Toda la tarde estuve de rodillas, porque se olvidaron de mí. Yo esperaba a papá, que viene todos los domingos a verme; pero este día, que me hacía más falta que nunca, no vino.
En cambio, vinieron muchas señoras.
Las mamás de todas las niñas, y sus tías y sus abuelas…
Mucho antes de la hora de visita ya estaba yo de rodillas en el salón, mientras las niñas ensayaban una comedia que van a hacer, y las señoras iban llegando.
Al verme arrodillada en un rincón, me aburrieron a preguntas:
—¡Pobrecita! ¿Qué has hecho para que te hayan castigado?
—Nada…
—Algo habrás hecho, picarona…
—Pues decir al gitano que esquilara el burro.
—¡Vaya! ¿Y quién te mete a ti a decir…? Para eso están los mayores.
Después la mamá de Pilarín me dijo:
—¿Conque has mandado esquilar el burro sin permiso de nadie? ¡Qué criatura! ¿No ves que aún no es tiempo? Eso más adelante, cuando haga calor…
—Si no fue por eso —¡qué señora más tonta!—; si es que los gitanos han robado el burro.
—¡Ah! ¡Ya decía yo! Entonces tú has tenido la culpa, ¿verdad?
—Eso dice la madre…
Y luego, la abuelita de María Rosa vino también a preguntarme:
—Pero, criatura, ¿tú has tenido la culpa de que los gitanos roben a las madres? Ya, ya me habían dicho a mí que eras una niña muy mal criada…
Y se fue; pero en seguida vino una tía de Josefina, y su hermana mayor, y una amiga de la mamá de Lolita…
¡Vuelta a preguntarme!
—¿De modo que han robado el convento esta semana?
—Yo no sé…
—¿Que no sabes? ¡Buena pájara estás tú hecha! ¡Has tenido la culpa!
—¿Yo?
—Sí, tú, tú. Tú, que has abierto la puerta a los ladrones.
—¡Yo! ¿Qué puerta?
—No te hagas de nuevas, que se lo acaban de decir a doña Sabina.
Todas las señoras se reunieron en un grupo y se pusieron a hablar, manoteándome y mirándome a mí. Decían:
—¡Qué niñas éstas! Nunca han ocurrido estas cosas. Es que aquí mandan lo peor de cada casa… Cuando yo me eduqué era distinto…
—¡Calle usted, por Dios! ¡Si ahora los niños nacen sabiendo! ¡Esto es el fin del mundo! ¡Le digo a usted que el fin del mundo!…
¡Yo tengo una rabia! ¡Vaya unas señoras tontas! Siempre había alguna a mi lado preguntándome cosas y dándome consejos.
Que si yo era una niña muy consentida, que si ya escarmentaría, que si iba a ser muy desgraciada. ¡Ya estaba yo harta! ¡Me entró un deseo de decir barbaridades!…
A ver a María Antonia vino el mayordomo de su casa, porque su papá y su mamá están de viaje, y también se acercó a mí. Es un señor viejecito.
—¿Por qué estás castigada?
—Porque sí…
—¡Buena razón! ¿Tú sabes si podría yo hablar con la madre superiora?
—No, porque está mala.
—¿Sí? ¿Qué tiene?
—Viruelas.
—¿Estás segura?
—Segurísima… Y la madre Visitación, y la madre Florinda, y Nicolás… Todos tienen viruelas.
—¡Pero es espantoso! ¡Y estas benditas señoras sin decir nada! ¿Y qué dice el médico?
—Que se van a quedar muy feas.
—¿Pero no se dan cuenta de que esto no puede quedar así? ¡Qué barbaridad!
El viejecito se separó de mí y se fue a contar a las señoras lo que yo le había dicho.
Algunas se reían y decían que yo era una embustera; pero, al fin, todas se marcharon de prisa.
Cuando bajaron las niñas estaba yo sola en el salón.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Pero es que no ha venido nadie? —decían.
De mí no se acordaron, y me quedé sola otra vez.
El salón se fue quedando oscuro, y yo escuchaba lo que ocurría por los pasillos y en la puerta del vestíbulo.
Oí que vinieron por Josefina de parte de sus padres, y después, por María Antonia, y luego, por Anitita y Fifí que son hermanas. Cuando fue de noche vino la madre Loreto a decirme que fuera a cenar.
En el comedor había muy pocas niñas, y las madres estaban serias.
—¿Qué pasa? —pregunté a Julita, que estaba a mi lado.
—No sé… Han venido por muchas niñas y se las han llevado a su casa. Habrá títeres o revolución.
—Yo he estado de rodillas toda la tarde…
—Ya lo sé…, y me alegro…
—¡Ay! ¿Sí? ¡Tonta! ¡Fea!
—¡Chist! ¡A callar! —dijo la madre.
Cuando no me miraban le dije a Julita:
—¿Sabes por qué se han llevado a las niñas?
—¿Por qué?
—Porque es el fin del mundo. Todas las señoras lo decían esta tarde en el salón, y se han ido corriendo.
Julita abrió mucho los ojos y me miró, asustada.
—Sí, sí, es verdad. Esta noche se acaba el mundo.
Entonces se lo dijo al oído a Natividad, y ésta a Teresita, y todas me miraron. Al fin, una niña se echó a llorara gritos. La madre vino corriendo.
—¿Pero por qué llora usted de ese modo? ¿Qué le pasa? ¿Qué le duele?
—¡Me quiero ir a mi casa! ¡Yo no quiero estar aquí!
—¿Se quiere usted ir? ¿Y por qué? Diga, diga…
—Porque es el fin del mundo…
—¡Jesús! ¿Quién se lo ha dicho?
Todas las niñas se pusieron a llorar, menos yo, porque no tenía gana.
Las madres hablaban entre ellas, y también estaban muy asustadas.
Nos hicieron bajar a la capilla y mandaron recado a don Restituto, el capellán, que llegó en seguida. Pero cuando supo por qué le habían llamado, se enfadó.
—¿Quién ha inventado esa majadería? —dijo.
Entonces vino una mujer a buscar a Julita de parte de sus papás, y don Restituto le preguntó por qué se la llevaban.
—Porque los señores han sabido que en el colegio hay viruelas.
—¡Dios mío! ¿Pero quién ha inventado esa mentira? —dijo la madre Loreto.
—Se lo ha dicho una niña que estaba castigada en el salón…
—¿Ha sido usted, Celia?
El capellán se reía, mirándome:
—Sí, no indague más, madre. Ya sabemos quién ha puesto en revolución a todo el mundo esta noche… Ella ha decidido que nos den a todos viruelas y que suenen las trompetas del Juicio. ¡Esta diablota no nos va a dejar vivir!