¡Me corren bichos! ¡Ay, ay!

—¡Pobrecita! ¡Pobrecita! —decían las madres.

Y venga hacerse cruces con el rosario, y venga a rezar y pedir a Dios misericordia. Y doña Merlucines chillando como si hubiera veinte ratas encerradas con ella. No sé qué las pasaba a todas para ponerse así, pero tenía miedo de que al fin abrieran la puerta; porque, en cuanto se descubriera todo, me lo iban a hacer pagar a mí…

Por fin se cansó de chillar y llegó el médico.

—Pero ¿qué les pasa otra vez?

—Un ataque de rabia, doctor. No queríamos hacerle caso, y mire si ha sido verdad…

—¿Están seguras?

—Ya lo creo. Hasta ahora mismo ha estado con él… ¡La Santísima Virgen tenga piedad de esta santa casa!

El médico entró en el refectorio y oímos llorar a doña Merlucines. Todas las madres se asomaron a ver, y yo me quedé sin enterarme de nada. De pronto dijo la madre superiora:

—Madre Loreto, suba su caridad a acostar a Celia, que ha velado más de lo debido con los acontecimientos de esta noche.

¡Qué rabia! Subimos al dormitorio, y ya no sé qué pasó. Al otro día no me dijeron nada…