Los fantasmas

La madre Florinda me ha perdonado que tirara sus cabos de vela a los chicos de la calle… Aunque las otras madres dicen que fui yo sola, ella sigue creyendo que me ayudó Santa Inés. ¡Es más buena!

¡Si no fuera porque me dan miedo las historias que cuenta, yo la querría mucho!

Todos los santos del cielo se le han aparecido, y siempre los está esperando.

—¿Has oído? —me dice—. En el patio está el caballo de Santiago; le he sentido llegar en una nube.

Yo me asomo a la ventana, y nunca veo nada.

De los que se mueren también tiene noticias, y vienen a pedirle oraciones desde el otro mundo.

¡Eso sí que me da miedo!

Cuando no hay nadie con ella, habla y habla como si hubiera alguien.

—Madre Florinda, ¿con quién habla?

—Con nadie… ¡Ah, sí! Con el padre Regino, que se murió el año pasado.

—¡Huy! ¡Qué miedo!

—¡No seas tonta, niña! ¿No ves que era un santo?

Tampoco sé nunca si habla de los muertos o de los vivos.

—Hoy estoy esperando a mi hermano.

—¿Sí? ¡Ay, qué miedo! Yo no le quiero ver…

—¡Pero si te traerá caramelos!

—¿Del infierno?

—¿Qué estás diciendo? Lo que me va a traer también es un gatito blanco que me ha ofrecido… Antes tenemos que rezar tres padrenuestros por la madre Trinidad.

—¿Para que me traiga caramelos?

—¡Qué disparate! ¡Si se ha muerto hace veinte años!

Y, claro, con esta manera de hablar yo lo confundo todo y paso unos ratos…

Un día me dijo:

—¿Pides tú a Nuestro Señor por Nicolás?

—Yo, no. ¿Quién es Nicolás?

—Pues un sacristán que hubo en el convento hace diez años, y que el pobrecito se murió de la gripe…

—Yo voy a cumplir nueve años.

—¡Calla, pues es verdad! ¡Qué distraída soy! Como eres tan lista, me pareces mayor… ¡Charlas tanto y tan bien!…

Debes de tener un viejo en la barriga.

Su hermano le trajo el gatito; pero se escapó en el locutorio y yo no lo he visto.

Toda la tarde nos pasamos rezando a San Antonio para que viniese a buscarlo, y no nos hizo caso.

¡Tenemos siempre tanto que rezar!

Unos días es para que llueva y no se hielen las lechugas; otros, para que se le quiten los dolores del reuma a la madre Bernardina, o para que venga a predicar fray Ruperto…

Por la noche me dijo, callandito, la madre Florinda:

—¡No hagas ruido! ¡Nicolás está aquí!… Le he visto en el pasillo…

¡Me dio un miedo! ¡Vaya una manera de hacernos visitas!

Cuando me acosté no me podía dormir, aunque metí la cabeza debajo de las sábanas.

De pronto sentí que la puerta de mi cuarto, que tiene el pestillo roto y no engancha, se abría despacito…

No me atreví a respirar. Seguramente era el sacristán. ¡Qué miedo!

Recé todas las oraciones que se me ocurrían, pero fue peor, porque Nicolás se subió a mi cama… ¡Ay!

Salté al suelo, salí al pasillo y me escondí en el cuarto ropero, que está junto al mío… Casi en seguida entró, arrastrándose, el sacristán.

Yo no sabía qué hacer, y me escurrí al jardín por el olmo alto que llega hasta la ventana… Después miré arriba, y vi que un bulto blanco bajaba también.

Corrí a casa de Juanón, el jardinero, y encontré la puerta cerrada…

No tuve más remedio que trepar, por la cañería del agua, hasta una ventana del primer piso.

Y al meterme por la ventana caí en un barreño lleno de cacharros… Se armó un ruido espantoso. Rompí lo menos cien platos…

—¿Quién anda ahí? —gritó Juanón.

—¡Ladrones! ¡Ladrones! —chilló su mujer.

Sesenta personas cayeron sobre mí a puñadas y pellizcos…

Bueno, no eran más que Juanón y Manuela; pero parecían más, de lo fuerte que me daban. ¡Qué brutos!

¡No me dejaban tiempo de respirar!

Cuando encendieron la luz se quedaron espantados.

—¿Pero eres tú, Celia? ¡A qué has venido!

—Porque sí… Porque tenía miedo… ¡Pues vaya un modo de recibirme!

—¿De quién tenías miedo?

—De Nicolás, que venía detrás de mí.

—¿Qué Nicolás?

—El sacristán.

—El sacristán no se llama Nicolás; se llama Luciano… ¡Ah! ¿Conque sí? ¿Anda por ahí a estas horas ese bribón? ¿Dónde estaba?

—En el pasillo de arriba.

—Iría a robar cera… Me han dicho que la vende.

Como yo tiritaba de frío, en camisón, me llevaron al colegio, y entonces sí que se armó un jaleo horrible.

Juanón contó no sé qué historias del sacristán y lo que yo había dicho.

Mandaron bajar a la madre Florinda, que lloraba mucho, y no comprendía por qué estaba yo allí, y la madre superiora no nos entendía a ninguno.

—Pero ¿por qué se ha escapado usted del colegio otra vez?

—Porque Nicolás corría detrás de mí… La madre Florinda le había visto en el pasillo por la noche.

—¿Es verdad lo que dice Celia, madre Florinda?

—Sí, madre. Al anochecer le vi salir del cuarto ropero.

—¿Pero quién es ese Nicolás?

—El gatito que me trajo mi hermano y que se me había escapado…

—Pero, Celia, ¿es posible que haya usted armado este escándalo a medianoche por un gato?

—No, madre. Yo tenía miedo del sacristán que se murió hace diez años y que la madre Florinda me había dicho…

—¡Jesús! ¡Jesús! Entonces, ¿qué historia es ésta del robo de la cera que dice Juanón?

Nadie hemos entendido nada y todos se han enfadado. A mí me han separado de la madre Florinda, y he vuelto al dormitorio grande; a Luciano le han dicho que yo le he acusado de robar cera, y dice que me va a pegar…

Lo peor de todo es que me han castigado a pasar un día entero en el cuarto de las ratas por dar escándalo en el colegio…