La madre Loreto dijo:
—Cuando una niña se acusa a sí misma para que no castiguen a otra, tiene un corazón noble. Celia, baje a la capilla y rece un Padrenuestro para que Dios la perdone. Nosotras ya la hemos perdonado.
Desde aquel día estoy muy contenta.
Las niñas me quieren mucho, y las madres no me castigan nunca.
Una vez que dejaron el agua del lavabo corriendo, cayó al suelo, y hasta que salía por los pasillos nadie se enteró. Las legas tuvieron que recoger el agua con bayetas, y una madre nos preguntó quién había sido la descuidada que dejó el grifo abierto.
Ninguna decía nada, y entonces yo dije:
—He sido yo, madre, que algunas veces me olvido de cerrarlo…
—Bueno, encomiéndese a Nuestro Señor para que le dé más memoria, y procure que no le ocurra otra vez.
Luego, en el recreo, me dijo Rosalía:
—¿Por qué has dicho que eres tú si no es verdad?
¡Era ella! Son tontas, y no lo quieren decir porque no les quiten los vales. A mí lo mismo me da…
A los pocos días, cuando estábamos por la tarde en la meditación, nos prendieron las faldas a todas las de un banco.
Al levantarnos, vimos que estábamos prendidas unas a otras con alfileres.
Y no quisimos quitarlos, porque nos daba mucha risa salir así de la capilla.
La madre Bibiana se enfadó al vernos:
—¿Pero qué travesura es ésa? ¿Quién ha sido?
Todas nos callamos, y nos poníamos muy coloradas de aguantarnos la risa.
La madre decía:
—¡Esto es un escándalo y una irreverencia! Una niña que está entre vosotras no sólo se ha distraído en la santa meditación, sino que ha sucumbido en el pecado…
Ninguna decía nada, y la madre nos anunció que nos quedábamos todas sin postre. Entonces, yo me adelanté y me eché la culpa:
—He sido yo, madre. No castigue a ninguna.
—¡Muy bonito! ¡Qué niña, Jesús mío! Tiene usted que reconciliarse esta misma tarde para poder comulgar mañana.
María Rosa, que sabe mucho y se le ocurren juegos muy divertidos, llenó un día en clase un cucurucho de papel con la tinta de su tintero.
El juego era dárnoslo unas a otras, sin derramar la tinta, diciendo:
Lleno te lo doy; si vacío me lo das, tú lo pagarás.
Nos lo dábamos muy de prisa y sin apretarlo con los dedos.
La madre Consolación todo lo ve, y en seguida se dio cuenta.
—¿Qué están ustedes haciendo?
—Nada… No hacemos nada, madre…
—Nada bueno será. ¿Qué es eso que se dan unas a otras? A ver, quiero yo verlo…
Y aunque no se lo queríamos dar, al fin nos lo quitó.
—Pero ¿qué es esto? —dijo, despachurrando el cucurucho, que se reventó en sus manos, y la tinta se derramó en el suelo y en el hábito.
¡Cómo se puso de sucia y de enfadada!
—¿A quién se le ha ocurrido este juego? ¿Quién ha sido? ¡Contesten en seguida o castigo a toda la clase!
—¡He sido yo!… —dije.
—¡Vaya! Me lo estaba figurando. Con usted han entrado en el colegio la indisciplina y el desorden. Después, con acusarse, ya cree que todo está arreglado. Pero Dios lo ve todo y la castigará…
Por eso no me importa. Como Dios lo ve todo, sabe quién ha sido, mejor que la madre Consolación.
En la cena comíamos siempre de primer plato unas hierbas verdes muy pringosas, que dan mucho asco. Son acelgas. Me lo ha dicho Josefina.
También me dijo que no las íbamos a comer más, porque estaba harta.
—El primer día que pueda escaparme al huerto, en el recreo, las arranco todas y las tiro por encima de la tapia. ¿Quieres venir conmigo?
—¿Son acelgas las que planta Juanón con tanto cuidado junto al pozo?
—Sí. Es un asqueroso. Mira qué poco las come él. Las pone para que nos las hagan comer a nosotras.
—¿Nos tiene rabia?
—No sé, pero hay que arrancarlas, porque si no, en toda la vida acabaremos de comernos las que hay plantadas.
Después, como Josefina ya no se junta conmigo, no volví a hablar con ella ni supe cuándo las arrancó, hasta que vino Juanón muy enfadado diciendo que habían tirado las acelgas y las brecoleras al pozo.
Las madres se enfadaron mucho. Más que nunca. Me dijo Rosa que la madre Isolina echaba chispas por los ojos.
Yo no lo vi, y casi no lo creo.
Entonces le conté a la madre Loreto que había sido yo.
—¡Es posible! ¿Por qué ha hecho usted eso?
—Porque no me gustan las acelgas, ni a las niñas tampoco…
—¡Oh! ¡Esto ya es demasiado! Daré cuenta a la madre superiora, y habrá que tomar una determinación con usted.
No hice caso, porque otras veces también me lo han dicho y no ha pasado nada. Pero al día siguiente me llamó la madre para decirme que había escrito a mis padres notificándoles mi proceder.
Bueno; yo no sé lo que es eso, y me quedé tan contenta.
Ayer por la mañana vimos que corría gente por la carretera y que pasaba la Guardia civil. Después volvió a pasar con un hombre atado que se defendía.
A nosotras no nos contaron nada; pero Fifí, que de todo se entera, nos dijo que habían matado a no sé quién, y habían prendido fuego a una casa y el pinar estaba ardiendo.
—¿Y ha sido ese hombre?
—Nadie lo sabe, porque él dice que no… Pero lo ahorcarán, ya veréis…
¡Qué tonto! ¡Tenía más que acusarse para que le perdonaran!
Todo el día estuve pensando en él, y ya por la noche me decidí.
—Madre Loreto, quiero contarle una cosa a la madre superiora.
—¿Es caso de conciencia? Porque si no lo es, mejor será que espere a mañana.
—No, no. Se lo quiero decir hoy.
—Venga conmigo entonces.
Cuando estuve delante de la madre, me puse de rodillas:
—¡He sido yo! ¡Qué no castiguen a nadie!
—¡Usted! ¿Pero qué barrabasada ha vuelto usted a hacer?
—He matado a no sé quién, y he prendido fuego a una casa, y el pinar está ardiendo.
La madre me miraba como si hubiera dicho una atrocidad.
—¡Usted no sabe lo que dice, criatura!
—Sí sé, sí sé. No ha sido ese hombre que llevaban por la carretera, he sido yo…
—¡Jesús mío! ¡Esta niña lleva muchos días acusándose de lo que no hace!…