Cuando una mañana bajé al refectorio a tomar el desayuno, me encontré a una señora muy delgada y con el pelo blanco, que estaba sentada a la mesa.
—¡Buenos días!
—Buenos te los dé Dios, hija. Parece que vamos a ser compañeras.
—Sí…, pero no va usted a aprender nada, porque estamos en vacaciones. Sólo hay la clase de costura, de la madre Mercedes.
—¡Ji, ji, ji! ¡Qué graciosa! ¡Si yo no he venido a aprender!…
—¿Ya lo sabe usted todo?
—¡Qué he de saber, hija, qué he de saber! Yo soy una ignorante…
—Pues en cuanto lo sepan la madre Consuelo y la madre Corazón de Jesús, la obligarán a aprender, aunque no quiera… Yo tampoco quería aprender a coser, y como si no… ¡Son más testarudas!…
—Pero tú eres una niña, y yo soy una vieja… Estoy aquí mientras mis hijos viajan.
—Igual que yo… Mis papás también están viajando…, y estoy en el colegio para no darles guerra. ¿Es que daba usted guerra también?
—Sí, hija, sí. En llegando a mi edad, en todas partes se estorba.
—Eso dicen de mí… Pero usted, que es tan mayor, ¿todavía daba guerra? ¡Huy, qué cosas!
—¿Qué está diciendo esta parlanchina? —dijo una lega, entrando con el café.
—Déjela, hermana. Es muy graciosa, y me divierte oírla —contestó la señora.
Comemos siempre juntas, y yo creí que también dormiría en mi dormitorio.
Pero no. Me ha explicado que duerme arriba, en una celda, porque es señora de piso.
Los primeros días me quería mucho y me convidaba a merendar en su cuarto.
La primera tarde me dio fresas y plátanos con nata. Después subió una lega chocolate con bizcochos, y yo había comido tanto, que no pude comer más: ¡Me dio una rabia! Para otro día, decidí comer menos fruta y dejar un rinconcito sin llenar del todo.
A la tarde siguiente no comí fresas, esperando el chocolate, y no lo trajeron. La señora dijo que ya no teníamos apetito, porque habíamos comido más fuerte que otros días.
En cambio, sacó de un armario una botella y me dio en un vaso chiquitín una cosa espesa y dorada.
—Anda, toma un chupito, que esto es cosa buena…
—¿Está dulce?
—Dulce y riquísimo; ya verás… Esto da la vida.
Por si no me gustaba, lo bebí de un trago, y… ¡madre mía, lo que me pasó! Parecía que me había tragado una cerilla ardiendo…
Empecé a toser y a sudar, y a caerme lágrimas, hasta que la señora se asustó.
—No digas nada, no digas nada —me decía.
Al oírme, entró una madre y se puso a darme golpes en la espalda, empeñada en que me había tragado un botón y en hacérmelo echar…
—¡Agua, madre, agua, que me quema!
—¿Qué le quema?
—La garganta, y la lengua, y el cielo de la boca, y todo lo de dentro…
—¿Qué es lo que se ha tragado? ¡Diga!
—¡Un chupito! ¡Déme agua, madre!
—¡Jesús! Tome y calle… Pero ¿qué es un chupito?
—¡No le haga caso, madre! —dijo la señora muy enfadada—. ¡No le haga caso! Yo no le he dado nada… ¿Oyes tú, mocosa? Yo no te he dado nada…
Ya en el cuarto de baño, haciendo gárgaras con agua fresca, la madre seguía queriendo saber lo que era un chupito.
—Pues un chupito es un jarabe que quema. La señora tiene una botella en su armario, y me ha dado un vasito, y ella se ha tomado tres…
—¡Embustera! ¡Chismosa! —entró diciendo como una furia, porque nos había seguido y estaba escuchando.
Desde entonces no me puede ver.
Seguimos comiendo juntas; pero ya no me da rajas del embutido que le ponen en un platito…
Y cuando juego en el jardín, ella, que siempre está haciendo ganchillo, sentada en un banco, me mira rabiosa, porque la pelota se me va por su lado.
Hasta que una vez le cayó en la cara y se la llenó de barro. ¡Se puso como un demonio!
Me hubiera pegado, si no llega a ser por Juanón, que la detuvo.
—¡Cuidado, señora, que aquí no se puede pegar a nadie!
—Y a usted, mostrenco, ¿quién le mete en lo que no le importa? —le dijo.
—¡Oiga usted, doña Merlucines, que yo no he insultado a nadie!
¡Qué risa pasé! Yo no la llamo más que doña Merlucines. Un día que me oyó don Restituto, se reía tanto, que tuvo que sentarse.
—Conque doña Merlucines, ¿eh? No está mal, no está mal… ¡Eres el diablo, muchacha!
Pero la madre Loreto, cuando se enteró, me castigó sin postre una semana entera.
¡Me da una rabia! Doña Merlucines se pone a comer los melocotones y la carne de membrillo mirándome a mí.
—¡Ji, ji, ji! —hace.
¡No quiero ni mirarle esa cara de garbanzo que tiene!
Sus amigas, que son otras señoras como ella, con trazas de Merlucines también, vienen a merendar en su cuarto salchichón y chupitos… ¡Las oigo toser!…
Menos mal que encontré el sitio donde tienen el embutido. Son unos chorizos muy gordos, que estaban colgando del techo del sótano. ¡Están más buenos!
Por las tardes, a la hora del coro, me subo a un banco, y con sólo desatar la cuerda que tiene el embutido al final, puedo sacar con el abrochador de las botas la carnecita de dentro. Luego relleno lo que queda vacío con papel mascado, y lo vuelvo a atar.
Se queda igual que antes.
Ya sé que esto es pecado y que no se debe hacer… Pero ¿para qué se ríe de mí cuando me dejan sin postre?
Además, no importa hacer algún pecadillo, porque los sábados me arrepiento y me confieso. Y como era miércoles, podía ir probando de todos los chorizos y dejarlos como antes, sin que se notara.
Una tarde me encontré con que se los habían llevado… y me puse a temblar. ¿Qué pasaría ahora? A lo mejor, ni se enteraban…
¡Ay, pero sí se enteraron! A la mañana siguiente lo sabía todo el mundo, no sé por qué.
—Ha procedido usted como un chico de la calle —me dijo la madre superiora.
Yo me hice la boba, como si no supiera nada. Me enseñaron los papeles, que no había mascado bien, y todos eran hojas de mi cuaderno de dictado.
—Y ahora, ¿tiene el valor de seguir negando? —decía doña Merlucines—. Esto merece un castigo ejemplar, madre. Esto no puede quedar así.
Y como la madre es mejor que ella, dijo:
—¿Qué más castigo que su propia conciencia? Estoy segura de que está arrepentida. Rece mucho, hija mía, para alcanzar el perdón… Pero ¿no dice nada?
Digo que doña Merlucines es muy mala, y que no me arrepiento hasta el sábado… Después de todo, ya hacía tres semanas que no tenía nada que confesar, y ahora me alegro de tener que decir algo… Así no me dirá don Restituto que le hago perder el tiempo…
Esto no se lo dije; pero debía habérselo dicho, porque es la verdad…