24

Con las primeras luces del día Gonzalo de Santacruz, después de tomar queso y unas rebanadas de un pan recién horneado untadas con manteca, bajaba la cuesta que desde la fortaleza sanjuanista conducía hasta Consuegra, para tomar luego el camino hacia Madrid. En el descenso se cruzó con un jinete que por las trazas habría cabalgado durante toda la noche. Los belfos del caballo se agitaban entre espumarajos y todo su pelo estaba empapado en sudor. Don Juan, que desde la más alta torre de la fortaleza observaba cómo se alejaba el capitán, a quien no había querido ver de nuevo, también observó al jinete que hacía los últimos esfuerzos para alcanzar las puertas del castillo.

Bajó rápidamente hasta el patio donde algunos criados atendían a un desfallecido mensajero. Recibió el pliego y lo abrió de inmediato. Las noticias no podían ser peores.

Se ha confirmado la traición. Don Bernardo Patiño ha sido detenido y sometido primero a un interrogatorio y luego a un careo con Pinilla. Todo el plan ha quedado al descubierto. La libertad e incluso la propia vida de vuestra alteza están en serio peligro.

Don Juan se encerró en su alcoba y otra vez se puso a escribir. Mientras lo hacía, los hombres del marqués de Salinas cubrían sin desmayo, legua a legua, la distancia que les separaba de Consuegra. Antes del mediodía habían dejado atrás Aranjuez y se acercaban a Ocaña. La fatiga hacía ya mella en jinetes y animales por lo que decidió darles un descanso y que cada cual almorzase de las viandas que se le habían proporcionado para la jornada.

Mucho más lentamente y con las heridas del costado produciéndole un dolor cada vez más agudo el capitán Santa Cruz hacía el camino inverso. A la hora en que la tropa de Salinas almorzaba él había llegado a una venta caminera de deplorable aspecto, situada entre Tembleque y La Guardia, donde decidió tomarse un descanso que le era imperioso. Repuso sus menguadas energías más por el reposo que dio a su fatigado cuerpo, que ya era presa de una intensa fiebre, que por la comida servida, que era tan apestosa como el lugar. El sitio invitaba a pasar de largo y en el peor de los casos a permanecer el menor tiempo posible. Sin embargo, Gonzalo se sentía tan debilitado que se quedó allí cerca de dos horas en un intento, poco provechoso, de reponer sus maltrechas fuerzas. Adormilado en la banqueta que le servía de asiento tuvo la tentación de pedir al ventero una cama, pero se impuso su deseo de continuar camino, amén del instintivo rechazo que el lugar le producía.

El tiempo acabó corriendo a su favor porque pocos minutos antes de que reemprendiera la marcha, Salinas y sus hombres pasaron por delante del ventorro, levantando tal estruendo y polvareda que llamó la atención de algunos de los trajineros y arrieros que allí se encontraban, quienes se asomaron a la puerta. Sólo alcanzaron a ver el paso de los últimos jinetes.

—¡Que el diablo se los lleve! —exclamó uno de los curiosos.

—¡Mucho ha de correr el diablo, si desea alcanzarlos! —escupió otro de los presentes.

Cuando entraron, los comentarios giraron en torno a las prisas de aquellos soldados y a lo numeroso del grupo.

—¡Grande es la tropa! ¡Algo gordo debe de haber pasado!

—¡Y urgente! ¡Lo digo por cómo iban!

—¡Buen negocio hubieses hecho, Damián —comentó uno dirigiéndose al ventero—, si se detienen en tu casa!

—¡Hay negocios que es mejor no hacer! ¡Los soldados, cuanto más lejos mejor! ¡Comen mucho, protestan más, abusan lo que quieren y pagan poco! ¡Mejor que pasen de largo!

Gonzalo reinició la marcha en dirección a La Guardia, sacando fuerzas de flaqueza. Estaba convencido de que la tropa que había levantado los comentarios en el ventorro tenía como misión prender a don Juan. Se alegró de haberle advertido y deseaba que escapase a la que podía ser una prolongada prisión o algo incluso peor, porque tal y como estaban los negocios de la corte podía esperarse cualquier cosa y ninguna buena.

Con la montura avanzando al paso, porque no tenía fuerzas para nada, bajó la cuesta que desde La Guardia conducía hasta un lugar donde el agua había permitido el crecimiento de una frondosa arboleda. Su debilidad era tal que hubo de descabalgar y acomodarse a la sombra de aquellos árboles en un intento, que tenía mucho de desesperado, de recuperarse. Sólo una voluntad como la suya le permitía porfiar para continuar un camino que, en aquellas condiciones, no podía conducirle al objetivo que tenía en su mente.

Después de un largo rato en el que Gonzalo no tuvo claro si mantenía la conciencia, con la fiebre comiéndole las escasas fuerzas que le quedaban y perdiendo sangre por las heridas del costado, hizo un gran esfuerzo para auparse sobre su montura. Lo consiguió a duras penas y con grandes dificultades, pero le produjo tal desgaste que quemó en ello sus últimas reservas de energía. El caballo ni siquiera se movió porque las piernas del jinete no respondían a las órdenes que partían de su cerebro. Se le nubló la vista y cayó desmayado sobre la verde hierba que había al pie de la arboleda. El caballo no se apartó del lugar y se puso a pastar, mientras que su dueño se debatía entre la vida y la muerte.

Era avanzada la tarde, el sol estaba cerca de la línea del horizonte cuando con un fuerte estruendo la compañía de caballos bordeaba la villa de Consuegra y se encaminaba hacia el castillo que, vigilante, se levantaba al sur de la población en una cresta prominente, a lo largo de la cual se erguía media docena de blancos molinos de viento.

Salinas y sus hombres se encontraron con las puertas cerradas. Reinaba un silencio absoluto. La fortaleza parecía desierta. Dos hombres golpearon con los pomos de sus espadas en la puerta, a la par que se desgañitaban gritando:

—¡Abrid en nombre de su majestad! ¡Abrid las puertas!

Hubo nuevos gritos y nuevos golpes que no obtuvieron respuesta. Los hombres y los caballos empezaban a impacientarse y el marqués se planteaba ya la posibilidad de tomar medidas más contundentes, cuando llegó respuesta desde las almenas:

—¿Quién osa perturbar de esa forma la paz de este lugar?

—¡Abrid esas puertas y permitid paso franco en el nombre de su majestad!

—¿En el nombre de quién?

—¡¡¡En el nombre del rey!!! —gritó el marqués, cada vez más descompuesto.

—¿Y quién sois vos para hablar en nombre del rey?

—¡Soy el marqués de Salinas, gentilhombre de su majestad! —gritó indignado.

—¿Tenéis testimonio de eso que decís?

—Lo tengo y puedo mostrároslo —agitó un pliego que había sacado del sobreguante de su brazo izquierdo.

—¡Aguardad un momento!

El sujeto desapareció de la muralla y el momento prometido se convirtió en largos minutos, que a punto estuvieron de acabar con la paciencia del marqués. Al fin se abrió uno de los postigos de la puerta y dos caballeros con el hábito de la orden de San Juan salieron. Éstos, presentando sus respetos al marqués, le pidieron sus credenciales. Éste se las entregó, con gesto displicente y sin desmontar. Allí mismo el caballero que las tomó, leyó el papel:

Doña Mariana de Austria, Reina Gobernadora de estos reinos en nombre de Su Majestad don Carlos Segundo, nuestro Rey y Señor, mediante el presente decreto otorga y concede poderes tan amplios como convenga al real servicio del Rey Nuestro Señor al portador de la presente el señor Marqués de Salinas para que ejecute las órdenes que nos hemos servido darle en uso legítimo de las prerrogativas de que somos investida.

En virtud de ellas disponemos la detención y arresto de Su Alteza don Juan José de Austria allí donde se le encontrare. Llevado a cabo el dicho arresto, será conducido al Alcázar de la ciudad de Segovia, donde será puesto en prisión hasta tanto no se disponga otra cosa.

Disponemos así mismo que a toda aquella justicia, oficio público o a cualesquiera otra persona que sea requerida por el señor Marqués de Salinas para prestar su colaboración en aras al mejor cumplimiento de este Real Decreto, deberá, bajo graves penas, colaborar en la consecución de los fines que en el mismo se señalan.

En Madrid a 30 días del mes de septiembre de 1668.

LA REINA

El caballero sanjuanista, con una cortés inclinación de cabeza, devolvió el pliego al marqués.

—¿Qué es lo que desea el señor marqués de nuestras humildes personas?

—¡La entrega inmediata de su alteza para dar cumplimiento a las órdenes del rey nuestro señor!

—Puede su excelencia pasar y dar cumplimiento a las órdenes que tiene encomendadas. ¡Abrid las puertas! —gritó el caballero.

—Agradezco vuestra colaboración —señaló el marqués, que por primera vez hablaba en lugar de gritar.

—Sin embargo, lamento deciros que vuestro viaje ha sido en vano —comentó el sanjuanista.

—¿Qué queréis decir? —preguntó un amoscado Salinas.

—Sencillamente, excelencia, que no encontraréis aquí lo que buscáis.

—¿Acaso no está aquí su alteza? —Salinas volvía a gritar.

—Puede comprobarlo su excelencia por sí mismo y remover una a una las piedras de esta fortaleza, no encontraréis a su alteza porque no está. Hace horas que dejó este lugar.

—¡Incumpliendo las órdenes de su majestad que le mandó recluirse aquí!

—No pongo en duda nada de lo que decís, pero soy ignorante de todo ello —respondió con calculada tranquilidad el caballero.

A Salinas le sacaba de quicio la flema de aquel individuo.

—¿Hacia dónde se ha dirigido don Juan?

—También ignoro eso, excelencia.

El marqués, ofuscado, se volvió hacia sus hombres.

—¡Registrad el castillo! ¡De arriba abajo! ¡Hasta el último rincón!

—Sea como su excelencia ordena. Pero que os interese, sólo encontraréis una carta que su alteza ha dejado antes de marcharse por si alguien venía preguntando por su persona.

—¿Dónde está esa carta?

—Pasad, esta nuestra humilde morada es vuestra casa. Os la entregaremos.

La carta, que no había sido lacrada ni cerrada, estaba dirigida a la reina. Fue entregada al marqués, mientras que sus hombres realizaban una afanosa e infructuosa búsqueda. Su texto decía así:

Señora:

La tiranía del Padre Everardo y la execrable maldad que ha extendido y ha forjado contra mí, habiendo preso a mi secretario y hecho otras diligencias con ánimo de perderme y esparcir en mi deshonra abominables voces, me obliga a poner en seguridad mi persona. Y aunque en esta acción parezca a primera vista culpado, no es sino de finísimo vasallo del Rey mi Señor, por quien daré siempre toda la sangre de mis venas y en prueba de esto declaro a V. M. y a cuantos leyeren esta carta, que el único motivo verdadero que tuve para no pasar a Flandes fue el apartar del lado de V. M. a esa fiera indigna del lugar tan sagrado que ocupa, habiéndome inspirado Dios a ello con una fuerza más que natural, desde el punto que vi la horrible tiranía de dar garrote a aquel pobre hombre con tan nefandas circunstancias; hasta cuyo accidente estaba en deliberado ánimo de pasar a aquellos Estados no obstante el conocimiento de lo que dejaba a las espaldas.

Suplico a V. M. que no oiga V. M. ni se deje llevar por los perversos consejos de ese emponzoñado basilisco; pues si peligra la vida de mi Secretario o de otra cualquier persona que me toque a mí o a mis amigos, o si a los que en adelante se declararen por míos, que es lo mismo que por buenos españoles y fieles vasallos del Rey, se intentase con escritos, órdenes o acciones, hacer violencia o sinrazón, protesto a Dios, al Rey mi Señor y a V. M. y al mundo entero que no correrán por mi cuenta los daños que pudieren resultar a la quietud pública de la satisfacción que me será preciso tomar. Y al contrario, si V. M. suspendiese, como espero y deseo, sus deliberaciones y juicio contra mi persona, se hará con el mayor sosiego el servicio a Dios y al Rey nuestro Señor, cuya mira es la única de mis resoluciones. Y en la hora en que cualquiera viere en mí la más leve muestra que desdiga de esta obligación, le exhorto a que sea el primero en quitarme la vida. Dios guarde y prospere la de V. M. para bien de estos reinos.

Consuegra, 1 de octubre de 1668.

El más humilde criado y vasallo de V. M., don Juan

Salinas no daba crédito a lo que acababa de leer. Se abstuvo de hacer comentario alguno y guardó la carta para entregarla a su destinataria. Esperó a que concluyese el registro que efectuaban sus hombres, aunque tenía la certeza de que don Juan estaba ya a muchas leguas de allí. Sin detenerse un instante inició el camino de retorno. Tendría que buscar alojamiento para sus hombres en algún lugar porque la noche se les echaría pronto encima. A pesar de ello rechazó el ofrecimiento que le hicieron los sanjuanistas de pernoctar en su fortaleza, lo que en otras circunstancias hubiese sido lo más sensato. Pero se sentía humillado y aquellos individuos no eran sino colaboradores del fugitivo.

Poco antes del crepúsculo dos monjes del cenobio semirrupestre de San Antonio Abad, que se alzaba en la ladera arcillosa que delimitaba uno de los flancos de La Guardia, encontraron el cuerpo desmayado de Gonzalo de Santa Cruz. Como cada día, habían acudido para que abrevase el pequeño rebaño de ovejas merinas que poseían en la fuente junto a la cual había quedado tendido el cuerpo del capitán. Su pulso era muy débil y la respiración irregular. Los monjes pensaron que aquel individuo, por sus trazas y por el caballo que había junto a él, parecía un caballero. Uno de ellos acudió al monasterio a pedir ayuda.

Improvisaron unas parihuelas de las que tiró el propio caballo y lo trasladaron a la enfermería monacal, donde quedó al cuidado del hermano Basilio, el herbolario y enfermero, quien le suministró una buena dosis de quinina para tratar de rebajarle la fiebre y le colocó un emplasto de hierbas en la herida, después de lavarla con un cocimiento de ellas. Entre las ropas del enfermo encontró una carta, plegada con dos dobleces y dirigida a una dama, cuyo nombre era Elena de Zúñiga. El monje la dejó sobre una mesilla y se sentó apaciblemente en un sillón dispuesto a velar al enfermo.

Al poco rato Gonzalo, que continuaba sumido en un sopor enfebrecido y estaba empapado en sudor, empezó a delirar. De su boca salían palabras sueltas, frases inconexas y carentes de sentido, así como el nombre de Elena, que repetía continuamente. El herbolario, preocupado por el estado que ofrecía el herido, decidió llevar la carta al abad para que éste dispusiera lo que fuese más conveniente.

—¿Estaba entre sus ropas?

—Así es, padre. Está dirigida a una tal doña Elena de Zúñiga, que vive, según reza ahí, en la Cava de San Miguel junto a la plaza de Puerta Cerrada.

—¿No habréis leído la carta, fray Basilio?

—Dios me libre de tal tentación. Más aún cuando la misma va dirigida a una mujer.

—Esta carta es la única referencia que tenemos de este caballero, ¿no es así?

—En efecto, padre, no hay ningún otro signo que nos permita saber algo de él. Salvo que las ropas son de calidad, aunque tienen cierto uso.

—Creo que lo mejor será hacerle llegar esta carta a quien parece ser su destinataria. Esta dirección corresponde a Madrid, hacia donde mañana parten los hermanos Marcial y Florencio. Ellos efectuarán su entrega y que sea lo que Dios Nuestro Señor disponga. Bien sabe Él que lo hacemos con la mejor de las intenciones. Y ahora, andad, hermano Basilio, cuidad de ese enfermo, que es principalísima obra de misericordia.

No había transcurrido una semana desde que los monjes de San Antonio Abad recogiesen el cuerpo casi sin vida del capitán cuando llegó a la abadía un carruaje en el que viajaba un caballero de edad y distinguidas formas a quien acompañaban una elegante dama en la plenitud de su belleza y una señora madura. El mencionado caballero, que dijo llamarse don Guillén de Zúñiga, solicitó ser recibido por el abad, dado que unos monjes pertenecientes a aquella abadía habían dejado en su casa una carta dirigida a su hija, doña Elena. Al parecer el caballero que la había escrito, según le informaron los propios monjes, se encontraba gravemente enfermo y acogido a la caridad de su monasterio. Elena, tras leer la carta, comunicó a su padre su firme decisión de acudir al lugar donde se encontraba Gonzalo. Don Guillén manifestó su oposición a dicho viaje, pero cambió de opinión tras conocer el contenido de la misiva, que su propia hija le leyó.

Dispusieron todo lo necesario para ponerse en camino sin demora, a la par que comunicaron a doña Casilda de Laínez el lugar donde se encontraba su sobrino y las circunstancias que concurrían. Entre los tres prepararon el viaje a La Guardia. Lo hicieron con la mayor discreción para evitar complicaciones a quien era un fugitivo de la justicia.

Tras una breve espera, el abad les recibió con la hospitalidad de que hacía gala, manifestando también su alegría porque personas ligadas al enfermo acudiesen hasta aquella casa de Dios. También les señaló su preocupación por el estado de Gonzalo.

—Sólo los cuidados que le ha dispensado nuestro herbolario, el hermano Basilio, y lo que es más importante, la divina providencia, le han mantenido con vida —al escuchar aquellas palabras doña Casilda y Elena cruzaron una mirada de preocupación—. Lo peor de todo es su extrema debilidad ya que la fiebre, desde ayer, gracias a Dios, le ha bajado. Pero el sopor en que se encuentra sumido desde que llegó al monasterio hace muy difícil suministrarle algún tipo de alimento. Es la infinita paciencia del hermano Basilio la que logra que ingiera algo.

—¿Podríamos pasar a verle? —la pregunta de Elena era más bien una súplica.

—Lo lamento, pero la clausura, donde está la enfermería, está vetada a las mujeres por nuestra regla. Sólo al caballero le está permitido acceder y puede hacerlo cuando guste.

Tanto Elena como doña Casilda insistieron, pero la posición del abad era tajante. Hubieron de renunciar al que en aquel momento era su mayor deseo. Fue don Guillén quien, acompañado de un monje, pudo ver a Gonzalo, mientras las dos mujeres aguardaron impacientes en el locutorio, donde para hacerles más llevadera la espera, les regalaron el paladar con unas tazas de leche aromatizada con canela.

Cuando el padre de Elena vio a Gonzalo no pudo evitar una exclamación que denotaba la impresión que le produjo.

—¡Santo Dios!

El herbolario explicó a don Guillén las penosas circunstancias en que estaba el enfermo cuando lo encontraron tirado en el campo.

—Este hombre estaba casi muerto. El esfuerzo que había realizado era muy superior a sus fuerzas. Pocas veces en mi vida he visto una calentura tan alta. Menos mal que desde ayer ha remitido, ahora su temperatura es casi normal.

—¿Cuál es vuestra opinión? —preguntó don Guillén.

—Su vida está en manos del Señor. El que no tenga fiebre es un síntoma alentador, pero su debilidad es muy grande porque apenas ingiere alimento por culpa del estado de inconsciencia en que se encuentra. Valiéndome de un embudo logro que ingiera alguna cantidad de leche, poca cosa. Si consiguiésemos reanimarle sería mucho más optimista.

—¿Hay algún procedimiento para ello?

—Si lo hay, lo desconozco, señor. Sólo suministrándole un brebaje podríamos intentar estimular sus sentidos, pero no sé qué resultado conseguiríamos.

—¿Podría perjudicarle?

—Creo que no, pero tampoco tengo garantías.

Don Guillén quedó pensativo. Al cabo de un rato preguntó al monje:

—¿Si fuese un familiar vuestro, qué haríais?

El hermano Basilio dibujó en su rostro una amplia sonrisa.

—Me inclinaría por suministrarle el brebaje.

—Entonces proceded de ese modo.

Don Guillén de Zúñiga no sabía muy bien por qué había tomado una decisión acerca de la salud de una persona a la que apenas conocía y de quien le separaba un abismo. Tal vez, había influido el hecho de que el único familiar de Gonzalo, su tía Casilda, no podía tener elementos suficientes para decidir y también porque el herbolario, por alguna razón ignorada, le infundía gran confianza.

Cuando regresó al locutorio para informar a Elena y doña Casilda, comprendió por qué lo había hecho. Después de muchas vueltas en su cabeza había llegado a la conclusión de que lo más importante de su vida, desde hacía años, era ver feliz a su hija y en aquellos días de dudas, resquemores y tensión había comprendido que esa felicidad sólo la encontraría al lado del hombre que había visto en aquel lecho. Un hombre a quien, sin duda, había costado un gran sacrificio tomar la difícil decisión que le había conducido al estado de postración en que se encontraba. Lo sabía por la carta que los monjes habían entregado a Elena y que ésta le había leído. Ahora su mayor preocupación era la delicada salud de Gonzalo.

Contó a las dos mujeres sus impresiones y decidieron buscar acomodo en una hospedería de La Guardia para pasar la noche. Al día siguiente volvieron al cenobio para conocer cómo se encontraba Gonzalo. Don Guillén pudo verle de nuevo, pero las súplicas de doña Casilda y de Elena fueron infructuosas. El abad no consentiría por nada del mundo que una mujer rompiese la clausura de aquella santa casa. Poco antes de mediodía, embargados por la tristeza, pero reconfortados por las palabras del abad, quien les prometió que Gonzalo sería objeto de todos los cuidados y atenciones, y por la posibilidad que les brindaba de acudir al monasterio cuantas veces lo deseasen, así como que don Guillén pudiese visitarle cuando gustase, retornaron a Madrid.

La propuesta hecha por doña Casilda de llevárselo con ellos fue rechazada por el abad y por el hermano herbolario, conscientes de que el enfermo no soportaría un traslado en las condiciones en que se encontraba.

En Madrid la noticia de la huida de don Juan produjo un gran revuelo. Por la corte y en los mentideros populares circulaban todo tipo de rumores en los que se daba pábulo a las más fantásticas versiones. La realidad era que no se sabía su paradero, aunque los indicios más verosímiles señalaban que se había dirigido hacia tierras de la Corona de Aragón y presumiblemente viajaría hasta la ciudad de Barcelona. Sin que se supiese cómo, copias de la carta que había dejado en Consuegra, dirigida a la reina, empezaron a circular con profusión. Don Juan había hecho llegar algún ejemplar a sus parciales, que éstos se encargaron de difundir.

A don Bernardo Patiño se le instruyó un proceso, acusándole de promover un plan para asesinar al inquisidor general, aunque el delito no pasaba de la fase de tentativa. En consideración a su condición de caballero se le impuso de forma cautelar la pena de arresto en su propia casa, permitiéndole acudir a sus obligaciones religiosas, que según su costumbre le posibilitaban salir a la calle todos los días.

También dio mucho que hablar aquellos días el descubrimiento del cadáver, en avanzado estado de descomposición, de un soldado veterano. Lo encontraron en el desván donde habitaba. Se había colgado de una de las vigas del techo. Los comentarios apuntaban a un crimen político, pero los mejor informados sabían que aquel soldado, cuyo nombre era Andrés Anguita, se había suicidado, según rezaba en una nota que dejó escrita de su puño y letra. Dicha letra implicaba, según se decía, al duque de Sessa en la acción que condujo a la reyerta donde murieron cinco hombres y cuyo objetivo era dar muerte al capitán Gonzalo de Santa Cruz. Pero aquel testimonio se perdió entre las diligencias de la justicia que se hizo cargo del caso cuando al ahorcado lo descubrió el dueño del desván, que había acudido a cobrar el alquiler.

El duque de Sessa vivía con el ánimo encogido. Además del rumor que corrió sobre la carta dejada por Anguita, la voz pública le señalaba como inductor al intento de asesinato del capitán Gonzalo de Santa Cruz, aunque, tampoco en este caso, se podían exhibir pruebas de ello. Se decía que el duque era quien más interés tenía en que apareciese el cadáver de dicho capitán o que se le encontrase con vida. Temía la venganza de una de las espadas, según había quedado una vez más puesto de manifiesto, más temibles de Madrid. No salía de su casa sino protegido por una caterva de rufianes y rodeado de criados. Mostraba su miedo de forma tal que se convirtió en el hazmerreír de los madrileños.

Los alguaciles y corchetes habían abandonado la búsqueda del capitán Santa Cruz, aunque algunos, estimulados por la recompensa que particularmente ofrecía el duque de Sessa, continuaban las pesquisas. También los rumores eran muy diversos en torno a este asunto. Unos decían que había muerto, aunque su cadáver no había aparecido, otros que estaba escondido en algún lugar de Madrid y otros que había acompañado a don Juan en su huida. Nadie, sin embargo, tenía noticia de que era atendido solícitamente por el herbolario de una abadía, parte de la cual estaba excavada en la roca, muy cerca de La Guardia, ni que había sido él quien había dado el aviso a don Juan de que le buscaban para prenderle.

El primero de noviembre, festividad de Todos los Santos y vísperas de Difuntos, Gonzalo, después de un mes de convalecencia y muy mejorado de sus dolencias, acudía a misa en la iglesia de la abadía de San Antonio Abad. Para el hermano Basilio, hombre bondadoso, pero tan tozudo que era difícil encontrar otro como él, había resultado complicado durante aquellas semanas obligar al enfermo a guardar el reposo y el régimen que le había impuesto y cuyos resultados estaban a la vista con sólo mirar al capitán.

Elena, su padre y la tía Casilda asistían a la misa que se celebraba en un templo abarrotado de fieles de los contornos. Todos estaban gozosos. Pero su alegría se desbordó cuando al final del oficio el hermano Basilio, con cierta socarronería, le dijo a Elena, quien se había deshecho, al igual que doña Casilda, en palabras de agradecimiento al monje:

—Si el deseo de vuesas mercedes es llevarse consigo al enfermo, pueden hacerlo.

Dado de alta, Gonzalo prometió al abad volver para hacer un donativo que en aquellos momentos no estaba en condiciones de realizar. Insistió en ello cuando el monje le dijo que no era necesario, pero el herbolario aprovechó la ocasión.

—Si no es molestia, vuesa merced, podría traerme algunas hierbas para cuyo abastecimiento tengo dificultades y pueden encontrarse en ciertos lugares de Madrid.

—Será un placer. Sólo necesito una lista con el nombre de las hierbas.

Mientras el herbolario preparaba la relación y doña Casilda mantenía con don Guillén y con el abad una animada conversación, Elena y Gonzalo se retiraron a un lugar discreto, allí Elena sacó la carta que los monjes le entregaron y que guardaba en su pecho.

—No puedes imaginar la felicidad que estas líneas me produjeron y la tristeza que me embargó cuando supe el estado en que te habían encontrado.

Gonzalo la miró a los ojos.

—Nunca podré ponerle palabras al ánimo que embargaba mi espíritu cuando escribía esas líneas, que conservo intactas en mi mente.

—Son unas hermosas líneas —comentó Elena.

—Por eso pienso que, tal vez, sea lo mejor que las conserves sólo en tu corazón.

La cogió con suavidad de manos de la mujer que amaba e hizo ademán de rasgarla.

—La carta es tuya, puesto que a ti iba dirigida, ¿puedo?

—Puedes, si ése es tu deseo.

Gonzalo la rompió una y otra vez, hasta reducirla a trozos minúsculos que dejó caer sobre un suelo lleno de hojas secas, que señalaban la plenitud del otoño, donde se perdieron. Luego los dos se fundieron en un abrazo, que era el principio de una vida.