¡Fue horrible!
Creí que a las madres se les habría olvidado todo, porque no me decían nada. Pero sí, sí, cualquiera se fía…
El lunes, cuando estaba más tranquila y salía de la capilla para entrar en clase, la madre Bibiana me cogió de la mano y me llevó por unos pasillos muy largos hasta más allá de la cocina. Después abrió con una llave un cuarto muy oscuro, me dejó dentro y volvió a cerrar.
¡Madre de Dios, qué miedo!
Lloré, grité, di patadas en la puerta y, al fin, me callé…
¡Nadie me hacía caso!
Entonces vi que el cuarto donde estaba no era tan oscuro como me había parecido al entrar.
Y pude ver un baúl grande, una cesta, un mueble que parecía un altar viejo y muchos trapos. Las ratas estaban escondidas detrás de estas cosas.
No me senté ni me separé de la puerta un momento, para defenderme mejor cuando vinieran a morderme…
Oía, muy lejos, a las niñas cantar en clase, y a la madre Consolación explicando Gramática.
—Pero ¿no saben ustedes cuál es el sujeto de la oración «Yo voy a París en el tren”? “Yo» soy el sujeto de esta oración… Veamos cuál es el sujeto.
Ninguna contestación. ¡Qué tontería! Pues el sujeto es la madre Consolación cuando va en el tren…
De pronto salió un ruido del altar.
¡Una rata!
No sé cómo, me encontré subida en el montante de la puerta.
¡Ninguna rata se atrevió a subir detrás de mí!
Veía todo el pasillo, y a las legas entrar y salir de la cocina. Además las oía hablar.
—¿Quién ha dicho que hagamos el arroz sin rehogarlo antes?
—La madre Isolina.
—Pues lo que tiene que hacer la madre Isolina es aprender a coserse sus tocas y no meterse en lo que no entiende…
—¡Vaya! Lo haré como ella ha dicho; pero por mi parte no pienso comer semejante porquería.
—¡Hermana, no sea soberbia!
—¿Soberbia yo? ¡Jesús mío! Eso, otras que siempre están hablando de lo que fueron en el siglo…
Entró una madre y se callaron. A poco oí decir:
—¿La han traído ya?
—Sí, señora. ¡Buenos golpes ha estado dando en la puerta!
¡Hablaban de mí! Pero aunque quise saber lo que decían, ya no oí más que el chorro de la fuente que estaba cayendo.
¡Qué bien olía! Ya era hora de comer, y las legas llevaron fuentes y platos al comedor. A mí me trajeron la comida en una bandeja, y esperaron en la puerta a que viniera la madre Bibiana con la llave.
Me bajé del montante, que estaba altísimo, agarrándome a los salientes de la puerta. Y abrieron.
Me traían pan, agua, sopa y sesos… Ni fruta ni mermelada…
¡Vaya una comida!
—¡No quiero comer eso! No me gusta.
—La madre ha dicho…
—Ya sé lo que ha dicho: que Nuestro Señor bebió hiel y vinagre.
—Eso mismo.
—¡Bueno, pues no quiero comer!…
—¡Qué niña tan rebelde!
—Y tú también eres rebelde y no quieres comer el arroz.
—¡Dulce Jesús mío! ¿Quién le ha dicho a usted eso?
—Y dices que la madre Isolina no sabe coser las tocas…
—¡Vaya! No tengo ganas de conversación… ¡Una servidora, con decir a la madre que no quiere usted comer…!
Y se fue con la bandeja, dándose más importancia que un obispo.
Yo me subí otra vez al montante, y oí cantar en el jardín:
Ambo, ato, matarile, rile, rile.
Y oí el órgano de la iglesia, y a las madres cantaren el coro…
¡Nadie se acordaba de mí! ¡A nadie le importaba que yo no comiera! ¡Ay, pobrecita Celia! ¡Pobrecita, pobrecita! De tanto pensarlo casi me moría del disgusto. ¡Lloré hasta que se me acabaron las lágrimas!
Después me entretuve otra vez oyendo hablar a las legas en la cocina.
—No hable fuerte, hermana, que está ahí la niña ésa escuchándolo todo.
Ha oído lo de la madre Isolina.
—¡Ah, sí! Miren qué educación.
Después cuchichearon y se reían como dos tontas que son las pobres.
Y yo me aburría… Si siquiera hubiera salido una rata. Pero nada, ni oírlas siquiera.
—¡Pits, pits, pits! ¡Ratitas monas! ¡Monas, monas! ¡Nada! No salió ninguna. ¡No hay ratas!
Las legas decían muy fuerte:
—Ya sabe lo que ha dicho la madre que hagamos con la que está encerrada.
—¿Con…?
—Sí, sí. Pues sacarle las tripas y desollarla para que esta noche se quede al sereno.
¡Qué atrocidad! ¡Pero qué bribonas!
—¿Y quién la va a matar? —preguntaba una.
—Vendrá Luciano, el sacristán, que tiene más fuerza.
¡Dios mío! ¿Qué iban a hacer conmigo? ¡Era horrible! ¡Y cómo se reían! La madre no podía haber mandado que me mataran…
Eran ellas, porque estaban furiosas conmigo por lo que había dicho…
¡Luciano, que es muy bruto y me tiene mucha rabia, era el que me iba a clavar el cuchillo!
Me entró un frío por todo el cuerpo que daba diente con diente.
Recé muchas oraciones; pero me perdía y las revolvía todas… Y entre tanto iba oscureciendo y no venían a matarme…, ni las madres se acordaban de que no había merendado todavía…
¡Ay! Salió una lega y volvió con Luciano.
No sé que pasó. Sentí que me escurría y, ¡pum!, al pasillo.
Desperté en una cama de la enfermería, con la madre San José a mi lado.
—¡Que no me maten, madre San José, que no me maten!
—¿Qué estás diciendo? ¡Calla, calla y tranquilízate! ¡Esto te ocurre por ser mala y revoltosa!
—¿Por qué me quieren matar?
—¡Calma, calma! ¡No digas bobadas!
—¡Sí, sí, bobadas! Las hermanas legas han llamado a Luciano para que me saque las tripas y me desuelle… Yo lo he oído desde el cuarto de las ratas…
—¿Estás segura de que hablaban de ti? ¿No sería de la liebre que trajeron ayer?
—¿Ah, sí? ¡Eso era! ¡Claro!
¡Qué malas son las legas! Estoy segura de que lo decían por asustarme.