Creíamos que no iba a llegar nunca el santo de la madre, aunque decían en todos los ensayos: «Ya faltan ocho días». «Sólo nos quedan cuatro». «Es el miércoles…».
Cuando dijeron: «La función es mañana», nos echamos a temblar, y a todas se nos olvidó el papel de repente.
El último día ensayamos en el escenario, que lo habían puesto en el salón grande, con las decoraciones recién pintadas por la madre Isolina.
¡Eran preciosas!
El cielo azul, con estrellas, como si fuera de verdad, y el mar, con olas que subían y bajaban… La casita del pescador era tan pequeña, que teníamos que entrar agachándonos, y aunque desde fuera parecía que no iba a caber ni una niña, entrábamos treinta… Claro que salíamos por detrás.
El día de la función nos vistieron con los trajes de la comedia desde media mañana. ¡Había que vestir a tantas!
Yo estaba hecha una facha, con la blusa larga y las bocas de los pantalones prendidas al vestido. Además, me pegaron con goma barbas y bigotes, y me tiraban tanto de la piel, que no podía dejar de hacer guiños. Todas se reían de mí.
Así comimos y jugamos, y al llegar la tarde, a mí se me había caído media barba, a Carmencita se le había roto el vestido, y María Luz había perdido el cuello planchado y la corbata de seda.
Las madres y las antiguas alumnas, que son unas señoritas mayores, cosían los descosidos, prendían imperdibles donde hacía falta y componían lo que habíamos descompuesto. La barba me la pegaron veinte veces, y ya me escocía la cara de tanta pringue.
De repente, Finita se echó a llorar, porque se le había olvidado el papel.
—¡Ay, madre, que no me acuerdo de nada! ¡Que yo no salgo al escenario, que me da vergüenza!
—¿Pero qué dice usted? ¿Está usted loca? ¿No ve que ya está el salón lleno de gente?
Después empezó a gritar María Luz que a ella también se le había olvidado. Y luego Josefina…
De pronto me di cuenta de que ¡tampoco yo me acordaba de nada! Empecé a pensar aquello de «Que no es verdad, que es mentira», y no podía salir de allí…
¡Dios mío, qué apuro! ¿Y ahora qué hacía yo?
—¡Se me ha olvidado todo, madre!
—¡También a usted! ¡Válgame Dios! Eso es nervioso y no tiene importancia. Lea constantemente el papel, que aún falta media hora…
Todas leíamos a voces nuestro papel por los pasillos, y yo, porque no me aturdieran, me fui al escenario. Oía hablar a la gente, y miré a la sala por el agujerito del telón. ¿Habría venido alguien de mi casa?
Allí estaba Maimón, el morito odiado de mi tío, mirando a todas partes con los ojos muy abiertos.
Todas las niñas quisieron verlo, y también algunas madres.
—¿Es un moro de verdad, de verdad, como los de África? —me preguntó Josefina.
—¿Sabe usted si es cristiano? —me dijo una madre.
—No sé…
—Si no lo es, será de gran beneficio para su alma asistir a la recreación de esta tarde… Ya verá usted la impresión que le produce el milagro de la Santísima Virgen y la conversión de Blas…
Antes de empezar, pasamos a la capilla a rezar una oración que había inventado la madre para ese día. ¡Qué diría Nuestro Señor al vernos convertidas en adefesios! ¡Vaya una vergüenza que me dio! Me parece que San Francisco se estaba riendo bajito…
En seguida volvimos al escenario y, sin descorrer el telón, salió Susana, que es la más pequeña, a decir unos versos que empiezan así:
Aunque soy tan pequeñita y tengo tan poca voz, nadie me gana a decir: ¡Viva la Madre de Dios!
Aplaudieron mucho, y Susana entró asustada, pero le hicieron volver a salir para saludar, cogiéndose la falda con las manos.
Entonces se descorrió el telón, y todas las que estaban vestidas de pescadoras cantaron a un tiempo, mientras una madre tocaba el piano. Yo me escondí detrás del telón de fondo, para cantar también sin que me vieran con las barbas, porque así me lo dijo la madre.
Lo que cantaban era una cosa que ninguna entendemos, y cuando estamos solas lo cantamos de otro modo más bonito. Teníamos que decir:
Recuerdos sagrados, memorias benditas, que arriba en el cielo quedaron escritas.
Pero yo, creyendo que no me oían entre todas, canté:
Corderos asados con patatas fritas guisaba mi abuelo en una marmita.
Algunas cantaron lo que yo, y todas se equivocaron. La madre me cogió de un brazo y me sacó de allí.
—¡Es usted incorregible! No hay un solo día que no nos dé un disgusto…
¡Cómo exageraban!
Al fin, las que cantaban concluyeron como Dios quiso, y empezó la comedia de «Santa Inés», en la que yo no salía.
Dicen que estuvo muy bien. No pasó más sino que Rosarito, que hacía de Santa y bajaba por una escalera cantando y mirando al cielo, con una estrella en la frente («¡Presumida!», le dije), tropezó, cuando iba dándose tono, y rodó por las escaleras.
Se levantaron los que estaban en la sala, salieron las madres al escenario y hubo que bajar el telón sin acabar la comedia. Me echaron a mí la culpa.
—¡Se está usted portando en este día!… —me dijeron.
Después cantaron otra vez, y empezó la de «Dolorcitas», en que yo tampoco salía, porque daba mucha guerra en los ensayos, y le dieron el papel a otra niña.
Ni siquiera sé lo que pasó en esta comedia, porque me hicieron irme al dormitorio para que no molestara.
Lo último de todo fue «El pescador». Ya todo el mundo estaba aburrido, porque eran las ocho y habíamos empezado a las tres. A Maimón se le abría una boca como si se fuera a tragar a alguien.
Salimos Carmencita y yo, y empezamos a decir los versos, moviendo una mano y otra, y las dos a un tiempo.
Lo hacíamos muy bien; pero, de repente, Carmencita se calló y me dio con el pie:
—Te toca a ti…
—No me toca a mí… Tienes que decir aún lo de:
Hermano, si tienes fe, la Virgen te guardará.
—¡Mentira! Eso lo tengo que decir luego, cuando tú me digas:
Es de gentes ignorantes creer en supersticiones…
—No; te digo que lo tienes que decir ahora.
—Pues no lo digo, ¡ea!, porque no es así…
La gente se reía mucho, y una madre, enfadadísima, echó el telón para reñirnos.
Otra vez empezamos la comedia, y la dijimos de corrido, sin equivocarnos nada. Yo, que era Blas, estaba furioso, maldecía de todo y me embarcaba, oyendo los truenos y viendo los relámpagos. Después pedía socorro desde dentro, porque me estaba ahogando, y asomaba la cabeza entre las olas.
Con tanto trajín, se me iba despegando el bigote por el centro, y sólo tenía pegadas las puntas. Esto me daba mucho que hacer y casi no podía hablar.
Se iluminó todo y salió la Virgen, que era María Luz, diciendo unas cosas muy bonitas. Me alargó la mano para sacarme del mar, y yo hice tantos gestos, que el bigote se me montó encima de la nariz.
Todo el mundo soltó la carcajada.
Maimón, en pie en una silla, se reía como un loco, y parecía un demonio con el mechón de pelo revuelto… ¡Hasta la Virgen se reía y no podía continuar! Entonces el morito se entusiasmó tanto, que me tiró una caja de bombones que traía para regalármela.
Me dio tan fuerte que me caí, la caja se rompió y los bombones rodaron por todas partes… Salieron las niñas a recogerlos, bajaron el telón y allí se acabó todo.
—¡Ha deslucido usted la representación! —decía la madre, muy enfadada—. ¡Tiene usted el demonio en el cuerpo! ¡Quítese de mi vista!
Tanto me dijo, que acabé por llorar. Cuando salí a ver a Maimón, aún no podía hablar de pena…
—¿Qué sucieder ti? —me dijo.
—Que me han dicho que yo he estropeado la función, y están furiosas conmigo…
—¡Mintira! Tú estropear, no… Tú hacer bien tudo, tudo. ¡Pegar ellas, no!
—No, tonto; si no me pegan…
—¡Tú, Celia, bunita!… ¡Malas ellas, mamarrachas ellas, borrachas ellas!…
¡Pobre Maimón! ¡Tuvieron que echarle!