¡Son las tardes tan aburridas! En las clases de la mañana siempre lo paso bien, porque resulta que lo sé todo.
Soy la primera en Geografía, Historia Sagrada y Aritmética. Como que algunas veces les doy yo la lección a las pequeñas. Y hasta las mayores quieren que les apunte bajito cuando la madre les pregunta.
¡Y casi no estudio! Es que lo sabía todo de antes… No sé cuándo lo habré aprendido, pero todo lo que enseñan me parece que lo sé hace miles de años…
En cambio, por las tardes… ¡Toda la tarde la pasamos cosiendo!… La madre Mercedes, que da la clase de costura, nos llama una a una para ver cómo va la labor… ¡Y yo paso unos sustos!
¡Es que es muy difícil coser!
Todo el invierno he estado cosiendo en un trapo costuras y vainicas, no sé para qué… Se puso tan sucio, tan sucio, que lo tiraron sin que lo acabara…
Después me dieron un pañito cuadrado. La madre le sacó los hilos, pero a mí me mandaron hacer las vainicas…
¡Y me ha costado cada disgusto!
Siempre me salían grandes las puntadas, y tenía que descoser con la punta de la aguja, que rompía los hilos y lo convertía en un calado. Luego, para arreglarlo, le daba saliva, ¡y se ponía más cochino!…
—¡Pero qué manos de trapo tiene usted! —me decía la madre Mercedes—. ¡Es usted un chicazo!…
Ahora es peor. Todas están haciendo labores preciosas para la exposición de fin de curso, y yo tengo que hacer una almohadilla de raso bordada.
—¡Si no sé, madre, si no sé!
La madre me ha puesto a su lado, y me ayuda tanto que casi lo hace ella.
Pero me duele el pecho y la cabeza de estar toda la tarde sobre el bastidor.
De repente, no puedo más, y digo a gritos:
—¡Ay, Dios mío, qué aburrida estoy! ¡Ya no tengo más gana de coser!
Y todas las niñas se ríen, y arman tal jaleo, que la madre me pone un ratito de rodillas en el pasillo.
Hasta que me canso también de estar allí, y me asomo a la puerta de la clase para decir:
—¡Hermanas mías, perdonadme el escándalo que he dado!
Como lo digo abriendo y cerrando los brazos, como en los teatros, todas se ríen, y se arma otra vez el jaleo…
Así se va pasando la tarde, hasta la hora de merendar y de salir al jardín…
La madre Mercedes dijo que, para no aburrirse en clase y que el diablo no nos tentara, debíamos decir jaculatorias: Fue sólo una tarde, pero ¡qué divertido!
De pronto salió María Luisa diciendo: «Jesús, José y María, os doy el corazón y el alma mía», y aún no había acabado, cuando Fifí gritaba: «Dulce Corazón de María, sed mi salvación», y luego otra, y otra, y otra…
Yo dije más de cuarenta jaculatorias, y hubiera dicho más, porque sé muchas, pero vi que la madre Mercedes se tapaba la cara con las manos de desesperada que estaba…
—¡Es horrible ver su falta de fervor, y que hasta las cosas santas le sirven de juego!…
Por eso no hemos vuelto a decir más jaculatorias, y las tardes volvieron a ser igual de aburridas.
Además, la almohadilla de raso se me ensució a los tres días de coser en ella. Yo no tengo la culpa, porque casino he hecho nada… Al principio daba alguna puntada, pero la tenía que quitar en seguida y disimular el agujero mojándolo con la lengua, para que la madre no me riñera…
—¡Pero usted está dejada de la mano de Dios! —me ha dicho la madre Mercedes.
—¿Sí? ¿Y las otras niñas, no están dejadas?
—¡No diga simplezas! ¿No le da vergüenza ver todas las labores que hacen sus compañeras con la ayuda de Dios?
No me da ni pizca. ¡Si Él me ayudara, también yo las haría! ¡Vaya una gracia!
Un día que la madre Mercedes estaba mala, vino en su lugar la madre Loreto, que también está dejada de la mano de Dios y no sabe coser, y fue Josefina la que vio las labores. Como yo le hago todos los días el problema de Aritmética, ella me bordó una flor. Angelines nos estaba mirando.
—¿No se lo dirás a la madre?
—Es una acusona y se lo dirá —dijo Josefina.
—¡Que no lo digo! Si te acuso, que me caiga un rayo…
¡Vaya un susto que pasé ayer tarde con la tempestad! Porque le faltó tiempo para acusarnos en cuanto vio a la madre Mercedes, y yo estaba viendo que le iba a caer un rayo…
Me había puesto de rodillas en el pasillo, y por la ventana veía llover en el jardín y caer piedrecitas contra los cristales. Estaba muy oscuro, y en el cielo andaban los rayos de un lado para otro. Todo el pasillo se iluminaba… ¡Anda, que la pobre Angelines vaya un miedo que tendrá!
Me puse a rezar Padrenuestros muy de prisa, muy de prisa, para que Dios la perdonara… Y de pronto vi una cosa blanca grande que caía entre el granizo, como un ángel que bajara del cielo…
—¡Madre Mercedes!, ¡madre Mercedes! ¡Ha bajado una cosa del cielo y está en el jardín!…
Salieron todas a mirar por las ventanas, pero no se veía nada.
—Tú tienes la culpa —le dije a Angelines sin que me oyeran.
—¿Yo?
—Sí, tú, tú, que eres una acusona… Dijiste que te cayera un rayo si lo decías, y ha caído una nube entera. Y eso que he estado yo rezando toda la tarde…
Dejó de llover y salió el sol.
Todos los árboles relucían como si los hubieran lavado. Pero no nos dejaron salir, porque dijo la madre que había mucho barro fuera.
Salió ella sola para ver lo que había caído. Nosotras la esperábamos en la galería mirando por las ventanas.
Cuando volvió traía un pájaro muy grande, que aleteaba. Era una cigüeña. ¡Más bonita!… Toda blanca, con las patas coloradas y el pico larguísimo…
Tenía sangre en un ala. Dijo la madre que se la rompería el granizo, y que al caer al jardín se había roto una pata.
Ninguna se atrevía a acercarse a ella. Yo sola ayudé a la madre Mercedes a entablillarle la pata con dos palitos y a curarle el ala. ¡Me dio un picotazo!…
Pero no lo dije hasta después. Antes busqué un cesto con paja para meterla, y unos pedacitos de carne por si tenía apetito.
Las legas no me los querían dar, porque ellas no quieren más que a los gatos. ¡Claro! ¡Como les limpian la vajilla! Se lo dije, y se enfadaron mucho.
—¡Tontas! ¡Nunca os traerá la cigüeña un niño!
¡Aún se enfadaron más!
—¡Bueno, bueno! Dadme la carne, que lo ha mandado la madre Mercedes.
La cigüeña se quedó acostada en su cesto en un rincón de la galería, y ya volvíamos al comedor, cuando me miró la madre con los ojos muy abiertos.
—¿Qué se ha hecho usted en el dedo?
—Me ha picado la cigüeña…
—¡Jesús! ¡Qué horror! ¡Si casi se lo ha roto!
¡Cómo me dolía!… ¡Huy, cómo me dolía!
También a mí tuvieron que vendarme y ponerme muchos algodones y gasas…
—¡Vaya, no llore! —decía la madre—. ¡Tan valiente antes y tan cobarde ahora! También a la cigüeña le dolía, y por eso le ha picado…
—Ya lo sé… No le guardo rencor…
—¡Qué rencor le va usted a guardar, hija, si gracias a ella no podrá usted coser!…
¡Cómo quiero a mi cigüeñita! Ya la he puesto nombre. Se llama «Culiculá».