Cuando se acabó la misa salí la última de la capilla, y vi a Lamparón haciéndome señas junto a la pila del agua bendita.
No le hice caso hasta que me tiró de la manga.
—Oye, tú: ¿qué hago de los gatos? —me dijo.
Como yo no sabía de qué gatos hablaba, le miré sin saber qué decir.
—¡No seas pasmá! Los gatos son los hijos de la «Rabona», que tú me dijiste que no los tirara… Están en el sobrao y hay que darles de comer… Tú dirás lo que hago.
—¡Ah!, ¿sí? Pues bájalos al jardín y yo los recogeré.
La madre Bibiana vino corriendo a preguntar:
—¿De qué están hablando?
—Un servidor, que preguntaba a la señorita si era suyo el pañuelo que me he encontrado —dijo Lamparón, ¡que es más listo!
—Entréguelo a la madre tornera y no pregunte a quien no debe…
Ya en clase se lo conté a las niñas.
—¿Sabéis? Tengo cuatro gatitos que iban a tirar y han estado escondidos en el sobrado… Lamparón los va a traer al jardín.
—¿Y qué vas a hacer con ellos?
—Si me ayudáis, los podemos tener en los pupitres y guardar de nuestra comida para dársela…
—¡Sí, sí! —dijeron todas.
A la hora del recreo los encontramos en una espuerta, junto al pozo, tomando el sol.
¡Son más ricos! Todos negros con manchas blancas, y el hociquito rosa.
¡Y más juguetones!
Los tapamos con un saco, para que las madres no los vieran, y después tratamos de quiénes iban a ser las que los tuvieran en sus pupitres.
Todas hubieran querido; pero como los gatos no eran más que cuatro…, por eso echamos a chinas.
Palomita blanca, dime la verdad: en ésta, en ésta, o en ésta estará…
Acertaron tres: María Luisa, Fifí y Margarita. Yo no di china, porque como los gatos eran míos, tenía derecho a uno. Al volver a entrar en clase llevábamos los gatitos en el delantal, y los metimos, sin que la madre los viera, en los pupitres.
¡Qué mono era el que yo tenía! Le daba con la pata a los ovillos, y arqueaba el lomo como si fuera un tigre.
Para que no se ahogara, no cerré el cajón, y sujeté la tapa con un carrete. De pronto asomó la cabecita, empujó y saltó de la mesa al suelo.
La madre dio un grito.
—¿De dónde ha salido este gato?
Nosotras nos reíamos, y el gatito corrió a esconderse en un rincón. La madre Consuelo lo sacó a la galería.
—Nada de risas, ¿eh?, que estamos en clase. A ver, Celia: diga usted los ríos de España.
Todavía estaba en el Ebro, cuando, ¡pum!, otro gato al suelo y corriendo por la clase…
—¡Dulce Jesús mío! ¿Pero por dónde ha vuelto a entrar?
Indudablemente hay un agujero en la pared.
También lo echó a la galería, y cerró con llave.
Cuando volvía a sentarse, Fifí soltó el gatito de su pupitre, que salió corriendo como un loco.
—¡Otra vez ha entrado este bicho!
¡Esto parece milagroso! Miren ustedes si hay un agujero en la pared…
¡Cómo es posible!…
¡Qué risa, Dios mío! Casi nos poníamos malas de tanto reír…
¡Cómo corría la madre detrás del gatito hasta que pudo atraparlo!…
A éste lo encerró en el armario de los libros. Nos hizo callar a todas, y yo volví a empezar con el Ebro.
—El Ebro nace en las montañas de Reinosa, provincia de Santander.
Pasa por…
¡Otro gatito corriendo por la clase y dando con la pata a un escarabajo!
¡Era morirse de risa el verlo!
La madre no se reía. Se puso pálida y le miraba asustadísima.
De pronto dijo:
—¡Ya no hay duda! ¡Es el demonio!
¡Niñas, arrodíllense todas!…
Nos arrodillamos mientras la madre echaba sobre nosotras agua bendita y sobre el gato, que soplaba con los pelos de punta…
—Asperges me, Domine, hissopo et mundabor: lavabisme, et super.
Fifí se echó a reír, y ya nos reíamos todas sin podernos contener.
—Son cuatro gatitos, madre Consuelo —dijo Milagros—. Son de Celia y los tenía en el jardín.
Nos costó trabajo convencerla, porque la madre se empeñaba en que ella había visto a uno solo. Hasta que vio salir el del armario y encontró los dos que estaban en la galería no nos hizo caso.
Todas las madres vinieron a ver los gatitos, y estaban ensimismadas con ellos…
Pero yo lo pagué todo, como siempre, y me quedé en casa cuando todas se fueron de paseo, a las cuatro, porque era jueves.
También las madres se fueron al coro a cantar los oficios. Y las hermanas legas, después de darme de merendar, se fueron también.
Me quedé aburrida, y para distraerme busqué a los gatitos, me los llevé a la cocina y repartí con ellos el chocolate y el pan. Luego nos asomamos a la ventana, y en seguida vinieron los chicos a vernos.
—¡Pero si es Celia! —decían, porque todos me conocen desde aquel día que jugué con ellos en la plaza de la iglesia—. ¡Anda! ¿Y cómo tienes tantos gatos? ¿Les das chocolate? Danos también a nosotros…
—No tengo más… Ya os lo darán en vuestras casas…
—¿Conque se lo das a los gatos y no nos lo quieres dar a nosotros, que somos cristianos? ¡Mira qué caridad! Pues primero son las personas que los animales…
La puerta de la despensa estaba cerrada; pero en el vasar de la cocina encontré un barril de aceitunas y una caja de galletas.
Todo se lo di. Un puñadito de aceitunas y cuatro o cinco galletas a cada uno. No hubo para todos y se pegaron.
Los gatitos, empeñados en subirse al barril, tiraron el caldo de las aceitunas, que se vertió desde la ventana, y se manchó el suelo de la cocina…
Cuando vinieron las legas se pusieron desesperadas. Una casi lloraba. ¡Es más rabiosa!
Las madres me regañaron mucho y no me dejaron explicarme.
—¡Pues Santa Cristina robaba a sus padres para dárselo a los pobres!
—¿Quién ha dicho eso? —dijo una madre.
—El padre Valverde, que la ha conocido en el cielo.
Don Restituto me ha llamado esta mañana en la capilla para decirme:
—Ya sé lo de los gatos, y lo de las aceitunas, y lo de Santa Cristina. Te prohíbo ser santa, ¿sabes?… ¡Porque nos vas a condenar a todos!…