Al otro día volvieron todas las niñas, porque don Restituto fue a sus casas, de parte de la madre superiora, a decir que era mentira lo de las viruelas.
A mí me llevaron a un cuartito sola, hasta que bajé a la capilla para confesar.
Don Restituto decía que estaba muy enfadado; pero yo creo que era de mentirijillas.
—Eres una niña insoportable —me dijo—. ¿A ti te parece bien haber levantado esa calumnia?
—¿Qué calumnia?
—Decir que hay viruelas en el convento, sin ser verdad, es una calumnia.
—¡Pero si es que me estaban aburriendo a preguntas!…
—¡Eso sí lo creo! ¿Y qué te preguntaban?
—Por qué estaba castigada, que quién era yo para mandar esquilar el burro…, quién había robado el convento…
—¿Pero quién ha inventado eso del robo?
—Pues ellas… Se lo contaban unas a otras, y cada una añadía un poquito…
—Lo creo, lo creo, hija… ¡Qué mujeres éstas!… Bueno: ¿y por qué dijiste luego a tus compañeras que se iba a acabar el mundo?
—Porque también lo decían las señoras que vinieron el domingo. Doña Sabina ponía los ojos en blanco para decir: «¡Qué niñas hay ahora! ¡Esto es el fin del mundo!».
—¡Ja, ja, ja! ¿Y por eso tú creíste…? ¡Ja, ja, ja! Bueno, hija, bueno. Pues en penitencia…, que te compren unos caramelos, ¿sabes?, y rezas una Salve.
La madre Loreto vino por mí cuando acabé de confesarme y me volvió a llevar al cuartito. En castigo me mandó coser unas medias rotas.
—Supongo que estará usted avergonzada de su comportamiento —me dijo.
Yo me callé, porque no sabía qué decir.
—¿Qué? ¿No dice usted nada? Ya se lo habrá dicho don Restituto en el pecado de falta de caridad que ha incurrido… Sus pobres compañeras se han visto separadas durante unas horas de esta santa casa… Nuestra madre, a la que todos debemos respeto y obediencia, está enferma del disgusto…
Tantas cosas me dijo, y las medias que estaba cosiendo tenían tantos agujeros, que me eché a llorar, y la madre se puso muy contenta.
—¡Eso, eso le hace falta: arrepentimiento y contrición!
Y yo lloraba cada vez más fuerte, hasta que la madre se asustó, y me dijo:
—¡Calle, calle, por Dios, que se va a poner enferma! No llore más…
Confíe en la misericordia divina.
—¿Quiere que yo le aconseje lo que debe hacer para volver a la gracia? Tengo orden de la superiora de que no salga de aquí hasta estar verdaderamente arrepentida… ¿Quiere presentarse en el comedor cuando estén comiendo para pedirles perdón?
—Sí, madre, sí.
¡Ay, qué pena tenía yo más grande, no sé por qué!
—¡Vaya, no se apure más! Dios la hará buena si se arrepiente de corazón…
Yo prometí arrepentirme. ¡Ya estaba arrepentida! Y a la hora de comer fui con la madre a la puerta del comedor.
—¿Y ahora qué hago, madre?
—Su ángel de la guarda le dirá lo que debe hacer.
Me acordé de una función de teatro que había visto con mamá, en que pasaba una cosa parecida. Me arrodillé con los brazos en cruz, y dije:
—¡Perdón, perdón!… ¡Yo lo imploro de algo de tu corazón!…
Todas las niñas se echaron a reír, y algunas que estaban bebiendo se atragantaron y tosían. La madre no me dejó hablar y les pidió que me perdonaran.
Dijeron que sí, pero hinchaban los carrillos y se ponían muy coloradas para no soltar la carcajada. ¡Vaya unas tontas! Cuando comía con ellas me miraban de reojo y se daban con el codo.
¡Hasta Pilarín, que es mi amiga, se reía! ¡Me dio una rabia!
Al salir del comedor nos encontramos en la galería con unos hombres negros que habían venido a limpiar las chimeneas, y todo el suelo estaba cubierto de polvo negro y finito.
Hice un cucurucho de papel y lo llené, cuando no me miraban, para guardarlo en el bolsillo. ¡Cómo se me pusieron las manos!
Me lavé en la fuente del jardín y me sequé con el pañuelo. ¡Si llegan a verme las acusicas, van en seguida con el cuento a la madre!
No jugué con ninguna, porque no hacían más que mirarme y reírse.
¡Tontas! Por la noche puse el cucurucho de polvos negros debajo de la almohada.
¡Estaba más rabiosa con todas las niñas! Merecían que yo me burlara de ellas también… Entonces se me ocurrió una picardía.
Cuando nos desnudamos, la madre Loreto levantó las cortinas de las camas y se puso a pasear, rezando, como todas las noches. Yo me hacía la dormida; pero no me quería dormir. Al fin, la madre nos miró una por una y, creyendo que dormíamos, se marchó. Yo me levanté callandito.
De puntillas me fui acercando a las camas, y con el dedo untado en los polvos negros del cucurucho les pinté a todas unos bigotes preciosos. A María Rosa, que me había sacado la lengua, le pinté barba además.
Algunas se movían un poco, como si se fueran a despertar, pero yo lo hacía con tanto cuidadito, que ninguna se despertó.
A Fifí no la pude pintar, porque tenía la cara debajo de las sábanas.
¡Lo que me iba a reír al otro día!… ¡Anda, por burlarse de mí!…
Después me pinté yo bigote y perilla; porque si no, sabrían quién había sido. Tiré el cucurucho y me dormí.
Al despertar ya no me acordaba.
¡Qué jaleo se armó cuando nos levantamos!
Unas estaban pintadas y otras no, pero todas las sábanas se habían llenado de hollín, menos la de Fifí.
Y, claro, a ella le echaron la culpa. ¡Qué listas son las madres!
Fifí lloraba y decía que no había sido… Yo me acordaba de que ella se reía más que ninguna en el comedor mientras yo pedía perdón de rodillas…
¡Anda, que la castiguen por burlona! ¡Así aprenderá a no reírse de mí!
Pero cuando vi que se la llevaban al cuarto de las ratas, me dio tanta pena que grité:
—¡Madre Loreto, he sido yo! ¡Que me castiguen a mí!…
¡Y no me castigaron!