He decidido ser buena, decir siempre la verdad y obedecer a las madres en todo lo que me ordenen.
Ya sé que ser buena no es estar callada y cruzada de brazos.
La madre Loreto me ha dicho:
—Hay que estar siempre contentos para mostrar a Dios que agradecemos la vida que nos ha dado.
—Por eso canto yo todo el día…
—No. Estar contenta no es alborotar a todas horas, sino sentir suave alegría interior.
Y como yo la siento siempre, pues canto por dentro:
Me casó mi madre, me casó mi madre, chiquitita y bonita,
¡ay, ay, ay!
chiquitita y bonita.
—¿Es que está usted rezando, Celia? —me preguntó un día la madre, al verme mover los labios.
—No, madre; es que canto, porque tengo suave alegría dentro de mí.
—Todo es alabar a Dios —dijo.
Ahora ya no me enfado cuando en el recreo de la tarde suenan las tres campanadas para que vayamos a la capilla.
¡Y cuidado que es fastidioso! A lo mejor estamos jugando a las cuatro esquinas, y ando yo pidiendo lumbre:
—¿Me da usted una ascuita de lumbre?
—Por allí, por allí rebulle.
Mientras, Pilarín y Lolita (que es una patosa) cambian de esquina…
Voy a pillarla yo, y ¡tan, tan, tan!
¡Dios mío, qué rabia! ¡A la capilla!
Cuando entramos del jardín no vemos nada. Está oscura y fría como una cueva.
Nos sentamos a tientas en los bancos, y en seguida oímos a la madre Corazón de Jesús, que lee con una voz que le sale por las narices: «Medita, alma mía, en el temido instante de la muerte. Tu ángel de la guarda libra su última batalla con Satán, que quiere perderte por toda la eternidad…». Yo me pongo cerca de la pared, y, como hay una lámpara encendida delante de la Milagrosa, antes me entretenía haciendo sombras chinescas. Pero ya no. Ahora medito. Me acuerdo de un gato que se nos murió en casa, y mamá le daba una medicina muy pringosa con una cuchara, y el gato no la quería…
Siempre acabo llorando de tanta pena que me da.
—¿Por qué llora usted de ese modo?
—Porque he estado meditando.
—¡Ah! Bien, bien… No me cuente nada. El alma debe tener sus íntimos secretos, sólo conocidos por Dios.
Porque la madre Corazón de Jesús habla como lo que está escrito en los libros, y dice cosas tan bonitas que nunca se sabe lo que dice.
Me confieso todos los días, y el padre Restituto se aburre ya de oírme.
—Pero vamos a ver, hija —me dice—: si no tienes nada que contarme, ¿para qué vuelves a confesarte otra vez?
—Porque me quería reconciliar…
—¡Válgame el Cielo! Pues, hija, con Dios ya parece que has hecho las paces, y conmigo hace tiempo que estás en paz… No, si la cosa es dar guerra…
—Es que algunas veces se me olvida lo que tengo que decir, y eso que apunto los pecados en un papel. Lo apunto todo, aunque sea un pecado chiquitín como la punta de un alfiler; pero no sé cómo me arreglo que el papel se me pierde siempre, y cuando llego al confesonario no me acuerdo de nada.
—Vamos a ver qué traes hoy —me dice el padre.
—Pues nada. No me acuerdo de ningún pecado…
—¡Vaya, vaya, no me hagas perder el tiempo! No quiero preguntarte; confiesa tú sola…
—Acúsome, padre, que peca el padre Restituto y peco yo.
—¿Sí? ¿Y de qué peca el padre Restituto?
—El padre Restituto peca de impaciencia, y yo dándole guerra…
—¡Muy bien! Me parece que vas a ser tú buena bachillera…
Y se ríe, porque el padre es muy bueno, aunque nos ha estado engañando a todas. ¡No podéis figuraros lo que ha pasado! He sido yo la única que lo ha descubierto todo, y he prometido no decir nada a nadie más que a vosotras, que me guardáis el secreto.
Todos los días, después que se acaba la meditación, me quedo un ratito más en la capilla cuando ya se han ido las niñas. Las madres me dejan, porque dicen que me ha tocado la Gracia. Aunque Lamparón y Pronobis me hacen guiños, yo no los miro siquiera.
Algunas veces veo a don Restituto y a Luciano, el sacristán, que arreglan las ropas de la sacristía.
Una tarde que estaba haciendo examen de conciencia, de rodillas en un banco, vi al señor cura que buscaba las llaves de una cómoda muy grande, donde están guardadas las casullas.
¡Dios mío, lo que supe entonces!
¡Me quedé espantada!
No me podía dormir por la noche, y por la mañana no quise confesar sin contarle todo a la madre superiora.
—¿Qué es lo que le ocurre a usted tan temprano? —decía la madre Loreto, que todo lo quiere saber.
—Una cosa que no le puedo decir a nadie.
—Alguna bobada será…
—No es bobada. Si no se lo digo a la madre, no podré confesar, ni siquiera volver a la capilla…
—¿Tan grave es lo que tiene que decir?
—¡Ya lo creo! Muy grave, muy grave.
La madre superiora tampoco quería hacer caso, hasta que le dije que era de don Restituto lo que tenía que decirle.
—¡Calle! ¡Calle y no hable más! ¡Venga conmigo!…
Me hizo pasar a un cuartito pequeño que hay junto al coro, y cerró la puerta. Después se sentó y me hizo ponerme de rodillas.
¡Qué asustada me puso con tantos preparativos!
—¡Diga usted la verdad, sólo la verdad!
Al ver que se ponía tan seria me eché a llorar.
—¡Cálmese y dígalo todo, que está delante de Dios!
Me asusté más, y ya no podía decir una palabra.
—Pero cálmese, hija, cálmese.
Cuanto más grave sea lo que haya de decir, más importante es que tenga serenidad… ¿Qué es ello?
—Pues que… que don Restituto nos está engañando a todas…
—¡Jesús! ¿Qué quiere usted decir con eso?
—Yo lo he visto, madre, yo lo he visto.
—¿Qué ha visto usted?
—He visto que no es un señor cura.
—¿No? ¿Pues qué es?
—Es un hombre… Lleva pantalones como mi papá… Lo he visto yo… Se levantó la sotana para buscar las llaves, y las tenía en el bolsillo del pantalón.
—Bueno, ¿y qué? ¿Es eso todo lo que tenía usted que decir? ¡Jesús, qué criatura!
Y la madre se reía bajito. ¡Yo creo que lo sabía!