En dos semanas Patiño había logrado ultimar el encargo que don Juan le hiciera hasta en sus menores detalles. Todo salvo la pieza fundamental, que quedaba pendiente. Había decidido dejarla para el final por tratarse del asunto más delicado: hablar con la persona a quien le encomendaría la dirección. Don Juan y él habían sopesado todas las posibilidades, calculado todos los detalles y analizado los pros y los contras. Al final se habían decidido por un hombre capaz, que había mantenido una buena relación con don Juan y, tal vez, lo que era más importante, tenían noticias de que la persona en cuestión estaba en graves aprietos económicos. Dicha circunstancia podía ser determinante a la hora de que tomase una decisión. La cita con quien había de dilucidar dicho negocio estaba prevista para aquella tarde a las cuatro. Don Bernardo, que aguardaba con impaciencia, miró un reloj de péndulo que colgaba de una de las paredes de su despacho y cuyo sonido acompasado sólo era posible escuchar en medio del silencio; aún faltaba un cuarto para la hora fijada. Dieron las cuatro y aún hubo de esperar algunos minutos más hasta que le llegó el sonido de una campanilla que se agitaba en la puerta.
Compuso su figura y se preparó para sostener aquella decisiva reunión.
Quien entró a su despacho, acompañado de una de las sirvientas de la casa, no era otro que el capitán de caballos don Pedro Pinilla, a quien su anfitrión acogió con efusivas palabras de bienvenida, unidas, después de abrazarle, a una invitación para que se sentase y a que tomase algún refresco al que todavía invitaba la temperatura reinante. Don Bernardo le ofreció leche con canela, granizada de limón o aloja. El capitán se inclinó por esta última.
Los dos hombres, con una conversación intranscendente, dejaron transcurrir el tiempo necesario para que la sirvienta regresase con las bebidas. Una vez que ésta se retiró, cerrando tras de sí la puerta, don Bernardo inició la tarea que tenía prevista.
—Supongo, mi querido don Pedro, que desde ayer, que os envié recado para que tuvieseis la amabilidad de concurrir a esta cita, os habréis preguntado acerca de la causa de la misma y que, por una elemental discreción, nada al respecto os decía en el billete que os envié.
—He aguardado con impaciencia la llegada de este momento y ahora soy todo oídos —fue la respuesta de Pinilla.
Don Bernardo tosió suavemente, como si con ello se aclarase la voz.
—Escuchadme con atención, porque lo que voy a revelaros es un asunto de suma importancia, tanto que he meditado largamente acerca de haceros partícipe del mismo y de solicitar vuestra colaboración. La primera de las razones por la que me he decidido a hablar con vos es vuestra vieja relación, amistad diría yo, que os une al señor don Juan desde las campañas de Flandes y de Portugal.
A Pinilla le extrañó que don Bernardo le hablase en aquellos términos tan afectuosos de su relación con don Juan. La misma había sido cordial, pero era la habitual del jefe de un ejército con su oficialidad. Había mucha distancia. Era cierto que había hecho manifestaciones encomiables hacia su alteza, pero de eso a hablar de amistad…
—La segunda, y no menos importante —continuó Patiño—, es que vuesa merced es hombre de mundo y conocedor de la realidad en que nos encontramos. Y la tercera son vuestras cualidades personales: sois hombre de acreditado valor y probada eficacia.
Pinilla seguía con atención las palabras que escuchaba, pero ni por asomo podía imaginar adónde iría a parar todo aquello.
—Sabéis —continuaba Patiño— que la situación por la que atravesamos presenta ribetes que bordean la catástrofe. Se avecina un verdadero cataclismo si no se pone fin a una situación que cada día tiene menos salidas. Los errores del gobierno se acumulan y más parece que nos rijan unos chiquillos ineficaces e inexpertos, que sesudos varones de probada experiencia. Como vos sabéis muy bien, en el centro de todo este cúmulo de males se encuentra la figura del padre confesor, elevado a puestos de responsabilidad que jamás hubiese osado siquiera soñar, por la cabezonería y tozudez de su majestad, pese a que ni las capacidades, ni la experiencia del padre Everardo acrediten tal ascensión.
Pinilla mantenía un discreto silencio. Seguía preguntándose la razón por la cual Patiño le había llamado porque, con aquel discurso, no alcanzaba a vislumbrarla.
—Puedo aseguraros, mi querido capitán, que, desde instancias muy diferentes, se le han hecho llegar a doña Mariana súplicas y peticiones, poniéndole de manifiesto lo inconveniente de la situación, la cual cada día que pasa empeora más y más. Sin embargo, todos esos ruegos, todas esas súplicas no han servido para nada. Ya conocéis cuán firme de convicciones es la reina y lo difícil que resulta que dé su brazo a torcer cuando ha tomado una decisión. Han sido inútiles todos los intentos para que aparte de su lado al inquisidor y para que permita que personas más cualificadas, de mayor experiencia y con mejores méritos se hagan cargo de conducir por otros derroteros la frágil barquichuela en que se ha convertido, por culpa de nuestros pecados, esta monarquía. Puedo asegurar a vuesa merced que no se han escatimado esfuerzos para que tal cosa sucediese. Todo ha sido inútil y esta monarquía se desmorona por el despeñadero que a todos nos es conocido. Se hace, pues, necesario poner fin a una situación que no admite demora y por lo tanto no puede prolongarse por más tiempo.
Don Bernardo dio un largo sorbo a su aloja y creyó que había llegado el momento de entrar en la parte más difícil de su exposición. Antes de hacerlo, formuló a Pinilla una pregunta que tenía como propósito descubrir algo de sus intenciones:
—No sé si vuesa merced comparte las afirmaciones que acabo de hacerle.
Pinilla, que no deseaba comprometerse con nada, antes de conocer el desenlace de aquella reunión, se limitó a señalar:
—A grandes rasgos coincido con las apreciaciones señaladas, aunque dispongo de menos información de la que vuesa merced posee.
—Agotadas otras vías, la única fórmula que hace posible poner fin a esta situación pasa por lograr que Nithard sea apartado del lado de la reina. Pero comoquiera que la voluntad de su majestad no contempla esa posibilidad se ha previsto un plan para lograrlo.
—¿Un plan para… para apartar a Nithard del lado de su majestad? —preguntó inquieto el militar.
—Así es, mi querido amigo. No encontramos otra forma de poner fin a esta situación.
—¿Me habéis llamado para hacerme partícipe de ese plan? —el militar puso cara de extrañeza.
—Lo habéis adivinado, don Pedro —afirmó Patiño con expresión zalamera.
—¿Y cuál es la causa para que vuesa merced haya pensado que yo…?
—Ya os di una serie de razones, si es vuestro deseo vuelvo a enumerarlas.
—No, no es necesario, aunque he de deciros que, si bien guardo un grato recuerdo del tiempo en que estuve a las órdenes de su alteza, a quien hace mucho tiempo que no veo, me parece exagerado que aludáis a una vieja amistad. En todo caso, sabed que es un cumplido que me halaga. Pero vayamos al grano, ¿cuál es ese plan?
—Si la voluntad de su majestad es mantener a Nithard a su lado habremos de emplear la fuerza para apartarle. Con ese objetivo hemos barajado varias posibilidades cada cual con sus ventajas y sus inconvenientes. Pero sólo una de ellas se revela verdaderamente efectiva para el logro de nuestro propósito. Nithard no puede continuar al lado de la reina.
Pinilla miró fijamente a don Bernardo.
—¿Por ventura se está refiriendo vuesa merced con ello a acabar con la vida del confesor? Planteado de forma más clara, ¿tiene el plan como objetivo asesinarle?
—Vuesa merced lo dice de una forma muy fuerte —Patiño trataba de quitarle hierro a un planteamiento tan duro.
—Me limito a llamar a las cosas por su nombre —dijo agriamente Pinilla.
Tras un silencio que no fue corto, el militar le preguntó a Patiño:
—¿En qué consiste el plan?
Don Bernardo clavó su acerada mirada en él.
—¿Significa eso que aceptáis vuestra participación?
—No daré una respuesta afirmativa hasta conocer los detalles, saber en qué consiste mi participación y cuál es el precio que estáis dispuesto a pagar por mis servicios —dijo aquello con una frialdad total.
El que don Pedro plantease aquella última cuestión produjo una satisfacción no disimulada en el secretario de don Juan porque, de alguna manera, ponía de relieve que, como había sopesado, la decisión de Pinilla podía estar en función del dinero que se le ofreciese. Decidió dar un paso más.
—¿Cuánto pediríais vos por un servicio como éste?
—No señalaré cantidad alguna hasta que sepa en qué consiste mi trabajo.
—Sois la persona en quien hemos pensado —al militar no se le escapó la utilización que hizo don Bernardo del plural— para dirigir toda la operación.
—¿Ello incluye que sea yo quien mate a Nithard?
—No es imprescindible que lo hagáis por vuestra propia mano —le aseguró Patiño.
—Algo es algo —concedió Pinilla—. ¿Cómo tenéis diseñada la operación?
—¿Significa que aceptáis el encargo?
—Digamos que no lo rechazo. Aún no hemos hablado de dinero.
—No creo, don Pedro, que por ese camino tengamos problemas. ¿Aventura vuesa merced una cifra?
Sin vacilar, el militar señaló:
—Mil quinientos ducados para mí y otros trescientos más para un hombre de mi confianza.
—La cifra me parece razonable, pero ¿por qué habláis de un hombre de vuestra confianza?, ¿acaso no os fiáis…?
—Digamos que no desconfío, pero que es una medida de seguridad. Pensad que no conozco a los demás participantes del plan que vuesa merced ha elaborado y que pretendéis que dirija.
—Me parece razonable vuestro planteamiento. ¿Trato hecho? —don Bernardo tendió su mano derecha hacia don Pedro.
—No, todavía no. ¿Cómo se desarrollará la operación?
—Aunque ahora no puedo daros todos los detalles, os diré que contaréis con ocho hombres y que la fecha para llevar a cabo el plan habrá de ser un jueves. No se trata ni de capricho ni de superstición. Ese día de la semana celebra reunión la Suprema en su sede del palacio de la Inquisición y Nithard lo preside como inquisidor general. Siempre es por la tarde y es frecuente que termine después de anochecido, aunque ello está en función del orden del día fijado. El inquisidor es, por lo general, el último en abandonar el palacio para marcharse a su residencia del Colegio Imperial. En el trayecto se ejecutará el plan.
—¿Se ha elegido ya el jueves? —preguntó interesado Pinilla.
—Todavía no. Estamos pendientes de vuestra decisión, así como que haya un orden del día que nos garantice cierta duración de la reunión del consejo.
—También será necesario asegurarse de que Nithard sale el último y no le acompaña nadie.
—No os preocupéis por ello. Eso corre de mi cuenta. Y ahora, ¿qué decís? —don Bernardo trataba por todos los medios de sellar un compromiso.
—Lo que me proponéis es algo de extrema gravedad. Os solicito un plazo de veinticuatro horas para daros una contestación. ¿Hay algún problema en ello?
Patiño trató de taladrar con su mirada el pensamiento del militar. Hubiese dado lo que le pidiesen con tal de conocer cuáles eran sus verdaderas intenciones. Pero como tal cosa no era posible, hubo de aceptar la propuesta. En aquel momento le asaltó la duda. Sabía que aquel capitán era un hombre necesitado de dinero y que había demostrado agallas en momentos de dificultad, razones que avalaban su elección. Pero ¿se habría equivocado y la propuesta hecha iba más allá de lo que aquel hombre estaba dispuesto a aceptar?
A la hora de elegir a Pinilla ni don Juan ni él habían dado importancia a la relación de amistad que tenía con don Guillén de Zúñiga —ésa sí era persona enconada contra su alteza—, porque sabían de algunas gentes que tenían relación con el viejo asentista y, sin embargo, eran partidarios de don Juan. No obstante, en aquel momento a don Bernardo le asaltó la duda, el temor a haber cometido un grave error. Desechó aquel pensamiento porque el hecho de que el capitán hubiese adelantado una cifra por su participación, ponía de manifiesto un indudable interés por dirigir la operación. Patiño accedió a la petición.
—Sólo a condición de vuestra discreción.
—Contad con ella, don Bernardo. Además, ¿qué pruebas tengo para acusaros de urdir un plan para asesinar al padre confesor?
—Para inculparme, desde luego que no. Pero para abortarlo por supuesto que sí. En todo caso os reitero la necesidad de discreción y aguardo vuestra respuesta, que os solicito sea personal, para mañana a esta misma hora.
Cuando Pinilla bajaba por la calle del Arenal en dirección a la Puerta del Sol no creía posible que hubiese mantenido una reunión como aquélla. Sencillamente le habían propuesto que dirigiese un plan para asesinar a Nithard. Menos aún creía posible que le hubiesen elegido a él para llevar a cabo dicha acción. Era cierto que su relación con don Juan no había sido mala en Flandes y también que no veía con malos ojos que se pusiese al frente de los destinos de la monarquía, pero aquella propuesta significaba una muestra de confianza para la que no encontraba explicación. Sólo pensando en que conocerían las dificultades económicas en que se debatía y porque don Juan sabía de su decisión a la hora de actuar, tenía aquello una explicación.
La verdad era —pensaba Pinilla— que mil quinientos ducados eran muchos ducados. Una pequeña fortuna que le podía permitir una vida holgada durante bastantes años, casi toda la vida, si era capaz de administrarse debidamente. Patiño tenía que saber de sus apuros económicos. Estaba convencido de que le había hecho la propuesta pensando que, en su situación, aquel asunto era cuestión de sumar ducados.
Mientras caminaba no dejaba de mirar para atrás, tenía la sensación de que alguien seguía sus pasos, de que alguien le estaba vigilando. No se sentía seguro, pero tantas cuantas veces miró para atrás, presa de una inquietud que poco a poco se estaba convirtiendo en un temor irracional, no vio nada que justificase aquel estado de ánimo. Subió por la calle de Carretas hasta la plazuela del Ángel y luego por la calle de Barrionuevo hasta donde estaba su casa, a la espalda del convento de los Trinitarios.
Vivía con muchas dificultades en una buhardilla a la que se accedía desde la calle por una empinada escalera. Aquel desván pertenecía a la viuda de un contador del consejo de Indias, que habitaba en la casa contigua, a la que consolaba de sus soledades con cierta regularidad, a cambio de que no fuese muy exigente en el pago del alquiler. Aunque ya no era una moza, estaba de buen ver.
Entró en la única habitación que constituía su vivienda. Le servía de cocina, de comedor, de dormitorio… el aspecto de abandono y de ruina señalaba las dificultades materiales de quien allí vivía. Se dejó caer en la cama sin salir de su asombro, no podía explicarse cómo en menos de una hora se había encontrado metido en un enredo como aquél. ¡Un plan para asesinar al inquisidor general! Una pregunta le martilleaba en la cabeza: ¿Por qué él? ¿Por qué él?
Aunque don Bernardo Patiño le había dado algunas razones, ninguna tenía la suficiente entidad. Las dudas lo asaltaban. Era una ocasión para agenciarse una suma que jamás en su vida había visto junta, ¡mil quinientos ducados!, pero también suponía un riesgo gravísimo. No quería pensar en las consecuencias que podían derivarse si salía a la luz pública la trama de aquel asunto y se descubría que estaba involucrado. ¡Había sido un imbécil, actuando de la manera en que lo había hecho! ¡Veinticuatro horas para dar una respuesta, como si tuviese la posibilidad de negarse a ello con lo que ya sabía! ¡Si respondía con un no le eliminarían sin contemplaciones para no correr ningún riesgo! ¡Si decía que sí, se vería inmerso en un asunto tan turbio que era complicado que saliese bien! ¡Sabía demasiado, porque había ido demasiado lejos en la conversación con Patiño, y aquello le había convertido en cómplice… cómplice a menos… a menos que…!
Después de casi una hora de angustiosas dudas y negros pensamientos que no paraban de dar vueltas en su cabeza, escuchó el toque de las campanas de los Trinitarios. Eran las seis. Se levantó, echó un poco de agua en una jofaina y se lavó la cara. Se compuso las vestiduras y salió de nuevo a la calle. Cerciorado de que nadie le seguía, subió por la calle de Atocha hasta la parroquia de la Santa Cruz, después caminó por el dédalo de callejuelas que había a la espalda de la plaza Mayor y llegó a la Cava de San Miguel, a la casa de don Guillén de Zúñiga.
—¿Cuál es la causa de vuestra zozobra, don Pedro? —preguntó don Guillén a su atribulado visitante, que le había manifestado el mal trance por el que pasaba sin darle a conocer la razón del mismo.
—No os lo puedo decir porque me va en ello la vida —se limitó a responderle.
—¿Tan grave es el asunto? —insistió el dueño de la casa.
—Tan grave que resulta increíble. Diríais que he perdido la razón si supieseis lo que me ha ocurrido esta misma tarde.
—Creo que todos estamos un poco trastornados en estos días. Si vuesa merced conociese la realidad que yo también he vivido, me tacharía de loco. ¡Al parecer, mi querido amigo, ése es el sino de nuestro tiempo!
—¿Y qué es ello, don Guillén?
—Creo que estaría tan loco como vos, si os lo contara.
—En resumidas cuentas —sentenció Pinilla—, que cada uno de nosotros ha de cargar con el peso de sus propias responsabilidades sin que nos atrevamos a confiarlas a nadie.
—Así es, don Pedro, así es.
—¿Y si…? ¿Y si…?
—¿Y si qué, Pinilla?
—¿Y si cada uno de nosotros se sincerase con el otro? Por mi parte, os aseguro don Guillén, que ello constituiría un verdadero alivio. Es muy grande la necesidad que tengo de contar a alguien la extraña historia que me ha ocurrido esta tarde. No sé si vuesa merced es presa del mismo malestar, pero os aseguro que para mí supone una carga insoportable.
—No es mala esa idea —sentenció el viejo asentista—, si prometéis guardar el secreto —don Pedro besó una cruz que hizo con sus dedos en señal de asentimiento— os diré qué guarda mi corazón.
El improvisado juramento fue suficiente para don Guillén.
—Mi secreto es que el capitán Gonzalo de Santa Cruz está acogido bajo este techo desde la misma noche en que tuvo lugar la reyerta que tan gran escándalo y revuelo ha producido.
Pinilla abrió desmesuradamente los ojos.
—¿Todo este tiempo ha permanecido escondido en vuestra casa?
—Aquí encontró cobijo y ha pasado su convalecencia. Esta noche se marchará.
—A fe mía, don Guillén, que es gruesa cosa la que habéis ocultado. ¿Cómo es que habéis llegado a esta situación, si Santa Cruz es un caracterizado parcial de don Juan?
Brevemente, don Guillén le contó lo ocurrido. Cuando hubo concluido preguntó a Pinilla por el motivo de sus cuitas.
—Es grave vuestro secreto, pero aún mayor es el motivo de mi desasosiego. ¿Cuento con vuestro silencio?
—Podéis confiar porque pongo a Dios por testigo de mi compromiso.
—¡Don Bernardo Patiño me ha propuesto esta misma tarde dirigir un plan que, al parecer, está ultimado hasta en sus más mínimos detalles para asesinar al padre confesor!
—¡¿Que os han propuesto asesinar a Nithard?!
—Tal y como lo escucha vuesa merced.
—¿Cómo es posible que hayan pensado en vos para tal cosa?
Don Pedro, después de decirle que no acababa de explicarse por qué habían acudido a él, salvo que le tentasen por la vía de los ducados, contó con gran lujo de detalles la reunión que aquella tarde había tenido en casa de Patiño y la propuesta que éste le había hecho. Después fue don Guillén quien le explicó algunos de los pormenores acaecidos para que Gonzalo recibiese asistencia en su casa, aunque no mencionó la relación de su hija con el capitán.
Pinilla hizo partícipe a su confidente de los temores que tenía y de las dudas que le atormentaban. Había sido demasiado incauto y se encontraba en un difícil trance. Al final le solicitó consejo.
—¿Qué haríais vos en mis circunstancias?
—No estoy en vuestro pellejo, pero, desde luego, sin entrar en valoraciones morales acerca de un acto como el que os han propuesto y analizándolo desde un punto de vista puramente material, yo no me arriesgaría en una aventura como ésa.
—¿Os importaría darme una razón para ello?
—Con mucho gusto. La propuesta que os han hecho puede salir bien o mal. Entended que bien es que la culminéis con el cumplimiento del objetivo propuesto. ¿Creéis que logrado el propósito quien os ha contratado permitirá que sigáis viviendo, convirtiéndoos de esa manera en la mayor de sus amenazas? A fe mía que no y mucho menos sabiendo quién se encuentra moviendo los hilos al final de todo este asunto. Por desgracia, conozco demasiado bien al personaje como para deciros con rotundidad que, una vez logrado su propósito, os eliminará sin contemplaciones. Si el plan para asesinar al valido fracasa, ya sabéis lo que os espera. No necesito explicároslo.
—Habéis hecho un razonamiento impecable y que, además, no ha de alejarse de la realidad que de este asunto se derive, pero la cosa no es tan simple. Me siento atrapado. Disculpadme, si me pongo pesado, pero insisto, ¿qué haríais vos en mis circunstancias?
—¿En qué circunstancias?
—Como os he dicho he quedado en dar a Patiño mañana por la tarde una respuesta a su proposición. Si le digo que no me interesa el plan, con lo que sé acerca del mismo, puedo darme por muerto.
—Creo que no os equivocáis en ello.
Después don Guillén guardó silencio. Mientras se acariciaba el mentón, parecía sumido en profundas reflexiones. Al cabo de un rato comentó:
—Yo en vuestro lugar acudiría mañana por la mañana a palacio y solicitaría ver a la reina para que os conceda inmediatamente una audiencia. Sin duda que encontraréis en ella un poderoso aliado y también su protección. No se me ocurre qué otra cosa podáis hacer, aun a sabiendas de que el riesgo que corréis es grande por cuanto la sombra de don Juan de Austria es alargada. Os recomiendo que a partir de este momento tengáis mucho cuidado y por lo pronto que hoy no os recojáis muy tarde.
Pinilla, tras agradecer aquellos consejos a don Guillén, dio por concluida la reunión. Abandonaba la casa cuando se cruzó con Elena quien ofrecía un aspecto deplorable: tenía los ojos enrojecidos por el llanto y el rostro descompuesto.
—¿Qué os ocurre, doña Elena? —preguntó un sorprendido Pinilla, vivamente impresionado por el aspecto de la dama.
—¡Padre, necesito hablaros sin demora!
Un profundo suspiro salió del pecho de don Guillén, quien con una calma extraordinaria indicó a su hija:
—En un momento estaré contigo, pero antes despediré a mi huésped. Aguarda un momento en el despacho.
Elena se introdujo en el gabinete, a duras penas contenía el llanto.
—¿Puedo ayudaros en algo? —preguntó Pinilla.
—Lamentablemente no, mi buen amigo. El estado de mi hija es consecuencia de su relación con el capitán Santa Cruz, a la que me niego por sobrados motivos. ¡Ah, si Santa Cruz supiese lo que acabáis de revelarme!
—¿Por qué decís eso, don Guillén?
—Porque Santa Cruz considera que don Juan, además de ser la persona adecuada para sacar a la monarquía del atolladero en que se encuentra, defiende que, si bien no es un modelo de virtudes, es incapaz de cometer o de planear una acción como la que, por boca de Patiño, han propuesto a vuesa merced.
—No alcanzo a comprender cómo se relacionan todos los cabos de este complicado asunto —señaló Pinilla.
—Muy sencillo, don Pedro, me niego a que mi hija se case con el capitán Santa Cruz, de quien dice estar perdidamente enamorada. Me niego a que mi sangre se mezcle con la de quien es una de las piezas fundamentales con que don Juan cuenta para convertir en realidad sus ambiciones. He tratado, hoy mismo, de hacerle ver que don Juan no es la persona que cree. Mi intento ha sido baldío porque no he podido aportarle pruebas convincentes; sólo ha admitido deslices o actuaciones indecorosas en su vida privada. Pero Santa Cruz sostiene que no son razones para condenarle como persona que aspira a regir los destinos de la monarquía. Esta misma noche abandonará estas paredes que le han cobijado en las últimas semanas. Mi decisión supone un gran sufrimiento para mi hija, ya habéis visto el estado en que se encuentra. Tengo que admitir que incluso tuve un momento de debilidad y a punto estuve de ceder. Pero al fin y no sin dolor he tomado esta decisión.
Pinilla, que conocía a Santa Cruz —habían combatido bajo la misma bandera—, parecía rumiar lo complicado de aquella situación que le acababan de contar.
—Puedo aseguraros que don Gonzalo es hombre de honor —señaló el capitán.
—Creo que también yo estoy en condiciones de asegurároslo. En mi opinión sólo hay una mancha en su persona y es la malsana relación que le une a don Juan.
—¿Creéis que serviría de algo el que le contase lo que me ha ocurrido esta tarde?
Don Guillén quedó asombrado ante aquella propuesta.
—¡Correríais un grave riesgo al hacerle esa revelación a Santa Cruz!
—No lo creo. Aunque no intimé con él en nuestros años de servicio, sé que es persona de palabra, no la quebrantaría por nada del mundo. Podría exigirle previamente su compromiso de guardar silencio.
—Es cierto eso que decís en cuanto a su palabra, aunque no creo que vuestro ofrecimiento sirva de mucho. ¡Ya sabéis, don Pedro, no hay peor ciego que el que no quiere ver! Y Santa Cruz sólo ve por los ojos de don Juan.
—Sin embargo, coincidiréis conmigo en que nada se pierde por intentarlo, y ¡me ha conmovido tanto el aspecto de vuestra hija!
Don Guillén accedió y, para sorpresa de Gonzalo, fue el propio padre de Elena quien acudió a la habitación donde aguardaba, apesadumbrado, a que llegase la noche para marcharse.
—¿Tenéis la bondad de acompañarme hasta el despacho? —le comentó don Guillén.
Gonzalo, que al ver a Zúñiga se había levantado de la cama donde estaba sentado, le siguió en silencio. Elena, sorprendida, y sin capacidad para reaccionar, les dejó solos a instancias de su padre.
Los dos militares se saludaron con cortesía. Hacía tiempo que no se veían. Después, don Guillén invitó a don Pedro a que hablase. Antes de hacerlo, Pinilla pidió a Santa Cruz que prometiese por su honor de caballero que bajo ninguna circunstancia revelaría lo que iba a decirle. Gonzalo, que no salía de su asombro, no tuvo inconveniente en comprometer su palabra y su honor. Después escuchó atentamente lo que su antiguo compañero le contó. Cuando hubo concluido, le preguntó:
—¿Podéis decirme cuál es la causa por la que me contáis todo esto?
Pinilla cruzó una mirada cómplice con don Guillén.
—La providencia ha querido que me cruzase con doña Elena cuando ya me marchaba. La he visto tan descompuesta que me he interesado por la causa de ello. Al conocerla me he prestado a contaros lo que acabáis de oír. Si sirve para algo, lo daré por bien empleado. Añadiré ahora que estoy dispuesto a jurar por la salvación de mi alma que os he contado la pura verdad.
Después de aquellas palabras los tres hombres quedaron en silencio, cada uno sumido en sus propios pensamientos. Transcurrido un largo rato, Santa Cruz comentó:
—No pongo en duda la palabra de vuesa merced, quien merece todo mi respeto y consideración, pero habréis de admitir que yo no cambie así como así lo que han sido mis más profundas convicciones y el norte de mi actuación durante muchos años —después le formuló una pregunta a Pinilla—: ¿Qué piensa hacer vuesa merced?
Don Pedro le miró a los ojos.
—¿Sigo contando con vuestra palabra?
—No lo dudéis, capitán.
—Sabed entonces que no estoy dispuesto a prestar mi colaboración a tan criminal propósito y que mañana mismo comunicaré a su majestad la reina los planes que hay en marcha para llevar a cabo tan inicuo proyecto.
Tras una breve pausa, don Guillén preguntó a Santa Cruz:
—¿Os marcharéis, pues, tal y como teníamos previsto?
La respuesta de Gonzalo fue inmediata:
—Agradezco una vez más la hospitalidad y ayuda de vuesa merced.
—¿Eso es todo lo que tenéis que decirnos? —preguntó don Guillén.
—Así es.
Lo que no dijo fue que, en medio de la zozobra en que se debatía, acababa de tomar una grave decisión.