He hecho confesión general. La madre Loreto me ha preparado en el cuartito de abajo, mientras las niñas estaban en el recreo.
Con las maderas de las ventanas cerradas y dos velas encendidas encima de una mesa, donde había un crucifijo, el cuarto estaba muy triste.
Y yo más. ¡Me ha contado unas cosas la madre Loreto!…
Ya sé lo de aquella niña que mentía mucho, y cada mentira era un sapo horrible que le salía por la boca…
Y aquel niño que tenía un pecado con cabeza de serpiente, que le subía a la garganta y se volvía a esconder porque no lo confesaba…
Y la otra, que se hundió en el infierno con cama y todo…
—¿Vivía en un piso muy alto, madre? Porque los vecinos se quedarían asustados al verla pasar como un ascensor, rompiendo los techos y los suelos…
Yo me arrepentí de haber pecado tanto, y con una pena muy grande me fui a confesar.
Pero me parece que don Restituto es como papá: se ríe siempre, y no hace mucho caso de lo que le digo.
—¿Por qué lloras tanto? —me decía asombrado.
—Porque estoy arrepentida, y voy a ser buena… y quiero ser santa.
—¡Es una decisión maravillosa, hija mía! Tú tendrás seguro el cielo, y a nosotros nos dejarás casi en la gloria.
Después me dio un libro con vidas de niñas santas, que es precioso.
La hora del recreo la pasé leyéndolo, sentada al sol, en un banco del jardín. Ya lo he leído veinte veces, y me parece más bonito cada vez.
Todas las historias comienzan así: «Fue Eulalia, desde su más tierna edad, el asombro de su noble familia…». O «En la ciudad de Asís nació la niña Clara, rara joya de valor inestimable». «La bienaventurada Genoveva fue una niña extraña…».
Porque todas las santas fueron muy raras cuando eran pequeñas y tenían unos padres muy malos.
El padre de Santa Catalina era un perro que se llamaba Moro.
Nosotras lo cantábamos todos los días.
En Cádiz hay una niña que Catalina se llama.
Su padre es un perro Moro; su madre, una renegada.
Así, que estoy viendo que no voy a poder ser santa aunque quiera…
En cambio, ha entrado ahora en el colegio una niña bizca, con las narices despachurradas, que se llama Elguibia, y le pegaba su papá. ¡Ésa sí que puede ser santa!
—Dime: ¿es verdad que tu papá es muy malo y te pegaba mucho?
—No es mi padre; es mi tío. Yo nunca he tenido padres…
¡Si será rara! Para hacerme amiga suya le he regalado mi colección de estampas y una caja llena de conchas.
También le dejo leer un libro de cuentos y la ayudo a hacer los problemas.
Tiene las manos pequeñitas y ásperas, con muchas verrugas, y a mí me gustaría tenerlas así. Cuando habla dice «güeno” y “mejol», y de tanto oírselo decir lo digo yo también.
Y cuando la riñen las madres tuerce el hocico con un gesto muy raro, que yo no sé hacer igual, aunque lo he ensayado en el espejo del lavabo.
Le gustan mucho las naranjas, y yo no como postre para guardárselas.
Todo me lo pide: los pañuelos, los lápices, los bombones que me mandan de casa… Y yo todo se lo doy para que sea mi amiga.
Pero ayer, después que le di una virgencita de plata, se empeñó en que le diera el rosario de coral que me regaló mamá el día de mi santo.
Y como no quise, no me habló en todo el día. ¡Tenía yo una pena! Al anochecido pasaba yo por la galería del coro, cuando se abrió la puerta y salió ella. ¡Qué paliza me dio!…
Me arrancó los pelos, me arañó la cara y me hizo sangre en la boca.
Yo no gritaba. Lloraba bajito para que no me oyeran y la castigaran…
Ni casi me defendía.
Pero llegó la madre Bibiana, y todo hubo que decírselo.
—¿Es usted tonta, Celia? ¿Qué estúpida afición le ha tomado a esta niña perversa? ¿No ve usted cómo le paga su cariño?
—Sí, pero es santa…
—¿Santa? ¿Qué está usted diciendo?
Mientras, Elguibia retorcía el hocico y se ponía horrible para burlarse de mí.
—Sí, madre: es santa o lo será, porque lo he leído en el libro que me dio don Restituto.
—¡Cualquier cosa! ¿Y qué ha encontrado usted en las vidas de niñas santas que se pareciera a su amiga?
—Que eran muy raras…
—¿Y qué?
—Pues que más raras que Elguibia no serían…
—¡Jesús, Jesús! ¡Tiene usted razón! ¡Pero no, por Dios! ¿qué estoy diciendo? Hija mía, usted sí que es rara y extraordinaria, y capaz de volvernos a todas la cabeza loca…
—¿Entonces puedo ser santa?
—¡Ya lo creo que sí! Si usted se lo propone, lo será… Y usted, Elguibia, hoy se queda sin postre. Ya ha comido bastantes naranjas… ¡No crea que no sé lo que ha estado haciendo esta inocente!
Ya no he visto más a Elguibia. La han cambiado de clase, de mesa y de dormitorio.
Pero no me importa. Ahora la santa voy a ser yo, porque soy muy rara.
Para empezar a mortificarme había pensado no salir hoy a la hora de visita. He salido al fin, porque me lo han mandado, y yo quiero ser obediente como las santas.
Papá me ha dicho:
—¿Qué tontería es ésa de no querer salir? ¿Es que no querías vernos?
—Era para mortificarme… ¡Como ahora quiero ser santa!…
—¿Sí? ¿Y cuándo te ha entrado esa vocación?
—Pues la he cogido en el jardín, leyendo al sol un libro muy bonito…
—¿Como si fuera la gripe?
—Una cosa así, ¿sabes? Pero estoy decidida… Ya se lo he dicho a la madre.
—¿Y qué te ha contestado?
—Que sí, que lo seré si quiero, porque soy una niña muy rara… Es que hay que ser rara para poder ser santa, ¿sabes? Lo que siento es que tú eres bueno y no me has pegado nunca…
—¡Caramba, qué contrariedad! ¡Todo son dificultades para aspirar a ese honor! En fin: si quieres, puedo sacrificarme y darte unos azotes ahora mismo.
—¡No, no!
Me parece que papá se burlaba de mí…