Aún no clareaban las primeras luces del día cuando un jinete abandonaba Madrid por la recién abierta puerta de Toledo. Apenas había cruzado el Manzanares cuando espoleó su cabalgadura, poniéndola, en menos rato del aconsejable, al galope. El jinete tenía prisa.
A las nueve y media de la mañana, mientras en el patio de carros del Alcázar Real se preparaba la carroza de la reina, quien visitaba el convento de la Concepción Francisca, el capitán don Pedro Pinilla, había conseguido que se comunicase al marqués de Salinas, responsable de la guardia de palacio, que tenía urgente necesidad de poner en su conocimiento un asunto de extrema gravedad.
—¡No es posible que su majestad pueda atenderos en este momento! —con acentuado malhumor recibió el marqués al capitán.
—Ha de saber su excelencia que se trata de un asunto de vida o muerte.
—En ese caso puede vuesa merced ponerlo en mi conocimiento.
—Lamento deciros que sólo confiare lo que sé a su majestad —insistió Pinilla.
—¡Os reitero que ello es imposible!
El capitán, aun a riesgo de encolerizar al marqués, decidió jugárselo todo a una carta:
—En ese caso, excelencia, vos habréis de asumir la responsabilidad.
—¿Entiendo que vuestras palabras son una amenaza? —Salinas estaba airado.
—Nada más lejos de mi ánimo, excelencia. Pero quiero que seáis consciente de la gravedad del asunto.
El noble le miró con dureza.
—¡Está bien!, ¡aguardad aquí!
Unos minutos después el marqués regresó con gesto desabrido:
—Seguidme, capitán, y espero que lo que tenéis que comunicar a su majestad sea tan importante como decís, porque de lo contrario os arrepentiréis el resto de vuestra vida.
Doña Mariana de Austria vestía las tocas monjiles que se habían convertido en su atuendo habitual. Su rostro reflejaba la contrariedad por aquella inesperada audiencia. Dio a besar su mano al capitán, quien al verse a solas en presencia de la reina, se arrodilló, impresionado.
—Sabed que sólo dispongo de un par de minutos, ¿qué es eso tan importante que sólo estáis dispuesto a confiarme a mí? —la voz de la reina sonaba fría, distante.
—Majestad —Pinilla tenía la garganta seca y problemas para articular las palabras—, tengo noticias ciertas de que hay un plan para asesinar al confesor de vuestra majestad.
La reina no pudo reprimir un ligero aleteo de sus fosas nasales. Miró al hombre que tenía delante y tratando de aparentar una tranquilidad que no tenía le espetó:
—Lo que acabáis de decir es muy grave, ¿estáis seguro de ello?
—Completamente, majestad. ¿A cuento de qué habría venido aquí a estas horas y con estas prisas a importunar a vuestra majestad?
—¿Qué pruebas tenéis?
—Ninguna, majestad, salvo que es cierto lo que os he dicho. Conozco algunos detalles del plan que hay previsto. Pero puedo juraros por la salvación de mi alma que es verdad lo que os estoy diciendo.
Mariana de Austria frunció el ceño:
—¿No tenéis pruebas de una acusación tan grave como la que acabáis de formular?
—No, majestad, no las tengo, pero creedme que es verdad lo que os digo —respondió Pinilla un tanto azorado.
—¿Cómo es que habéis tenido conocimiento de todo ello?
—Porque don Bernardo Patiño ha acudido a mí para que tome parte en dicho plan.
En el rostro de la reina se reflejó la inquietud.
—¿Por qué venís a contarme esto? Si han acudido a vos para llevar a cabo sus planes es porque tienen confianza en vuestra persona.
—Majestad, soy capitán de caballos y en otro tiempo serví a las órdenes de don Juan en varias campañas, pero puedo aseguraros que mi relación con su alteza no va más allá de ello. Sabed que ni yo mismo me explico por qué han acudido en busca de mi persona. También he de confesar a vuestra majestad lo difícil que para mí ha sido tomar la decisión de venir a alertar a vuestra majestad y ahora temo por mi vida porque, antes o después, los parciales de don Juan sabrán que estoy aquí en estos momentos.
—¿Cuándo tuvisteis conocimiento de todo este asunto? —preguntó la reina.
—Ayer por la tarde, majestad.
—¿Está fijada la fecha para llevar a cabo el plan?
—Por lo que yo sé, todavía no.
—Está bien, ahora no puedo entretenerme. Esperaréis en palacio mi regreso.
La reina agitó una campanilla y al punto entró el marqués de Salinas.
—Marqués, buscad lugar a propósito para que el capitán aguarde hasta mi regreso. Quedará incomunicado y bajo ningún concepto hablará con nadie. Me respondéis personalmente de ello.
Salinas hizo una cortesana reverencia.
—Como ordene vuestra majestad.
Mariana de Austria, que no podía disimular la impresión que había recibido, abandonó la estancia con paso firme y agitado revoloteo de sus tocas.
Gonzalo de Santa Cruz empezaba a notar los efectos del esfuerzo que realizaba, también su caballo daba síntomas de cansancio. Había cubierto nueve leguas en tres horas, pero era imposible mantener aquel ritmo. Ni él ni su montura estaban en condiciones de continuar el viaje. Le dolía el costado cada vez más, necesitaba un descanso y comer algo para reponer fuerzas. Acababa de dejar atrás Aranjuez y bajó hasta la ribera del Tajo, aprovechando un recodo del río, donde las aguas se remansaban. Era un lugar que invitaba al reposo. Dio de beber al caballo y lo dejó pastar a sus anchas, mientras él daba cuenta de parte de las viandas que, entre protestas, le había preparado la tía Casilda, a quien había empañado la alegría con que le recibió, cuando le comunicó que se pondría en camino con las primeras luces del día.
Aunque el cansancio había hecho presa en él antes de lo que pensaba y la herida del costado le molestaba mucho, intentaría llegar en aquella misma jornada a Consuegra. Recuperadas las fuerzas reemprendería la marcha, pasando por Ocaña, La Guardia, Tembleque y Turleque. La duda y la ansiedad le apretaban cada vez más el ánimo. Tenía que hablar con su alteza lo antes posible. Quería oír de la propia boca de don Juan respuestas a las preguntas que le atormentaban. Su propia vida dependía de aquella conversación. Por un lado, estaba en juego su relación con Elena y, por otro, comprender el sentido que le había dado a su existencia en los últimos años. Quería saber si era verdad que don Juan estaba detrás del plan que le había contado Pinilla, quien no parecía un charlatán ni, desde luego, tal cosa era don Guillén de Zúñiga. Un doloroso pesar le había producido la revelación del padre de Elena al confesarle la actitud mantenida por don Juan con su esposa y las terribles consecuencias que se siguieron. Aquello era algo que sólo había creído por el crédito de quien se lo había dicho y por las firmes pruebas que le había mostrado. Era algo detestable y, aunque le hubiese dicho que tales asuntos pertenecían a la esfera privada de la vida de una persona, era consciente de que tal comportamiento era una villanía. Quien era capaz de aquello era un vil canalla.
Las dudas que le habían asaltado el último día en casa de Elena mientras esperaba lleno de angustia la llegada de la noche, no habían cesado un solo instante. Ver a su amada sufrir, sin poder remediarlo, se había convertido en una tortura insoportable. Luego la revelación de Pinilla había acabado por provocarle el estado de zozobra de quien se percata de que su mundo, sus convicciones y sus creencias se derrumban como un castillo de naipes. Anonadado, había reaccionado como le enseñaron en el ejército ante los momentos de dificultad, aunque nunca había vivido una situación parecida: actuar con decisión.
Su cabeza era una pura contradicción. Anhelaba verse cuanto antes cara a cara con don Juan y aclarar todas las dudas que le asaltaban, si es que ello era posible. Pero si, por un lado, deseaba que el hombre al que había ligado su destino negase todas las inculpaciones vertidas sobre él, lo que suponía que había tenido sentido el curso de su vida durante los últimos años; por otro, anhelaba que le confirmase aquellas acusaciones, aunque las revistiese con el manto de los complicados vericuetos de la política. Si las rechazaba significaba el final de su relación con Elena. Si las aceptaba, sentiría el dolor de haber sido un títere al que se había utilizado arteramente, pero habría salvado el amor de la mujer de quien estaba enamorado.
Ésa era la contradicción en la que se debatía Gonzalo de Santa Cruz aquel día en el que también la reina había recibido la confidencia de que se urdía un plan para asesinar a la persona en quien tenía depositada toda su confianza.
A la misma hora en que el capitán Santa Cruz reemprendía la marcha hacia Consuegra, después de descansar, pero sin haber recuperado sus fuerzas, la carroza de doña Mariana de Austria regresaba de la visita conventual que había realizado a la Concepción Francisca. Canceló todas las actividades previstas para aquella jornada. La excusa oficial fue que su majestad se había sentido indispuesta al volver del convento, víctima de las migrañas que con frecuencia la aquejaban.
Durante dos largas horas estuvo reunida con el capitán Pinilla, quien la puso al corriente de todo lo que sabía acerca de la trama urdida. El militar también respondió a todas las preguntas que, con reiterada tozudez, le hizo la reina. Concluida la reunión, su majestad dio órdenes de que se protegiese la vida de don Pedro, a quien se le facilitaría un alojamiento discreto para evitar el ir a su domicilio, dado el riesgo que ello significaba; después requirió la presencia del padre confesor, del presidente de Castilla y del marqués de Aytona. Lo que Pinilla le había confesado la había convencido, dados los antecedentes que había. Recordó la confesión de Saint-Aunais y el caso de Malladas. Tener a su lado al confesor y a Aytona le permitiría compartir lo que eran angustias y temores con dos de las pocas personas que gozaban de su confianza.
—¿Cree su majestad que ese Pinilla dice la verdad? —era Aytona quien preguntaba.
—Estoy convencida de ello, porque, ¿qué podría ganar ese capitán inventándose una revelación como ésta?
—Majestad, podría tratarse de una treta para incrementar la tensión política que en estos momentos existe y que tiene al gobierno atenazado —indicó el confesor.
—No lo creo —respondió con seguridad la reina—, teníais que haber visto a ese capitán. Preocupado, temiendo por su vida, pidiendo protección.
—No olvide su majestad que en Madrid hay excelentes actores, aunque los corrales estén clausurados —insistió Nithard.
—No creo que hiciese una representación. Puedo ordenar que sea traído a nuestra presencia para que vuesas mercedes puedan comprobar lo que les estoy diciendo.
—¡Majestad, nadie duda de vuestra palabra! —exclamó, untuoso, el presidente de Castilla.
Aytona volvió a tomar la palabra:
—En mi opinión, majestad, continuar la conversación por este camino es estéril. Creo que nos encontramos con una situación delicada, pero que si la manejamos con habilidad puede reportarnos un triunfo extraordinario.
—¿Qué queréis decir? —preguntó la reina.
—Majestad, uno de los mayores problemas derivados del ajusticiamiento de Malladas fue su ejecución sin un procedimiento judicial. La falta de proceso, en definitiva. Ahora tenemos la posibilidad de llevar a cabo ese procedimiento. Existe una acusación formal; tenemos, por lo tanto, un testigo. La acusación formulada recae directamente sobre la persona de don Bernardo Patiño, a quien el diablo confunda. Se puede abrir un procedimiento criminal y llevar a cabo su detención preventiva para someterle a un interrogatorio, incluso a un careo con quien le ha denunciado. Si la suerte nos acompaña es posible que podamos lanzar una acusación muy grave contra el propio don Juan, que es quien se encuentra al final de toda esta trama.
—¿Y si todo resulta un fiasco? —preguntó el presidente de Castilla.
—Nada habremos perdido. Todo queda como está en estos momentos. Todo es ganancia —insistió el marqués.
—Nos convertiremos en el hazmerreír de toda la corte —afirmó el presidente.
—No lo crea su ilustrísima —Aytona dio el tratamiento que correspondía a Sarmiento como prelado, ya que era obispo de Plasencia—, porque este procedimiento puede ser secreto.
—Si no hay pruebas, habrá que soltar a Patiño y entonces don Juan lanzará una ofensiva demoledora contra todos nosotros. Sabe manejar como nadie la sátira, el papel insidioso, la calumnia y el libelo —comentó Nithard.
—Insisto en que tenemos una ocasión de oro. Puede ser que, ante las maldades del bastardo, la providencia haya puesto este instrumento en nuestras manos para que se consiga, con intervención de la justicia divina, el castigo que merece ser tan abyecto y que la justicia de los hombres se ha mostrado hasta el momento presente incapaz de ejecutar. Nada tenemos que perder y sí mucho que ganar —sentenció Aytona.
La intervención del marqués debió de causar una profunda impresión en la reina, porque, sin más explicaciones, anunció a los presentes que se conformaba con aquel parecer y que se procediese a la inmediata detención de don Bernardo Patiño, bajo la acusación de conspirar para asesinar al padre confesor. Ordenó también que el procedimiento se evacuase con todo secreto y que no se perdiese un instante porque estaba convencida de que el secretario de don Juan estaría ya advertido de que el capitán Pinilla había acudido al Alcázar.
—Es mi voluntad que se proceda sin pérdida alguna de tiempo. Vos —indicó al presidente de Castilla— abriréis el procedimiento sin dilación. Y vos —señaló a Aytona— daréis las instrucciones pertinentes para proceder a la detención inmediata de Patiño, pero tened en cuenta que la discreción es materia principal en este negocio.
Mientras que don Diego Sarmiento de Valladares, en su condición de presidente del Consejo de Castilla, iniciaba el procedimiento formal de acusación contra el secretario de don Juan de Austria con una celeridad pocas veces vista en el pesado aparato burocrático de la administración de justicia, el marqués de Aytona, acompañado de un alcalde de casa y corte y varios corchetes, en carroza cerrada, se dirigía a la plaza de Salenque para proceder a la detención de don Bernardo Patiño. Llevaba, para que todo tuviese visos de legalidad, aunque el procedimiento como tal no estaba iniciado, una orden de detención firmada por el propio presidente de Castilla.
El secretario de don Juan que, tal y como la reina había previsto, estaba ya informado de la visita de Pinilla al Alcázar y había comenzado a tomar disposiciones adecuadas al caso, se vio sorprendido por la prontitud con que sus enemigos habían reaccionado. Comprendió que no estaba en condiciones de ofrecer resistencia y se limitó a formular, antes de abandonar su casa, una inocente petición a Aytona:
—¿Puedo esperar de la generosidad de vuestra excelencia el que se me permita subir a mi alcoba para mudar mi ropa interior? Ignoro el tiempo que habré de permanecer sometido a interrogatorio.
El marqués sabía que Patiño era perro viejo y que detrás de algo tan inofensivo podía esconderse alguna artimaña. A pesar de ello accedió al deseo, pero puso condiciones:
—Siempre y cuando en ningún momento os perdamos de vista.
—¡Excelencia —exclamó don Bernardo—, se trata de ropas menores! ¡Es algo muy íntimo! Podéis hacer que alguno de vuestros hombres entre previamente en la alcoba y haga el registro a su gusto, luego poned vigilancia donde lo estiméis conveniente.
Aquella disposición pareció a Aytona suficiente. Sin embargo, ordenó al alcalde de casa y corte que registrase minuciosamente el aposento en cuestión, sin que se encontrase nada sospechoso. El mismo tenía una ventana que daba a un patio interior, a cuyo pie puso un corchete de vigilancia y otro en la puerta de la alcoba.
—Si en unos minutos no habéis salido entraremos a por vuesa merced —le indicó el marqués sin miramientos.
—No será necesario, excelencia. Os agradezco este detalle para con mi humilde persona.
Una vez en su dormitorio Patiño no perdió el tiempo. Aseguró la puerta, tomó el recado de escribir que tenía en una mesilla junto a la ventana y garrapateó un texto que luego dejó entre los paños menores que se quitó. Al marcharse, entre los sollozos de la servidumbre y de su esposa, abrazó a ésta en un tierno gesto de despedida, lo que aprovechó para susurrarle al oído:
—Baltasara, hay un papel entre la ropa que me he quitado, hazlo llegar a su alteza.
Ese papel decía así:
Pinilla nos ha traicionado, esta mañana ha acudido al Alcázar. Ahora, que son las doce del mediodía, han venido a prenderme. Estad sobre aviso porque el peligro es grande.
Don Bernardo fue trasladado a la cárcel real donde fue puesto en una dependencia, aislado de los demás presos. Allí, sin pérdida de tiempo, se le sometió a un duro interrogatorio a lo largo del cual se mantuvo firme en su negación de las acusaciones que se le hacían, con una energía que no parecía propia de su edad. Pese a la insistencia de los interrogadores, que eran dos, nada pudieron conseguir ante la voluntad del interrogado.
Dos horas después de que Patiño hubiese sido detenido, llegaba a su casa el mensajero que le servía de correo para comunicarse con don Juan, llamado por la esposa de don Bernardo, que no había perdido un instante en cumplir el encargo recibido. Le confió el papel que su esposo le había dejado escrito para que sin demora lo llevase hasta Consuegra.
—Guardad cuidado. Me prepararé para salir de inmediato. Esta noche estaré en Ocaña y mañana por estas horas, poco más o menos, lo tendrá don Juan en su poder —le prometió el mensajero.
Sin embargo, aquel mensaje nunca llegó a su destino porque Aytona había dispuesto, como apoyo a las acciones que había emprendido, que la casa del secretario de don Juan quedase más estrechamente vigilada de lo que estaba habitualmente, así como de que se le informase de manera puntual de quién entraba y salía de la misma. Por esta vía tuvo conocimiento de que un cosario profesional había acudido a ella, requerido por una sirvienta de la casa, quien fue en su búsqueda minutos después de que se hubiese practicado la detención de don Bernardo.
—¡El viejo zorro! —exclamó Aytona al conocer la noticia—. ¡Nos engañó con lo de la muda y aprovechó para mandar recado al bastardo! ¡Ese correo tiene la prueba irrefutable de que existe un plan para asesinar al padre confesor! ¡Una vez descubierto tenía que poner sobre aviso a don Juan! ¡Estoy seguro! ¡Hay que detener al mensajero cuando vaya a salir hacia Consuegra! ¡Me apuesto cien ducados a que es ahí adónde va!
El marqués dio instrucciones para detener al correo, advirtiendo que no hiciesen nada antes de que aquel sujeto iniciase el viaje porque así se asegurarían de que llevaba el mensaje encima.
Numerosos alguaciles y corchetes tomaron posiciones para apresarle. Cuando, con el caballo cogido de las bridas, salió a la calle fue detenido de forma tan sorpresiva, que no tuvo tiempo de reaccionar.
Tras un minucioso registro apareció el papel que Aytona buscaba. El marqués ordenó que se le mantuviese incomunicado aunque no tenía ninguna prueba inculpatoria contra el mensajero, entre otras razones porque el mensaje estaba lacrado y sellado.
Cuando conoció el contenido del mensaje Aytona no podía contener la euforia. El mensajero no podría negar dónde lo había recogido, si apreciaba en algo su vida y no quería ser acusado de encubridor. Poseía además los informes de los alguaciles y corchetes que habían vigilado la casa de Patiño y practicado la detención.
Ante pruebas tan abrumadoras la resistencia de don Bernardo se resquebrajó. En su fuero interno se culpaba a sí mismo de haber caído en una trampa tan tonta y no haber previsto, con los nervios del momento, que sus enemigos estarían atentos a cualquier movimiento que se produjese y pudiera proporcionarles alguna pista. El golpe de gracia le vino cuando Aytona le lanzó una grave amenaza:
—Sabe vuesa merced que con las pruebas y testimonios que poseemos no podrá sostener su inocencia ante ningún juez. Además, pongo en vuestro conocimiento de que si en este instante no confesáis vuestro crimen, procederé contra vuestra esposa, como cómplice y encubridora.
Patiño sabía que, para su desgracia, el marqués tenía razón. Era inútil seguir negando, cuando todas las pruebas se acumulaban en su contra.
—¿Me garantizáis que mi esposa quedará al margen de todo este asunto? —preguntó don Bernardo con la voz quebrada.
—¡Os lo juro! Siempre y cuando firméis una declaración por escrito.
—Si ésa es la garantía, estoy dispuesto a ello.
A las seis de la tarde, en una de las habitaciones privadas de doña Mariana de Austria, tenía lugar una reunión con las mismas personas que la celebrada aquella mañana.
Quien ahora aparecía exultante, cosa inusual, dado lo rígido de su carácter, era la reina.
—Leedme de nuevo la confesión, os lo suplico.
Aytona volvió a leer el texto del que ya se había convertido en el mayor de los triunfos políticos de su vida:
Don Bernardo Patiño, natural y vecino de la villa de Madrid, teniendo las casas de su morada en la plaza que llaman de Salenque, de más de sesenta años de edad. Por su propia voluntad y sin que medie clase alguna de agobio ejercido sobre su persona declara, poniendo como fe la salvación de su ánima, que el día de ayer, que se cuenta a veintinueve de septiembre, propuso al capitán de caballos, vecino de esta villa, don Pedro Pinilla, su participación en un plan para apartar del lado de Su Majestad al padre Everardo Nithard, de la Compañía de Jesús, del Consejo de Su Majestad, su confesor e Inquisidor General de estos reinos, utilizando para ello todos los medios, sin excluir ninguno, que menester fuere.
Ítem más que asume la autoría de dicho plan, pero que todavía no se había puesto en marcha y que se encuentra aún en fase de preparación, por lo que en modo alguno su culpa va más allá de un intento que se ha revelado infructuoso.
Ítem más que su alteza don Juan José de Austria, que fue virrey de Sicilia y de Cataluña, gobernador de los Países Bajos, capitán general de la Mar y general de los ejércitos de Su Majestad, del Consejo de su Majestad, tiene conocimiento de dicho plan, aunque no es culpable de su elaboración. Por lo que su culpabilidad se encuentra limitada al conocimiento del mismo y no más.
Ítem más que no hay otros culpables porque, aunque había iniciado contactos con algunos individuos por asuntos relacionados con todo lo que va dicho, a ninguno había comunicado la verdadera naturaleza del referido proyecto.
Que es todo cuanto tiene que declarar a la justicia para que ésta ejercite sus funciones de la forma que mejor convenga a los intereses de Su Majestad y los de esta Monarquía.
Madrid a 30 días del mes de septiembre de 1668.
Don BERNARDO PATIÑO
—¡Lo tenemos! —fue la exclamación de la reina.
—Pero esa declaración le exculpa del que es su verdadero delito —comentó el presidente de Castilla.
—Pero podemos acusarle de encubrimiento, que es culpa lo suficientemente grave como para abrirle proceso y encerrarle —señaló Nithard dando a su voz un tono de calculada serenidad.
—Tal vez podamos conseguir una declaración de culpa mayor —indicó Aytona.
—Explicaos —le requirió el presidente de Castilla.
—Tenemos una baza formidable para hacer que Patiño vaya más allá en su declaración —la voz de Aytona sonaba maliciosa.
—¿Sí? —preguntó la reina.
—He descubierto que quiere demasiado a su esposa como para negarse a cualquier petición que le hagamos.
—Hace poco nos habéis dicho que le disteis vuestra palabra de que no se la involucraría en este asunto a cambio de la confesión que ha firmado —le apostrofó el inquisidor.
—En efecto, en efecto —afirmó el marqués—, pero ya sabéis cómo son las cosas de la política. ¿No está de acuerdo conmigo su ilustrísima?