Los exámenes

La madre Consuelo tiene la manía de que nos aprendamos todos los parentescos de los Reyes.

—A ver: diga usted quién fue la madre del Emperador Carlos V.

—La reina doña Juana.

—¿Y su abuela? ¿Y su hermano?

¡Es terrible! ¿Cómo me voy a aprender yo tantas cosas?

Prefiero hacer un problema de dividir o analizar una oración compuesta mejor que averiguar los parentescos…

A casa venía una señora que decía que era parienta de mamá, y nunca pude aprender lo que era, aunque me lo explicó varias veces.

Es como las fiestas del año.

—¿Cuántas son las témporas? Diga usted en qué época del año es Adviento.

—¡Dios mío! Pero ¿para qué hace falta saber esto?

Y no soy yo sola la que no puede aprenderlo, sino casi todas las de la clase.

Por eso la madre Consuelo, después de perder la esperanza de que lo aprendamos, nos explicó en la misma mañana del examen lo que teníamos que hacer para saber contestar cuando la madre superiora nos preguntara.

—Como se han de reunir ustedes en grupos de diez, siempre las mismas, y por el mismo orden, contestarán empezando por la primera, que es la última de la izquierda. Usted, Rosalía, cuando la madre superiora le haga la pregunta que siempre hace: «¿Quién fue la madre de Carlos V?», dirá: «Doña Juana». Y usted, Carmencita, contestará a lo que le pregunten: «Don Felipe». Y luego, siguiendo siempre el orden de preguntas que se hace todos los años, le tocará a usted, Josefina, decir: «Doña Isabel»; a usted: «Don Enrique»…, y «Don Juan», a usted…

Ensayamos el papel con la madre Consuelo, y salió muy bien.

Precisamente el día del examen vinieron a despedirse de mí papá y mamá, y trajeron a Baby, con el ama y doña Benita.

Todo el colegio estaba de fiesta.

A nosotras nos habían puesto los cuellos planchados, la corbata azul y el pelo como a los negros.

—¡Pero qué alta estás, hija mía! ¡Y qué mujercita me pareces! —decía mamá.

—¿No te lo decía yo? Ha cambiado mucho… —dijo papá.

—Sí, pero sigue igual de loca… ¿No oíste a Maimón lo que nos contó de la fiesta?

—¡Mujer! ¿Vas a hacer caso de ese chico?

Doña Benita traía, en una cesta, una paloma blanca, adornada con lazos encarnados. ¡Qué bonita era!

—¿Es para mí?

—Para ti. Como te has hecho actriz…

—¡Qué bien! También tengo una cigüeña…

—¿Una cigüeña? No, hija; será un pato…

—Puede ser…, porque aquí nada es lo que parece.

—¡Ay Dios mío! ¡Y decías que había cambiado! Sigue tan absurda como siempre… —dijo mamá.

Vinieron las madres al salón de visitas y estuvieron hablando con papá y mamá, y acariciándome a mí, como si no me hubieran visto nunca. «¡Pobrecita! ¡Pobrecita!», decían.

¡Qué cariñosas! No parecían las de todos los días. ¡Hasta tenían otra cara!

En seguida pasamos al otro salón, porque iban a empezar los exámenes.

Ya estaban en la mesa la madre superiora, don Restituto, una madre que había venido de fuera y un señor al que yo no conocía.

¡Qué miedo!… ¿Qué nos iban a preguntar?

Menos mal que en los bancos que había para el público sólo se sentaron papá y mamá. No había venido nadie, porque era temprano, y hasta por la tarde no vendrían a buscar a todas las niñas. ¡Sólo yo me quedo en el colegio todo el verano!

Empezaron examinando a las pequeñitas, que debían de tenerlo todo ensayado, porque contestaron muy bien.

Una se asustó mucho y se puso a llorar.

Después nos examinamos nosotras de Aritmética, en grupos de diez. A mí me mandaron hacer un problema, y lo hice tan bien, que me aplaudieron las niñas.

En Gramática, expliqué lo que son oraciones de activa, y vi que papá me hacía señas, muy complacido. La madre tan pronto empezaba a examinar por la primera de la izquierda como por la última de la derecha.

¡Ay, Dios mío, lo que iba a pasar cuando llegáramos a los parentescos!…

En Historia Natural me preguntaron lo que es una ballena.

—La ballena es un mamífero sin dientes, pero con placas delgadas y macizas, de sustancia córnea, que le sirve de red para la pesca de sardinas y peces pequeños. Tiene la garganta muy pequeña y estrecho el conducto que llega al estómago. Todo esto lo dije sin respirar y de un solo tirón. Después miré a papá, que se reía y estaba muy contento, y casi no oí lo que contestaron las otras.

En Historia Sagrada, dijo don Restituto a Josefina:

—Cuente usted a Celia lo que le ocurrió al profeta Jonás.

—Habiéndole mandado el Señor predicar a los ninivitas, embarcó con rumbo a Tarso, y fue arrojado al mar, donde se lo tragó una ballena, que a los tres días lo arrojó en la playa de Nínive…

—¿Qué piensa usted de eso después de la historia que nos ha contado antes? —me dijo don Restituto, riéndose.

—¡Que es mentira, mentira, mentira!

¡Cómo me miraba mi madre! Al fin se le pasó, porque don Restituto le dijo que el pez que se tragó a Jonás no fue una ballena, y que está mal traducido.

¡Y llegamos a la Historia de España! Yo supe bien todo lo que me preguntaron; pero al llegar a los parentescos empezó a preguntar a María Luisa, en lugar de Rosalía, que era la primera de la izquierda.

Resultó que la madre de Carlos V se llamaba Felipe IV, y su hijo doña Juana… Todas contestaban sin pensar, y ¡se armó un lío! La madre estaba muy enfadada, y cuando me preguntó a mí, dije:

—Así no lo sé. Hay que empezar a preguntar al revés, como nos ha dicho la madre Consuelo…

La madre Consuelo se puso muy colorada y se echó a llorar. Le mandaron retirarse y se acabaron los exámenes.

—¡Siempre has de ser tú la que ponga en ridículo a todo el mundo! —dijo mamá.

—Ahora lo que nos tienes que decir es si todo lo que has contestado es porque sabías lo que te iban a preguntar, según el orden establecido por la madre Consuelo.

—No, papaíto, no. Eran sólo los parentescos, porque no los habíamos podido aprender.

—Me parece, hija, que tienes razón y que aquí las cosas no son lo que parecen.

—¡Vaya, ya estás dándole alas!

Dieron tres palmadas y nos reunimos todas para cantar:

Cuánta impaciencia, qué animación,
qué concurrencia, qué concurrencia la del salón.
Qué bien vamos a estar sin trabajar.
Un tiempo tan hermoso no debiera pasar…

La verdad es que no había casi nadie en el salón; pero ya vendrían a la tarde.

Después nos llamaron para darnos los premios, que eran estampas y libros de misa, y luego pasamos a la exposición de labores.

—¡Lo más oportuno, después del himno al trabajo que acabamos de oír! —dijo papá.

—Pero ¿has hecho tú esta almohadilla, con lo desmanotada que eres? —decía mamá.

—Un poco torpe es para el bordado; pero ayudándola algo, y con la gracia de Dios… —explicó la madre Mercedes.

Mamá se puso muy contenta y aseguró a papá que, si estuviera un año más en el colegio, me convertiría en otra niña.

Tuvimos que dar a Baby la almohadilla, porque le gustaba mucho, y a mí me llamó la madre Loreto para decirme que me iba a quitar todos los vales, por haber contestado con poca humildad en el examen.

—¿Qué te decía esa madre? Es muy cariñosa, ¿verdad? —dijo mamá.

—Mucho… Ahora me estaba riñendo…

—¡Bah! ¡Buena riña sería! ¡Si te acariciaba!

Mamá y papá estaban tristes porque me dejaban, y yo lo estaba más aún.

Baby, sentadito en el suelo, se reía, mirándome. Luego resultó que se había hecho «pis», y lo limpió con la almohadilla de raso…

—¡Jesús, lo que ha hecho este niño! —gritó mamá.

—Ha estropeado la labor de Celia… Pero usted, ama, ¿en qué está pensando que no ve lo que hace?

También papá se puso muy disgustado al ver todos los colores corridos, y doña Benita lloraba…

—¡Vaya, no hagáis caso! —les dije yo—. ¡La almohadilla la ha hecho la madre Mercedes, y si queréis os puede hacer otra igual!…