Sola en el colegio

El día de los exámenes, por la tarde, se fueron las niñas que viven en el pueblo, y en los días siguientes esto ha sido un jubileo de papás que venían a buscar a sus hijas.

Las que quedaron las llevó a la estación la madre Consuelo, en el «auto» grande del colegio. ¡Sólo yo me he quedado aquí para todo el verano! ¡Estoy más triste!

Desde que empezaron las vacaciones y todas las niñas esperaban que vinieran por ellas, ya ninguna hacía caso de mí, y se reunían para decirse lo que iban a hacer el verano.

—¿Vais a ir a San Sebastián?

—Ya lo creo. Y a Biarritz, y a San Juan de Luz…

—Nosotras veraneamos en Portugal.

—¡Huy, qué cursis!

—Más cursi es Josefina, que se va a Alicante.

—¡Mira quién habló, y ella no veranea!

¡Todas son unas tontas! Yo sólo quería ir a una playa con mucha arena para hacer flanes… Aquí no hay arena ni en los paseos del jardín. Todo está lleno de piedrecitas del río.

¡Ay, qué verano más aburrido voy a pasar!

Cuando se fueron todas, me entró una llorera…

—¿Se puede saber qué le pasa a usted para llorar de ese modo? —me preguntó una madre.

—Nada…, que estoy muy triste. Estoy sola… No tengo con quién jugar…

—¿No tiene usted a Dios? «Quien a Dios tiene nada le falta».

—Sí… Pero ¿no le digo que no tengo con quién jugar?

—Lo que tiene usted es mucho mimo, y necesita corregirse…

Porque las madres siempre salen por donde menos se piensa, y nunca contestan acordes.

Como estamos en vacaciones, creí que no tendría nada que hacer; pero sí, sí… La madre me ha dicho:

—Me he propuesto que aprenda usted a coser en este verano, y lo he de conseguir. Con paciencia y perseverancia, todo se consigue… En cuanto acabe de comer, vaya al cuarto de costura.

Claro que no voy. En cuanto puedo escaparme, me subo a un árbol del huerto para que no me encuentren… Pero siempre saben luego dónde he estado.

—¿Quién se ha comido las cerezas de ese árbol, que está el suelo regado de huesos? —dice una madre.

—Yo, no. Habrá sido Juanón. Yo me los trago todos…

—Sí, ¿eh? Pues de rodillas a la galería hasta que yo la llame a coser.

Menos mal que tengo para hacer compañía a «Culiculá», la cigüeña que se rompió un ala y una pata y cayó al jardín. Es mucho más lista que la madre Consuelo. Yo creo que, con paciencia y perseverancia, como dice la madre, va a aprender muchas cosas. Hasta a hablar.

Ya sabe tenerse en pie, como yo, y castañetear con el pico cuando ve pasar por el aire a otras cigüeñas…

Me conoce. ¡Es más rica!

Las legas le ponen la comida en el suelo del jardín, y ella la coge con el pico, o la echa al aire y la deja caer en el pilón de la fuente. Después la recoge bien lavadita y se la come.

¡Si no fuera por ella, me moriría de pena! Me aburro de estar todo el día en el jardín… No me dejan subir a las clases ni al dormitorio, ni siquiera al cuarto de baño, sin que la madre vaya detrás de mí a ver lo que hago. ¡Qué manía! Ayer me estaba mirando al espejo del lavabo y haciendo gestos. Guiñaba un ojo, como hace la madre Florinda cuando se enfada; arrugaba las narices como la madre San José, y torcía el hocico como Elguibia.

¡Yo soy más guapa que ellas, y eso que me pongo muy seria!… Me reí para ver qué cara pongo cuando me río, y estaba más guapa todavía.

Un día que me hice la dormida le oí decir a la madre Loreto, que hablaba con otra madre:

—Mire su caridad qué carita de ángel tiene Celia cuando duerme.

Es la única vez que me ha dicho algo que esté bien, ¡porque es más áspera!…

Pensando en esto, me miraba en el espejo con los ojos cerrados, procurando ver por una rendija solamente, cuando me vio una madre.

—¿Qué hace usted con los ojos cerrados frente al espejo?

—Ver qué cara pongo cuando estoy dormida.

—¡Alabado sea Dios! No sea usted tonta, criatura. Baje al jardín y no esté aquí haciendo tonterías, que nos tiene sobresaltadas.

—Es que me aburro siempre en el jardín…

—¿Se aburre? ¿Para qué le sirve entonces tener tanta imaginación? Si usted se lo propone, puede figurarse que está en el jardín del Paraíso, o en el cielo jugando con los ángeles…

Y hasta puede que sea verdad si es buena…

Tiene razón la madre. Figurándome cosas, me divierto mucho.

He jugado a ser Caperucita y a coger flores en el bosque mientras llegaba el lobo, pasito a pasito, a comerse a mi abuela. Después me dio miedo ir a la casa donde estaba el lobo, y no fui…

¡Con el cuento de Barba Azul he pasado un susto!…

Yo era la hermana de Ana, y me subí a la tapia para mirar el camino:

—¿Qué ves, hermana Ana?

Y contestaba yo con voz muy triste:

—Veo el camino que blanquea y el campo que verdea.

Mientras, Barba Azul afilaba la espada para cortarnos la cabeza a mi hermana y a mí.

—¿Qué ves, hermana Ana?

—Veo la pradera y una gran polvareda.

—¿Son nuestros guerreros?

—No, que son carneros.

Las chicas que jugaban al otro lado de la tapia, que no saben el cuento, se creyeron que se lo decía a ellas.

—¡Pero si es Celia! ¡Y nos ha llamado carneros! ¡Tú sí que eres una oveja modorra! ¡Tú, señoritinga!

Yo no quería hacer caso, porque estaba esperando a los guerreros, que venían a salvarnos. Entonces las chicas empezaron a tirarme pegotes de barro, que me dieron en el vestido y en la cara…

Al fin tuve que escurrirme por la tapia abajo, y ya Barba Azul había matado a mi hermana…

Como estaba anocheciendo, me entró un miedo que me puse a tiritar, y me senté en un rinconcito, esperando que viniera a matarme a mí.

De pronto no oí nada, porque las que estaban jugando junto a las tapias se habían marchado; y me dio muchísimo más miedo…

No sentía ni un ruido en el palacio de Barba Azul; pero yo me acordaba de que en el salón grande estaban muertas todas sus mujeres, y que él andaría buscándome para matarme.

Entonces hice «ris–ras» y cerré la puerta con llave. Después miré por la ventana, que era un hueco que quedaba entre dos rosales, y sentí que alguien andaba por el paseo… ¡Barba Azul!

Venía por el aire, como una sombra blanca, sin tocar en el suelo…

—¿Quién anda ahí? —dije; y no me contestaron.

Escapé a correr hacia el colegio.

En la puerta me volví a mirar y vi que venía corriendo detrás de mí con una espada en la mano…

—¿Qué le pasa a usted, loca? —me dijo una madre al verme entrar corriendo y asustada.

—¡Que vienen a matarme! ¡No abra, madre, no abra; que entra! ¡Quiere cortarme la cabeza!…

¡Se llevaron un susto!… Antes de acostarnos hicieron que Juan registrara todo el jardín. Y vuelta a preguntarme:

—¿Está usted segura de que había alguien con usted? ¿Era un hombre solo o varios? ¿Diga?

—¡Ya lo creo que estoy segura! Era un hombre… «Barba Azul».

—¡Qué tontería! ¿Es que no lo ha visto usted bien?

—Sí, lo he visto. Era la cigüeña, que al verme correr venía detrás con las alas abiertas… Pero como yo jugaba a la hermana Ana, me figuré que era Barba Azul vestido de blanco como un moro.

—¿Qué está usted diciendo?

—Pues eso: que yo jugaba y veía lo que quería…

—¡Muy bien! Y si usted jugaba, ¿por qué no nos lo ha dicho, en vez de tenernos asustadas todo este tiempo?

—Porque así parecía más de verdad, y jugábamos todos…