23

El capitán Gonzalo de Santa Cruz estaba al límite de sus fuerzas cuando su caballo, con paso cansino, subía los últimos tramos de la larga y empinada cuesta, llena de recodos, que iba desde Consuegra hasta el castillo donde estaba don Juan. A las puertas de la imponente fortaleza, cerradas a cal y canto, Gonzalo gritó al centinela para advertirle de su presencia. Le dolía todo su cuerpo tras varias semanas de inactividad y convalecencia, y la herida del costado se manifestaba con dolorosas punzadas. Pero todo lo daba por bien empleado con tal de hablar con su alteza.

Una vez acogido el viajero, don Juan fue rápidamente informado de la presencia del capitán, lo que le produjo cierta alarma porque no esperaba aquella visita. Discutía las cuentas con el administrador de una serie de bailíos cuando le comunicaron la llegada del inesperado visitante, cuyo estado era de agotamiento.

Dio órdenes para que se le atendiese de manera adecuada y le viese el físico del castillo. Mientras descansaba y se recuperaba del esfuerzo realizado, él concluiría la tarea que tenía entre manos. Cenarían juntos.

El tiempo de que dispuso Gonzalo hasta la hora fijada por su alteza, le permitió asearse, descansar algo y que el médico le examinase la herida. Algo se había removido en ella y se habían abierto varios de los puntos de sutura por los que había manado un líquido seroso y de un color indefinido.

—¿Os duele mucho?

—Algo, y sobre todo pica y escuece.

—No presenta muy buen aspecto —comentó el físico—. Creo que lo mejor es limpiarla y vendarla. Asearos mientras dispongo lo necesario.

Después del aseo y de la cura la imagen de Gonzalo había mejorado de manera ostensible, aunque eran perceptibles en su rostro las huellas del cansancio.

El comedor donde se reunió con don Juan era una pequeña habitación de gruesas paredes de piedra y techo abovedado al estilo gótico, muy elevado. Los muros estaban desnudos, salvo en uno de los testeros, en el que colgaba un tapiz donde aparecían las armas de la orden de San Juan, una cruz patada, roja y de brazos iguales, sobre fondo negro. En el centro de la sala había una recia mesa de madera de haya de forma alargada, en sus extremos había colocados dos sillones. Estaba cubierta por un blanco mantel de hilo y sobre ella había dispuesta vajilla para que comiesen dos personas.

Allí fue conducido Gonzalo por un caballero de la orden y aguardó un par de minutos la llegada de su alteza, que se mostró efusivo y caluroso. Abrazó con fuerza al capitán, que respondió de igual modo a aquella muestra de amistad.

—¡Mi querido Gonzalo, tu presencia en esta casa era lo último que yo podía imaginar! ¡Mi sorpresa no es obstáculo para que mi alegría sea completa! ¿Cómo te encuentras? ¡Cuéntame! ¿Qué buenos vientos te traen por aquí? ¡Estoy muy contento de verte! ¡Todos hemos estado muy preocupados por lo que te pudiese haber ocurrido!

—Yo también lo estoy de ver a vuestra alteza —respondió Gonzalo con serenidad a aquella catarata de exclamaciones.

—¡Cuéntame, cuéntame! ¿Cómo está tu salud? ¡Te veo algo demacrado!

—Parece ser que me he recuperado bien de las heridas recibidas y… y… —esbozó una sonrisa— aunque estoy agotado he sido capaz de llegar desde la corte en una jornada.

—¡Eso quiere decir que estás en plena forma, mi querido amigo! ¡Me alegra saberlo porque los tiempos que se avecinan van a ser agitados! ¡Brindemos por tu recuperación y por tu grata presencia! —don Juan tomó dos copas de fino cristal tallado y las llenó de un vino rojizo y espeso; entregó una a Gonzalo, alzó la suya y proclamó:

—¡A tu salud!

—¡Por la de vuestra alteza!

—Buen vino éste. Dará sangre a tus venas. ¡Y ahora cuéntame, cuéntame! ¿Qué sabes de quienes te atacaron? ¿Qué otras cosas se dicen por Madrid?

—Quienes trataron de acabar con mi vida y, a fe mía que a punto estuvieron de conseguirlo, son gentes enviadas por el duque de Sessa.

—He sabido que ése era el rumor que corría, pero ¿estás seguro de ello?

—Completamente. Me tendieron una trampa utilizando a un veterano que había combatido a mis órdenes.

—Tengo entendido que encerraste al duque en una habitación de su propia casa.

—Así es alteza. No era ése mi propósito, pero no tuve más remedio que hacerlo, si no quería que me sacasen de allí entre cuatro. Llamó a la servidumbre para que me expulsase y hube de enfrentarme a ellos. —Gonzalo estuvo a punto de preguntarle la causa por la que había escogido a aquel individuo para que le sondease sobre su actitud respecto de una acción contra Nithard, pero prefirió no gastar pólvora en asuntos que en aquel momento le parecían de menor interés.

—¿Y por Madrid qué se dice? ¿Cuáles son los rumores que corren por los mentideros de la corte?

—Lo que su alteza ya sabe, lo de siempre. La incapacidad del gobierno. Lo delicada que es la salud del rey. Lo cara que está la vida. Con todo lo que más llama la atención es la agitación que, al parecer, se palpa por todas partes. No puedo daros detalles porque la convalecencia de las heridas me ha tenido en cama las últimas semanas, pero lo que me ha llegado es que hay mucha tensión, muchos nervios.

—¿Y la causa de esa tensión? —preguntó don Juan.

Antes de que Gonzalo le contestara, le invitó a sentarse.

—Pero bueno, toma asiento y comamos lo que nos hayan dispuesto para cenar.

Llamó para que trajesen la comida. Gonzalo se sentó, mientras que su alteza lo hacía en el otro extremo de la mesa. Al instante llegaron unos criados y sirvieron la cena. El capitán pensó que había llegado el momento de hablar de lo que le había llevado hasta aquel lugar.

—Gran parte de esa tensión está relacionada con rumores acerca de un plan para acabar con la vida del inquisidor general.

Don Juan miró a Gonzalo a los ojos, pero no dijo nada. Se sirvió un trozo de pollo de una bandeja y un poco de verdura de un bol que había sobre la mesa. Ante el silencio de su anfitrión, Gonzalo decidió continuar. Pero antes de que abriese la boca su alteza le preguntó por la causa de su visita, en un intento de llevar la conversación a otro terreno.

—En fin, Gonzalo, ¿cuál es el motivo de tu siempre agradable compañía?

—Precisamente esos rumores acerca del plan para asesinar al inquisidor.

Don Juan torció el gesto y comentó con desgana:

—Ya sabes que se dicen muchas cosas que van de boca en boca deformando su verdadera realidad, si es que hay algo de verdad en el rumor.

—En ese caso, alteza, mi pregunta es si en ese rumor hay algo de verdad —Gonzalo estaba tranquilo, pero muy serio.

Don Juan contestó con otra pregunta:

—¿Cuál es la razón por la que yo he de saber si hay algo de verdad?

—Porque esos mismos rumores indican que es vuestra alteza quien se encuentra detrás de dichos planes.

Resultaba evidente que a don Juan le molestaba la conversación. Bebió un largo trago de vino.

—¿Deseas otro poco de vino? —preguntó al capitán.

—Otro poco, alteza, muchas gracias.

—Éste es un vino excelente —comentó don Juan chasqueando la lengua para apreciar mejor los aromas del tinto.

Luego, tras un calculado silencio, empezó a hablar.

—Como sabes, los caminos y vericuetos por los que marcha la política son la mayoría de las veces complicados. En ocasiones, incluso, alcanzar un objetivo obliga a procedimientos que difícilmente se pueden entender. No estoy señalando, mi querido amigo, que el fin permita justificar los medios. Rechazo desde lo más profundo de mi corazón esa máxima, al menos la rechazo con carácter general. Pero hay circunstancias que aconsejan caminar por tortuosas sendas que resulta difícil explicar y mucho más complicado entender. Hoy la situación en que se encuentra la monarquía requiere de un cirujano que intervenga sin que le tiemble el pulso ante la necesaria operación quirúrgica que requiere el enfermo. Has compartido conmigo las penalidades del campo de batalla y la dureza de la milicia, y sabes que en mi ánimo sólo existe la voluntad de que esta monarquía recupere el prestigio de que gozó en otras épocas y del que hoy carece por culpa de nuestros propios pecados y por la acción desafortunada de hombres incapaces. Sé que piensas lo mismo que yo respecto de la incapacidad de quien, por deseo de la reina, saltándose la voluntad testamentaria de mi padre el rey, que gloria de Dios haya, rige hoy, según su antojo, los destinos de esta desdichada monarquía. También sabes que el mayor de los deseos del confesor es alejarme de estos reinos, con destinos apartados, para poder ejercer más a sus anchas la tiranía que hoy padecemos, y conoces de mi resistencia a secundar sus planes. Hemos intentado por todos los medios a nuestro alcance que su majestad alejase de su lado al inquisidor, sin que hayamos logrado nuestro propósito. Antes al contrario, se ha dado garrote sin causa ni proceso a un hidalgo, lo que es un caso inaudito en los anales, y práctica desterrada de los países civilizados. No podemos consentir que esta situación continúe más tiempo porque seremos culpables de complicidad en el execrable crimen de despeñar hasta las simas más profundas a esta monarquía.

Tras aquel discurso don Juan bebió un sorbo de vino, dando a entender que había dado cumplida respuesta a la pregunta de Gonzalo.

—Me gustaría, alteza —Gonzalo carraspeó para aclarar su garganta—, que dieseis una contestación más concreta a la pregunta que os he hecho. Sabéis de sobra lo que pienso acerca de vuestras legítimas aspiraciones para prestar a esta monarquía el mejor servicio que de vuestras virtudes se esperan y para alcanzar ese fin he dedicado los esfuerzos de los últimos años de mi vida. Pero también sabéis que no comparto ciertas prácticas, ni siquiera con la justificación mayor que a las mismas se pudiese dar. Por ello necesito escuchar de vuestra propia boca la respuesta a la pregunta que os he formulado.

Don Juan quedó un momento pensativo, luego respondió con energía:

—Conozco de la existencia de ese plan al que apuntan los rumores a los que has aludido.

—¿Es vuestra alteza quien lo ha impulsado? —la pregunta de Gonzalo sonó rotunda.

El hijo de Felipe IV pareció meditar de nuevo.

—Las actuales circunstancias me han obligado a ello. Es legítima defensa. Se trata de la vida de Nithard o de la mía.

—No conozco ni he oído nada acerca de un plan para asesinaros —afirmó Gonzalo con sequedad.

—Acabarán conmigo, como hicieron con Malladas, igual que lo han intentado contigo —apostilló don Juan.

—¡Pero nosotros no somos como ellos! —gritó Gonzalo.

Don Juan guardó un breve silencio con la mirada fija en los ojos del capitán.

—Has de entender que en la inevitable lucha por el poder hay procedimientos que, aunque parezcan condenables, no queda otro remedio que poner en práctica. Fue así ayer, lo es hoy y seguirá siéndolo mañana.

La respuesta fue inmediata.

—He rechazado siempre en mi mente y en mi corazón tales procedimientos y seguiré haciéndolo hasta el final de mis días.

—Gonzalo, tienes que saber que no nos queda otro camino y lamento profundamente que hablemos de un asunto que, conociéndote como te conozco, sé que hiere lo más profundo de tu ser. ¡Hablemos de otras cosas! —don Juan trataba de mostrarse conciliador.

—No, alteza, no quiero hablar de otras cosas. Quiero saber al lado de quién estoy y hacia dónde van encaminados mis esfuerzos.

—A veces, Gonzalo, la política hace extraños compañeros de viaje y nos obliga a que pongamos en práctica acciones que no llevaríamos a cabo en otras circunstancias.

Gonzalo de Santa Cruz se puso en pie con gran serenidad.

—Alteza, yo me muestro incapaz de compartir viaje cuando se ponen en práctica ciertas acciones. Me resulta imposible.

Tuvo una punzada en el costado, como si la herida se hubiese abierto porque sintió la desagradable sensación de que se empapaba el vendaje que el médico le había puesto.

—¿Qué quieres decir con ello? —su alteza había fruncido el ceño.

—Que siempre negué que estuvieseis involucrado en acciones que van en contra de la ley divina y la humana. No desconozco que en los aledaños del trono la intriga, la traición y hasta el asesinato son moneda de uso corriente, pero nunca di crédito a los rumores que apuntaban hacia vuestra persona en este último aspecto. Consideraba tal conducta imposible en quien he visto luchar con el arrojo y valentía con que vuestra alteza lo ha hecho en el campo de batalla. Veo que no es así y os agradezco la sinceridad con que me habéis hablado. Pero en aras a esa misma sinceridad, he de deciros que, haciendo votos para que el éxito corone vuestras empresas, es mi deseo apartarme de ellas.

—¡Gonzalo, ésa es una decisión precipitada! ¡No puedo aceptar esa renuncia! ¡Te ruego que medites con sosiego y que olvidemos tus palabras! ¡Sé que todos somos presa, en estos momentos, de sentimientos muy fuertes! ¡Has de seguir a mi lado! —don Juan estaba alterado.

—Lo siento mucho, alteza. No puedo sino agradecer vuestras palabras, pero ésta es una decisión meditada, que no tiene nada de precipitación. Mi viaje hasta aquí tenía como objeto conocer de vuestra boca la respuesta a esas preguntas. Agradezco una vez más vuestra sinceridad y sabed que me sentiré siempre honrado de vuestra amistad y orgulloso de haber combatido a vuestro lado.

Un cabizbajo don Juan se puso en pie, tomó su copa y levantándola, comentó:

—Lamento que los vericuetos de la política alejen nuestros caminos, lamento que te separes de mi lado; has de saber que la tuya ha sido, tal vez, la mejor amistad de que he disfrutado en toda mi vida. Si pudiese cambiar aquello que nos distancia no vacilaría en hacerlo. Pero no es posible y he de acudir a la llamada de mi destino. ¡Bebamos por ello!

—Bebamos —dijo Gonzalo alzando también él su copa.

—No puedo marcharme de vuestro lado sin decir algo a vuestra alteza —la voz de Gonzalo sonaba compungida— porque no sería leal a nuestra amistad. Habéis de saber que desde esta mañana la reina tiene conocimiento de numerosos detalles del plan para asesinar a Nithard, y también que vos estáis al final del hilo de esa trama. No me extrañaría que vuestra vida corriese peligro. Con lo que acabo de deciros considero cumplido mi último deber hacia vuestra alteza.

A don Juan se le había demudado el semblante.

—¿Cómo es que sabes que la reina tiene conocimiento del plan? —la voz de don Juan sonaba preocupada.

—No puedo revelaros cómo he llegado a tal conocimiento porque faltaría a mi palabra de caballero. Pero creed que es verdad lo que os digo, y lo hago porque a estas horas ya no falto a la palabra que empeñé cuando me fue revelado lo que acabo de deciros.

Los ojos de don Juan habían enrojecido de repente, como si un infinito cansancio se hubiese apoderado de su persona. Se levantó y se puso a pasear hasta donde lo permitían las dimensiones del lugar. En aquel momento, cuando en un reloj, cuyos sones se escucharon porque se había abierto la puerta, daban las diez, un caballero sanjuanista entró en la sala pidiendo disculpas por la interrupción.

—Perdonad, alteza, pero es asunto muy urgente.

—¿Qué ocurre?

El caballero se acercó a don Juan y murmuró algo a su oído.

—Está bien, puedes retirarte. Enseguida acudo. Parece que tenemos noticias de Madrid —comentó dirigiéndose a Gonzalo.

—Tal vez, alteza, confirmen lo que acabo de deciros.

—Tal vez. ¿Cuándo te marchas?

—Si vuestra alteza no tiene inconveniente pasaré aquí la noche y me marcharé al amanecer.

—Dispón de esta casa como si fuese la tuya propia. Te deseo mucha suerte y quiero que sepas que te echaré de menos.

—Yo también a vos, alteza.

Los dos hombres se abrazaron con fuerza, sabedores de que se trataba de una despedida definitiva.

Don Juan, a quien la llegada de noticias de la corte había hecho que se desentendiese de los esfuerzos que realizaba para convencer a Gonzalo de que permaneciese a su lado, leyó con avidez el mensaje que le llegaba de uno de los muchos canales de información que poseía. En el mismo se le comunicaba que el capitán don Pedro Pinilla había acudido al Alcázar y aunque no podía dar detalle de la visita, se maliciaba que en ella había una traición.

Aquella noche el gran prior de la orden de San Juan permaneció levantado hasta muy tarde. Estuvo largas horas encerrado en su alcoba, donde disponía de una mesa con recado de escribir, redactando una carta que debía de costarle mucho trabajo porque emborronó numerosos pliegos, sin que le satisficiese su contenido. Eran cerca de las tres cuando el texto redactado debió de responder a sus deseos. Sin desvestirse y con el cansancio reflejado en el rostro se tendió en la cama. No pudo pegar ojo. Los acontecimientos habían discurrido por unos caminos inesperados e imprevistos. Todo apuntaba a que el plan tan cuidadosamente trazado con Patiño se había esfumado. La conversación con Gonzalo de Santa Cruz había sido un auténtico mazazo. Conocía de sobra los pensamientos de aquella especie de caballero andante, descolocado de época, que más bien parecía encajar en alguno de los libros cuyas páginas leía de vez en cuando. Pensaba, aunque la verdad es que nunca habían hablado de ello, que Gonzalo asumía implícitamente el hecho de que, en ocasiones, se había visto obligado a proceder de formas y modos que eran reprobables. Nunca en aquellos años le había encomendado ninguna misión que revistiera un carácter de aquel tipo, pero estaba convencido de que el capitán Santa Cruz sabía que aquellas cosas sucedían y que también le sucedían a él.

Tampoco Gonzalo pudo dormir. El cansancio se había convertido en un obstáculo para el descanso, a ello se sumaba que las heridas de su costado volvían a darle problemas. Al quitarse el jubón había comprobado que tenía la camisa empapada de sangre. No sabía en qué condiciones estaría cuando amaneciese, pero su voluntad de ponerse en camino era firme y decidida. Peor aún que los problemas físicos que le aquejaban era su estado de ánimo. Cierto que se había quitado un enorme peso de encima después de haber mantenido la conversación con don Juan, pero un poso de amargura quedaba en su alma tras haberle escuchado. Todo había sido tan penoso que decidió no referir nada de lo que le contó don Guillén de Zúñiga. No albergaba la menor duda respecto de aquella historia y sacarla a la luz sólo habría servido para humillar a don Juan. En medio del pesimismo que le embargaba, sólo una luz, debilitada y pequeña, alumbraba en el fondo de su corazón: el obstáculo que se había interpuesto a su amor con Elena estaba eliminado, pero después de abandonar su casa, abrigaba pocas esperanzas.

Al retirarse a su alcoba había pedido pluma, tinta y papel para escribir una carta. En aquellas líneas, escritas con el corazón encogido, plasmó los anhelos que podían darle sentido a una vida que, en gran medida, había saltado hecha añicos aquella misma tarde.

En el Alcázar Real también reinaba mayor agitación de la que era habitual. El marqués de Salinas había recibido el encargo de la reina, quien le había entregado personalmente órdenes escritas al respecto, para que procediese con carácter inmediato al arresto y detención de don Juan a quien se acusaba de los delitos de traición, sedición y de promover un plan para eliminar al inquisidor general. Sería conducido con una fuerte escolta hasta el Alcázar de Segovia, donde se le mantendría incomunicado.

En cumplimiento de las órdenes recibidas el marqués dispuso una compañía de sesenta hombres, todos ellos escogidos, para que antes del amanecer salieran hacia Consuegra y hubiesen abandonado Madrid. Trataba no sólo de hacer el camino en una jornada y contar con el factor sorpresa, sino que pretendía retrasar los comentarios que la salida de dicha tropa provocaría entre las gentes.

A las cuatro de la madrugada los hombres a sus órdenes tomaban un ligero refrigerio, luego prepararon sus armas y monturas. Los soldados se movían con agilidad y destreza, procuraban hacer el menor ruido posible en medio del silencio. Era de noche cuando los soldados salían del Alcázar con los caballos tomados de las bridas y los cascos envueltos en bayetas para amortiguar el sonido de sus pisadas. Bajaron por la calle de Santa Ana hasta la puerta de la Vega. Atravesaron un descampado y cruzaron al otro lado del Manzanares. Allí quitaron los trapos de los cascos y montaron. Por la senda de San Isidro ganaron el camino de Toledo. Fue entonces cuando el marqués, alzando la mano, ordenó con brío militar:

—¡A trote lento!

Trascurridos unos minutos, los que consideró suficientes para que los caballos y los jinetes entrasen en calor, ordenó:

—¡Al galope!