Los gatitos han ido desapareciendo hasta que no ha quedado ninguno.
Los he buscado por todas partes, he preguntado a todo el mundo, y nadie sabe nada.
La hierba del jardín está tan alta y hay tantas flores, que pueden estar escondidos en cualquier parte sin que los veamos.
La mañana de un domingo bajé al huerto a buscar caracoles, porque después de llover había salido el sol.
Encontré muchos, y estaba yo muy ocupada, diciendo:
Caracol, col, col, saca los cuernos al sol…
Que tu padre y tu madre también los sacó.
Cuando sentí una cosa blanda y caliente que me rozaba una pierna. Era un gatito. Lo fui a coger, y se escapó entre el umbral y la puerta que comunica con el jardín de la casa de al lado.
Entonces me tumbé en el suelo para mirar por dónde se había ido, y le vi que se iba corriendo a un paseo de arena.
—¡Bis, bis, bis! ¡Minino!
¡Como si no! Se fue dando saltos con el rabo empinado y desapareció detrás de un banco de piedra. Pero como yo sabía dónde estaba, busqué al jardinero.
—Ya sé dónde están los gatitos, Juanón.
—¿En dónde?
—En el jardín de al lado. Vete a buscarlos.
—Luego iré… Ahora es muy temprano y no se puede molestar. Son muy empingorotás esas gentes…
—¿Sí? ¿Quién vive ahí?
—Una señorita rusa o china…, no sé. Ayer ha venido un señor que es su hermano, y tiene un brazo de madera.
—¡Huy, qué cosa! ¿Cómo se llama?
—No sé. ¡Mia que sois preguntonas! La señorita se llama Leonor; me lo ha dicho el chófer.
Me volví al huerto, y estuve mirando toda la mañana por debajo de la puerta para ver si volvían los gatitos. No los volví a ver. En cambio vi un pavo real que se paseaba muy hueco arrastrando la cola.
Eso de tener pavos reales no es natural. Yo nunca había visto ninguno más que pintados en los libros de cuentos.
Y es que el jardín de la casa de al lado no es como todos los jardines.
¡Olía más bien a rosas y madreselvas!…
De pronto vi bajar por la escalinata de la puerta a una señora rubia, tan guapa como mi mamá, pero mucho más alta. Por eso decía Juanón que era tan empingorotada…
Llevaba en la frente una cosa que relucía mucho. Después vi que era una cinta dorada que se había puesto para que no le vinieran los pelos a la cara.
¿Sabéis a quién me recordó en seguida? A la princesa Leonor de «Los príncipes encantados».
Hasta que me di cuenta. ¡Era ella, Dios mío, era ella misma! Había crecido mucho; pero es que han pasado muchos años desde entonces…
Oí que me llamaban, y apareció Josefina.
—¡Celia! ¡Celia! ¿Dónde estás? ¿Pero qué haces tirada en el suelo? ¡Huy, qué niña! Toda la mañana te estamos buscando… Ven a comer.
—¡Chist! ¡Calla! ¿Sabes quién vive aquí al lado?
—¿Quién?
—La princesa Leonor. Vive con su hermano el pequeño… Aquel que se quedó con un brazo estropeado porque no le pudo acabar la túnica… Ahora lo lleva de madera…
—¿Qué dices?
—Hija, ¡pareces tonta! ¿No te acuerdas que la madrastra convirtió en cisnes a los once príncipes, y que su hermana Leonor tenía que tejer once túnicas de ortigas para desencantarlos, y que no pudo acabar la última?
—¡Anda! ¡Pero si los cuentos no son verdad!
—Eso creerás tú… Todo lo que está escrito en los libros es porque ha pasado… Yo he conocido a la Cenicienta…
—¿Dónde están ustedes? —vino diciendo la madre Loreto—. Ya están todas las niñas en el comedor…
Después de comer vino Milagros a preguntarme:
—¿Es verdad que has visto a la princesa Leonor?
—Sí. ¿La quieres ver tú?
—¿Pero es ella? ¿Cómo lo sabes?
—Fíjate. Se llama Leonor, es una princesa, su hermano no tiene brazo, y ella se pone una cinta en la frente…
—Entonces, sí es…
Por la tarde, en el recreo, nos subimos a una escalera muy alta que tenía Juanón en la pared para arreglar las parras. Desde allí vimos todo el jardín de la princesa. ¡Es precioso! Hay praderas de margaritas y de campanillas azules. Hay tantas rosas abiertas en los rosales de los bordes, que no se ven las hojas.
La casa tiene muchos miradores y está cubierta de ramas, que llegan hasta el tejado.
También hay un estanque con una isla en medio. Y los pavos reales andan por los paseos.
—¡Mira la princesa Leonor! —grité al verla venir por un paseo hablando con un galgo alto, de lanas rubias.
—¡Llámala! —me dijo Milagros.
Pero yo no me atrevía.
—¡Anda, llámala! ¿No te acuerdas que era muy buena?
—¡Princesa Leonor! —llamé bajito, y luego más fuerte—: ¡Princesa Leonor!
¡Qué vergüenza me dio al ver que nos miraba y venía hacia nosotras!
¡Tenía los ojos azules!
Me quise bajar de la escalera, pero Milagros no me dejó.
—«What do you want?» —nos preguntó debajo de nosotras.
—Nada… Era por si querías ortigas para acabar la túnica de tu hermano… Aquí hay muchas —le dije en inglés.
—¿Qué dices? —decía Milagros, asombrada.
—«Nettlles?» —me volvió a preguntar la princesa.
—Sí, ortigas… Nosotras lo sabemos todo… Lo hemos leído en «Los príncipes encantados»… Yo soy Celia, y ésta es Milagros…
—Pero ¿cómo hablas? —me preguntaba Milagros, que es boba y no sabe nada.
—«Oh yes! I am also very fond of Andersen».
—Por eso te hemos conocido y sabemos que eres la princesa Leonor… ¿Y ese perro quién es? ¿No estará encantado?
—«No… You are funny. I leave tomorrow».
—¿Te vas? ¡Qué lástima! Irás al país lejano de las golondrinas, donde vivías de pequeña. ¿O te vas con el hada Morgana?
—«Nearly».
—¿Qué dice?
—Que se va muy lejos… ¡Si pudiera ir contigo, princesa Leonor!…
—¡Niñas! ¿Qué hacen ahí? —nos gritó desde abajo la madre Bibiana—. ¡Se van a caer! ¡Jesús! ¡Bajen, bajen ahora mismo!…
—¡Adiós, princesa! —y le echamos un beso, y ella también a nosotras con sus manos, tan blancas como las de la Virgen del altar.
—¡Con quién hablaban ustedes! —preguntó la madre.
—Con la princesa Leonor.
—¿Princesa?…
—Sí, con la princesa del cuento, que está ahí… Se va con el hada Morgana…
La madre me puso la mano en la frente.
—¡Usted tiene fiebre!… ¡Claro, se ha estado toda la mañana en el suelo, con la humedad que hace!…
—No, madre; no está mala —dijo Milagros—. Es verdad lo de la princesa, y Celia sabe hablar con ella.
No me valió, y he estado dos días en la enfermería. Mientras, se ha ido la princesa y los gatos no han aparecido… El día que se marchó trajeron una caja de bombones con un letrero en la tapa, que decía: «Para Celia, de la princesa Leonor». Ahora ya me han creído las madres.
Las niñas me miran como si fuera yo algo raro:
—¡Conque tú sabes hablar como las hadas!…