El burro y el gitano

Me han castigado a estar de rodillas la hora de visita. No me importa… ¡No ha sido por nada malo!

Como ya hacen buenos días, los jueves vamos de paseo a un pinar que hay en las afueras.

Las madres se sientan a leer sus libros en un ribazo, y nosotras nos vamos lejos a jugar a la gallina ciega, o al escondite, o al zurriago.

Entre los árboles hay una ermita, y por la rejilla de la puerta vemos el santo, que tiene las barbas muy largas y un palo en la mano.

«¡San Serenín!», gritamos, y la voz suena dentro de un modo que da mucho miedo y mucho gusto a la vez.

Junto a las tapias de la ermita, unas mujeres venden naranjas y cacahuetes. Algunas niñas tienen dinero y compran sin que las vean las madres.

El jueves encontramos a unos gitanos junto al arroyo, que estaban guisando una cosa que olía muy bien y acabando de esquilar un burro. Bajamos a verlos María Josefa, Josefina, Pilarín y yo.

El burro se estaba quieto, y el gitano, con unas tijeras muy grandes, le hacía dibujos preciosos en el pelo.

—¡Oye, gitano! ¿Qué escribes ahí?

—Pues un «¡Viva mi amo!» que quita el sentío.

—¡Qué bonito! Y esas florecitas que le has puesto más arriba, ¿qué son?

—Requilorios y perfiles que sabe hacer el hijo de mi madre.

—Y tú también sabes hacerlos…

—¡Pero ya estás acabando! ¿Quieres que te traigamos otro burro para que lo esquiles como yo te diga?

—¡Natural! ¿Pa qué está uno?

Entonces fuimos a la ermita y sacamos de la cuadra a «Perico», un borriquito espelurciado que siempre está allí. ¡Nos costó un trabajo convencerlo de que viniera con nosotras! El pobre tenía atadas con una cuerda las dos patas de delante, y no sabíamos cómo desatarlo.

Al fin, con mucha paciencia, entre Josefina y yo lo desatamos.

—Arre, «Perico», vamos a que te pongan guapo.

Josefina quería que le pusieran los mismos dibujos que al otro; pero yo le dije al gitano que le pintara muchos pajaritos volando y un aeroplano en medio.

—El caso es… que, aunque uno sabe hacer lo que haga otro, como uno no ha visto na…

—¡Ah! ¿Es que no sabes? Pues mira: puedes pintar una mona. ¿Eso sí sabrás?

«Perico» no se estaba quieto; pero entre todas, acariciándolo, conseguimos que se dejara esquilar la tripa, que la tenía con unos pelos muy largos y llena de barro.

—A este animalito le hase falta cuido y limpieza para estar lo mismo que un sol —decía el gitano.

Nosotras le dábamos cacahuetes y caramelos, que yo llevaba en el bolsillo, y se hizo tan mansito que daba gusto.

—¡«Periquillo», guapo; no va a haber otro borrico como tú!

El gitano le hizo con las tijeras unas rayas de dibujitos, y luego unos bodoques, que dijo que eran los pájaros. Después le pintó unas letras muy bien hechas que decían: «¡Ave María Purísima!».

—¿Eh? ¿Qué os parece? ¿Soy o no soy un artistazo?

Todas le dijimos que sí lo era.

Entonces sentimos las palmadas que dan las madres para reunirnos, y escapamos a correr.

Yo volví la cabeza y vi al gitano que venía dando voces detrás de nosotras y tirando del burro.

—¡Viene el gitano!

—Que venga. No te pares —dijo María Rosa—. Si sabe la madre Consuelo que hemos hablado con él, nos regañará.

Las madres decían que se estaba poniendo el sol y que hacía mucho frío.

Nos formamos de dos en dos, como habíamos ido, y ya íbamos a marcharnos cuando llegó el gitano.

—¡Eh! Que se dejan aquí el burro y no me han pagado mi trabajo.

Las madres no le entendían, y nosotras nos callamos.

—¿Qué dice usted, buen hombre?

—Que ya está «Perico» esquilao mismamente como un rey. ¡Vean sus reverencias! Aquí le he puesto una banda de golondrinas que se las oye piar… Y detrás, esta «Ave María» que está para comérsela.

—Sí, sí, muy bien… Vaya, adiós…

—¿Es que quieren que les lleve el burro al convento?

—¿Qué hemos de querer? Pero si este burro no es nuestro.

—¿Que no? ¡Si me lo han llevado estas chicas para que lo esquile!

—No puede ser.

—¿Entonces de quién es el burro?

—Nosotras no sabemos… Tal vez sea del tío Felipe el santero…

¡Vamos, niñas, vamos, que se hace tarde!

Nos fuimos; pero el gitano siguió dando voces y pateando de rabia.

María Rosa y yo le mirábamos desde lejos, y le vimos dando patadas al burro. ¡Qué bruto! ¡Y eso que parecía tan bueno!

—¿Crees tú que el santero le pagará?

—No sé. Pero aunque no le pague, ¿qué tiene que ver eso?

Ayer nos ha reunido la madre superiora para saber quiénes fueron las que llevaron el burro al gitano.

Todas han dicho que fui yo.

—Sí que he sido yo; pero también otras me acompañaron.

—Diga usted qué niñas fueron.

—Ya no me acuerdo…

—Está bien… Pues sepa usted y las que la ayudaron a esa fechoría que el borrico era del santero, y que los gitanos han desaparecido, llevándoselo. De este pecado horrible son ustedes las responsables, y Dios las castigará.

—Bueno. Ya le contaré yo a Dios cómo ha sido…

—Por el pronto queda usted castigada a estar de rodillas en el salón mañana, durante la hora en que vengan las visitas. Espero que este acto de humildad servirá para corregirla…

Y por eso esta tarde estoy aquí de rodillas…