Don Juan José de Austria, como apuntaban algunos de los rumores, llegó a Barcelona. Allí reunió en torno a su persona un gran número de seguidores, que se mostraron dispuestos a luchar a su lado para poner fin al valimiento de Everardo Nithard. Durante varias semanas la reina y él sostuvieron por carta un duelo dialéctico. Los partidarios de ambos se encargaron de difundir a los cuatro vientos aquella curiosa correspondencia. A primeros de 1669 don Juan inició una marcha sobre Madrid al frente de cuatrocientos jinetes, pero por el camino se le unió un concurso de gente cada vez mayor, hasta formar un verdadero ejército cuando estaba a pocas leguas de Madrid, convirtiéndose en una verdadera amenaza para la reina, el valido y sus partidarios.
Ante aquellos sucesos crecía la agitación en la corte porque eran cada vez más los que temían un ataque. Don Juan aparecía a los ojos de muchos como un rebelde. Su exigencia era que doña Mariana de Austria desterrase al valido fuera de España. Muchos cortesanos, temiendo un motín popular, ya que la mayor parte del pueblo de Madrid estaba al lado de don Juan, presionaron a doña Mariana para que accediese a las pretensiones del bastardo. La reina, tozuda en sus planteamientos, se negaba.
A finales de enero, don Juan lanzó un ultimátum. Señalaba que no deseaba el poder para él, pero que si Nithard no salía de la corte en veinticuatro horas, al día siguiente él mismo, acudiría para arrojarle por la ventana. Ante el temor de que convirtiese en realidad sus amenazas, la reina cedió. Su confesor abandonó Madrid y se dirigió a Roma, donde el Papa le nombró cardenal. Don Juan cumplió su promesa de no entrar en la corte y aceptó, aunque no era su deseo, el cargo de vicario general de Aragón. Era aquél un destino que no colmaba sus aspiraciones y que el horóscopo de Flandes cifraba en la posibilidad de ceñir una corona. Pero se plegó a las exigencias de la reina. Por aquellas fechas estaba muy preocupado con otro de los asertos de aquel pronóstico: había entre sus domésticos un grande número de traidores de los cuales debería guardarse todavía por espacio de cinco años. Había logrado sobrevivir y aquel plazo había expirado, pero no se fiaba. Tenía un gran número de enemigos.
Puso dos condiciones para marchar a Zaragoza, que fueron aceptadas: la libertad sin cargos para don Bernardo Patiño y que se retirasen las acusaciones que pesaban sobre el capitán Gonzalo de Santa Cruz. Muchos de sus partidarios quedaron decepcionados porque esperaban su ascenso al cargo de primer ministro y al gobierno de la monarquía en nombre de su hermano Carlos II, que aún no había cumplido los ocho años. Algunos, sin embargo, pensaban que todo aquello era parte de una estrategia que se revelaría en el futuro.
Al poco tiempo Gonzalo y Elena contrajeron matrimonio en la iglesia del monasterio de San Antonio Abad, cerca de La Guardia, donde el novio dio, en cumplimiento de su palabra, una generosa limosna y le llevó al hermano Basilio un fardo con variadas hierbas medicinales que le colmaron de felicidad. Fueron los padrinos don Guillén y doña Casilda. El matrimonio se marchó a vivir a un pueblecito a orillas del río Oja, donde se dedicaron al cultivo de la vid y al negocio de la crianza y elaboración de vinos, alejados de los ruidos y las intrigas de la corte. Pasaban largas horas dedicados a la lectura y en el caso de Elena a la pintura.
José Calvo Poyato
Cabra, septiembre de 2002