¡Al martirio!

Toda la semana hemos estado de ejercicios espirituales.

No ha habido recreo, ni visitas, ni conversación. Casi no hemos levantado los ojos del suelo en ocho días.

Siempre en la capilla rezando, o escuchando al padre Valverde, que nos habla desde el púlpito.

Este padre es un fraile viejecito, muy sabio. Ha viajado mucho. Pero no vayáis a creer que ha ido a Rusia, o al Japón, o a París, como va todo el mundo, no. Él ha estado en el cielo, y en el infierno, y en otros sitios más lejos todavía. Por eso le han mandado las madres venir, porque se ha fijado mucho y lo explica muy bien. Una tarde nos contó cómo era la caldera donde se cocían los malos y lo oscuro que estaba, y los condenados que rechinaban los dientes, y los que arrastraban las cadenas…

De pronto sintió volar unas alas grandes, y era Luzbel, que venía volando por encima de todos para ver si estaban bien cocidos…

¡Ay, qué miedo me dio a mí! Algunas niñas se reían. ¡Parecen tontas!

Otro día nos habló del Limbo, que es un sitio muy aburrido, lleno de niños sentados en fila, sin moverse, porque no están bautizados. Y luego, del Purgatorio, que también es feo y hace mucho calor, y un barullo terrible, porque todos hablan a un tiempo…

Al fin nos contó cómo era el cielo.

Fue el último día. ¡Qué bonito debe de ser! Nos dijo que había que subir primero siete escalones de plata…

Y allí, en el descansillo, están las almas que van a entrar, vestidas de blanco, esperando que las llamen.

Luego hay que subir otros siete escalones de oro y otros siete de diamantes, y siete rayos de luna y siete rayos de sol…, y no sé, porque es tan bonito, que lo confundo con el palacio de Aladino y tengo miedo de contarlo mal.

Allí arriba hay coros de ángeles cantando, y santos y mártires, todos vestidos de luz, y que son más que ángeles todavía.

Y, claro, he decidido irme al cielo, porque me gusta más que el colegio.

La madre San José, que siempre que hay función en la capilla dice: «¡Parecía que estábamos en el cielo!», ahora ya no dirá nada.

¡Dónde se va a comparar! ¿Cuándo ha visto ella en la capilla escaleras de rayos de sol y vestidos de luz?

Pues nunca. No vale presumir.

Quien lo ha visto todo es el padre Valverde, y no se da importancia.

Yo le dije al bajar del púlpito:

—Padre, ¿qué tengo que hacer para ir al cielo?

Me bendijo, riéndose, y por la tarde nos contó lo buena que era Santa Teresa de pequeña, y que Santa Margarita ayunaba todos los días, y Santa Cristina quitaba el dinero a sus padres para dárselo a los pobres…

Carmencita se quedó llorando en un rincón.

—¿Por qué lloras?

—Porque quiero ser santa y no puedo…

—Hija, igual me pasa a mí. Mi papá y mi mamá son muy buenos y no me pegan… Las madres no me dejan ayunar, y a los pobres no les puedo dar nada porque no lo tengo… Una vez que les di las camisas de la madre Florinda, ¡se armó una!…

—Pues yo quiero ir al cielo…

—¡Toma, y yo también! Para ir al purgatorio o al infierno, prefiero quedarme aquí.

Decidimos ser santas, aunque las madres no quisieran, y desde el día siguiente empezamos a hacer una capilla en el jardín, como la hizo Santa Teresa con su hermano.

Precisamente había en un rincón muchos ladrillos, tierra, y hasta tejas. Amasamos la tierra con agua y fuimos poniendo unos ladrillos encima de otros.

En seguida llegó una madre, nos riñó mucho y mandó a Juanón que deshiciera lo que habíamos hecho.

—¿Es que se creen ustedes que están ahí esos materiales para jugar? Han costado mucho dinero y no podemos desperdiciarlos…

¡Así no es posible ser santas!

Entonces, Carmencita decidió que fuéramos mártires, y que se fastidiaran las madres.

—Nos escaparemos como Santa Teresa, para que los moros nos descabecen.

—Sí, pero ya no hay moros.

—¿Que no? ¡Anda, qué tonta! Están en África.

—¡Yo creía que los había matado a todos mi tío Rodrigo! ¿Y crees tú que nos querrán cortar la cabeza?

—En cuanto se lo digamos. ¡Ya verás! Gritaremos: «¡Viva Dios! ¡Viva la Virgen María!», y en seguida nos matarán.

No pude dormir por la noche pensándolo. ¡Vaya un daño que nos iban a hacer al cortarnos la cabeza! ¡Y Carmencita tenía una prisa!

—¿Cuándo nos vamos?, di. ¿Cuándo nos vamos?

—Ya nos iremos. ¡No seas pesada! Mañana o pasado.

—Mira que África está muy lejos y vamos a tardar mucho.

—Bueno, no importa.

—Sí, ¡no importa, no importa! ¿Pues no sabes que luego iremos al cielo a subir por las escaleras de oro?

—Lo sé, lo sé…; pero antes nos cortarán la cabeza…

—¿Y qué? A Santa Margarita le quitaron la carne a tiras, y a Santa Cristina la frieron en una sartén de aceite y, mientras, estaba cantando.

—¿Tú lo crees?

—¡No lo voy a creer, si lo ha contado el padre Valverde!

—Oye: ¿y no dijo si cantaba porque le dolía, o si era para disimular?

—¡Qué tonta! Pero si a los mártires no les duele nada… ¿Cómo te lo voy a decir?

Todas las tardes, a la hora de la merienda, quería que nos fuéramos; pero nunca estaba la puerta abierta ni nos dejaban solas.

Ayer se acercó a mí Carmencita cuando estábamos en el recreo, y me dijo al oído:

—¡Vamos ahora, Celia!

—¿Adónde? —porque a mí casi se me había olvidado.

—A que nos corten la cabeza.

—Bueno… ¿Tú crees que si no somos mártires no iremos al cielo?

—Claro que no… Santas no podemos ser…

—¿Y no sería mejor quedarnos aquí? Yo estoy contenta en el colegio.

—¡Huy, qué niña! Me iré yo sola…

Y por no dejarla sola me fui con ella. ¿Qué iba a hacer?

Salimos por la puertecilla del huerto a un sendero entre zarzas, que yo no había visto nunca.

Carmencita sacó el rosario de su bolsillo y nos pusimos a rezar para que se nos hiciera más corto el camino.

Aún no habíamos acabado el último diez, cuando salió Juanón detrás de una zarza con dos berzas muy grandes.

—¿Adónde vais? ¿Habéis sorteao? —y se reía como un bárbaro que es—. ¡Hala, hala, a casa sin rechistar!

—Juanón, si nos dejas ir, te regalo mi rosario y pedimos por ti cuando estemos en el cielo —dijo Carmencita.

—¡Hala, hala, a casa y dejarme a mí de tonterías!… ¿Por qué os escapabais? Ya lo diréis, ya, cuando sus lo pregunte la madre.

Nos hizo volver casi corriendo. ¡Y qué vergüenza luego para contarlo! Yo lloraba. Carmencita lo dijo todo…

Don Restituto se enfadó mucho, y nos ha prohibido ser mártires en toda nuestra vida.

¡Yo me he alegrado más!…