20

En el semblante de don Bernardo Patiño se reflejaba el cansancio de dos jornadas de viaje. Menos mal que el mismo tocaba a su fin. Alegró su corazón el divisar la pendiente que más allá del río Manzanares delimitaba la zona de Madrid en la que se abría la puerta de Toledo. En su cabeza no paraban de bullir los detalles del plan que, junto a don Juan, había elaborado con minuciosidad. Tenían calculados horarios y distancias, estudiado itinerarios y localizado los puntos fuertes y débiles del plan de acción. Estaban determinados todos los medios que eran necesarios para una actuación en la que no sólo era importante alcanzar el objetivo, sino borrar todas las huellas. No dejar ninguna pista a la investigación que se abriría. Ni un rastro por insignificante que fuera.

Nada había quedado al azar, todo estaba calculado para que el éxito coronase una empresa cuya responsabilidad don Juan había echado sobre sus espaldas. La única cuestión que podía dar al traste con todo lo que habían previsto, analizado, criticado, estudiado desde todas las perspectivas era que fallasen los hombres. Una vez más el riesgo estaba en el factor humano. Pero también en ese terreno habían aprendido de experiencias anteriores y procurado, hasta allí donde les había sido posible, atar todos los cabos. Habían dejado preparada una segunda opción que se pondría en práctica si la planificada no lograba su objetivo.

Un objetivo que era asesinar a Nithard.

Cuando el carruaje en que viajaba don Bernardo cruzaba la puerta de Toledo los últimos rayos de sol se perdían en el oeste, hacia donde estaba el Alcázar Real, anunciando que pronto la noche caería sobre la capital de España.

Aquel 14 de septiembre —había estado ausente dos semanas— empezaba a declinar en una parte de los extensos dominios de su Católica Majestad, don Carlos II, en cuyo nombre se gobernaba el más vasto de los imperios que había sobre la tierra, pese a los graves problemas que lo lastraban. En los campanarios y las espadañas de las parroquias y las iglesias conventuales de la villa que alojaba la corte de aquel rey niño doblaban los bronces anunciando que había llegado la oración, ese momento del crepúsculo en que el día se confunde con la noche, momento conveniente para dirigirse a la divinidad y darle gracias por el día que terminaba, así como pedir su ayuda para superar las sombras de la noche en que el maligno campaba por sus respetos.

El carruaje enfiló la calle de Toledo por donde todavía circulaba mucha gente, que lo hacía con tranquilidad y parsimonia, como si no tuviese prisa por llegar a su destino. La mayoría de aquellos transeúntes trataban de aprovechar la agradable temperatura que templaba el ambiente y disfrutar de un atardecer que anunciaba la llegada del otoño. Dejaron a su izquierda la plaza de la Cebada y continuaron en dirección al centro, hacia la plaza Mayor. Pasaron por delante del Colegio Imperial, el lugar donde los jesuitas instruían a los jóvenes de las más ilustres familias de la villa, y luego el carruaje giró a la derecha, tomando por la calle de la Concepción Jerónima para evitar precisamente las aglomeraciones y problemas que se daban en la plaza Mayor. Subieron hacia la iglesia de la Santa Cruz y siguieron por la calle de este nombre hasta desembocar en la calle Mayor, que cruzaron para subir por la de Arenal hasta la plaza de Salenque. Allí, el carruaje se detuvo ante la casa de don Bernardo.

A pesar del cansancio del viaje al que se añadían los años, el secretario de don Juan, tras sacudirse el polvo del camino y tomar un ligero refrigerio, se encerró en su gabinete y se puso a trabajar. Todo lo que había trazado junto a su alteza en Consuegra tenía ahora que llevarse a la práctica, lo cual no era empresa fácil. Ya muy tarde, todos en la casa dormían o al menos estaban encerrados en sus alcobas, don Bernardo, con los ojos enrojecidos por el trabajo y reflejado en el semblante el cansancio que acumulaba en su cuerpo, se retiró a descansar. Estaba contento porque, si todo se desarrollaba según sus cálculos, al día siguiente podría iniciar los primeros pasos para dar cumplimiento a lo que se le había encomendado.

Antes de acostarse rezó sus oraciones y se recordó a sí mismo que a primera hora mandaría recado para recabar noticias del capitán Santa Cruz. Ignoraba, tras dos semanas de ausencia, cuál era el curso que habían tomado los acontecimientos.

La evolución de las heridas de Gonzalo trajo una mejoría mucho más rápida de lo que cualquiera podía imaginar. El doctor Morgado se encontraba sorprendido con la forma en que habían cerrado y porque ya empezaban a cicatrizar. Lo habitual en aquellas condiciones era que la convalecencia durase mucho más de un mes. Tal y como pintaba la situación en cuatro semanas podría levantarse, aunque, desde luego, aún habría de esperar algún tiempo más para hacer una vida normal. La fiebre era ya un recuerdo y el aspecto de Gonzalo bueno, habida cuenta del trance por el que había pasado. A partir del quinto día pudo levantarse y dar pequeños paseos por la habitación, que poco a poco fueron ampliándose a aquellas zonas de la casa donde no había peligro de que alguna mirada indiscreta pudiese alcanzar noticia de su presencia. Transcurrida una semana más el galeno decidió que no era necesaria su cotidiana visita al hogar de los Zúñiga. Retiró los vendajes e indicó a Elena que se aplicase al herido el ungüento sanador, una vez al día. Para ello dejó una generosa cantidad.

El capitán, pese al riesgo que suponía, se empecinó en que se enviase recado a su tía poniéndole al corriente de que se encontraba a salvo y bien atendido. Aunque a Elena le horrorizaba que por aquel camino pudiesen proporcionar alguna pista sobre su presencia en la casa, la tozudez de Gonzalo acabó por imponerse. Se decidió hacerlo a través de Jerónima y, para evitar posibles sospechas, ya que la vigilancia de los alguaciles continuaba, aunque conforme pasaban los días la misma parecía perder intensidad, descartaron que acudiese a visitar a la tía Casilda. Se utilizaron los servicios del ciego que pedía limosna en el humilladero de Nuestra Señora de Gracia, el mismo del que se valiera Andrés cuando hizo llegar al capitán el mensaje que le llevó al mesón del Turco. En un papel que Jerónima le dio con una limosna, para que lo entregase a doña Casilda en propia mano, iba escrito lo siguiente:

Vuestro sobrino vive y está en buenas manos. Resultó herido en la pelea que acabó con la vida de Sancho. No podéis verlo por razones de seguridad, pero quedad tranquila.

Una vez que conozcáis el contenido de este papel, deshaceos de él inmediatamente, por vuestra propia seguridad y la de Gonzalo.

Doña Jerónima, que para mayor disimulo se hizo acompañar de una de las sirvientas de la casa, entregó el mensaje acompañándolo de la limosna prevista. Permaneció a su vera mientras escuchaba una coplilla con que el ciego obsequiaba a quienes lo socorrían. Luego, se hizo la remolona en diferentes puestos de los que en la plaza tenían asiento, compró unas cintas de colores, galón y pasamanería para adornar vestidos y un cestillo con higos secos; de esta forma logró que pasase el tiempo necesario hasta comprobar que el ciego realizaba el encargo encomendado.

Las jornadas de convalecencia del capitán, bajo los cuidados de Elena, transcurrían en un ambiente de sosiego y tranquilidad que, sin duda, colaboraban a la pronta recuperación del herido. Sólo una sombra enturbiaba el sereno discurrir de los días: la conversación pendiente entre Gonzalo y el padre de Elena.

Los dos enamorados hablaban de teatro, de lecturas, de música y de pintura. Gonzalo mostraba un vivo interés por aquella actividad de Elena y en la primera oportunidad que su estado se lo permitió subió a la planta primera de la casa, donde tenía instalado su taller. Quedó asombrado por la calidad y la magnitud de la obra que salía de sus pinceles. Lo que se revelaba a través de aquellos lienzos y tablas ponía de manifiesto una exquisita sensibilidad y un amor por los pequeños detalles de la vida, que se hacía patente a través de la minuciosidad con que los plasmaba y del amor de la autora por la obra bien hecha. Sentía particular predilección por los paisajes reales o imaginarios, influencia sin duda de los años pasados en Flandes.

Una mañana, antes de la hora del almuerzo, don Guillén dijo a Gonzalo que, si no había inconveniente por su parte, le gustaría mantener una conversación en privado. Elena estaba nerviosa hasta la excitación. Era consciente de que su futuro iba a dilucidarse entre las paredes del despacho de su padre.

Zúñiga invitó al capitán a tomar asiento y, sin perder tiempo en preámbulos y circunloquios, empezó a hablar.

—Quiero que sepáis que las circunstancias extraordinarias que han traído vuestra presencia a las casas de mi morada han tenido consecuencias que van mucho más allá de lo que siquiera podáis imaginar.

—Lamento haberos producido tantas molestias, pero… —se excusó Gonzalo.

—No me refiero a eso, señor de Santa Cruz, sino al hecho de que vuestra presencia en esta casa ha hecho que yo… yo… digamos que yo haya recapacitado sobre ciertos planteamientos que atañen a vuesa merced y, lo que para mí es mucho más importante, incumben a mi hija.

—Don Guillén, a mí me hubiese gustado el poder… —comentó en tono de excusa el capitán.

—Yo no tengo nada en contra de vuesa merced, y a fuer de sincero he de deciros que todo lo que he alcanzado a saber acerca de vos habla bien de vuestra persona.

—Os agradezco el cumplido.

—No se trata de un cumplido, sino que al parecer esas noticias responden a la verdad de vuestra personalidad y de lo que dicen de vos vuestras acciones. Yo no os debo ninguna fineza. Lo que quiero deciros es que conozco, por mi hija, vuestras pretensiones respecto a ella. Supongo que ya conocéis, porque Elena os lo habrá dicho, que rechazo dicha relación. Quiero que sepáis que no se fundamenta en nada personal, pero también he de deciros que ese rechazo es total y absoluto. Mi actitud únicamente está dictada por vuestra vinculación con don Juan José de Austria. Una vinculación que supone para mí un obstáculo tal que convierte en inviable vuestra relación con mi hija.

A Gonzalo se le crispó el rostro. No era aquello lo que él esperaba, según Elena le había dicho. Ella estaba convencida de que su padre había cambiado de opinión respecto a la relación que mantenían, aunque tenía alguna reserva acerca de la conversación que había de sostener con su padre. Estaba abrumado y no sabía qué hacer. Notaba que había empezado a sudar y su cuerpo era sacudido por una oleada de calor.

—Por el respeto que vuestra persona me merece quiero que sepáis cuáles son las razones por las que actúo de esa forma que, os lo repito una vez más, no es nada personal.

Gonzalo, sin saber de dónde sacó fuerzas, porque estaba anonadado, como si le hubiesen golpeado con un mazo en la cabeza, respondió a don Guillén con más serenidad de la que él se creía capaz de tener en aquellas circunstancias.

—Si vuesa merced me lo permite y con todo el respeto que me merece no sólo por su persona, sino por ser el padre de quien es, he de deciros que conozco, porque Elena me lo ha contado, la triste experiencia de vuesa merced con su alteza, así como los graves males y perjuicios que se derivaron para vuestra familia de dicha relación. Pero, en mi opinión, eso es algo que en nada debe condicionar el amor que Elena y yo nos profesamos; es más, nada tiene que ver con el compromiso que mantengo desde hace años con don Juan. Aprovecho, además, para manifestaros mi más profunda convicción, pese al concepto que tenéis de su alteza, de que lo considero la persona más capaz y, desde luego, la más adecuada para ejercer el gobierno de esta monarquía. No voy a negaros que me unen a don Juan lazos de una fuerza tal que a nadie resultará fácil romper, pero he de insistiros en que mi amor por Elena no creo que deba estar condicionado por esa situación, ni que la misma deba influir en vuesa merced, para dar su consentimiento a nuestros proyectos.

Don Guillén de Zúñiga escuchó impávido aquellas palabras. Una vez que Gonzalo hubo concluido, empezó a hablarle de forma muy serena.

—Ignoro las causas que os ligan al Austria y cuál es la razón de vuestra defensa de su persona en la forma que lo hacéis. He de suponer que la imagen que os ofrece es la de un hombre honrado, que hace honor a su palabra, incapaz de cometer tropelías, o de consentir injusticias. La imagen de un hombre que está dispuesto al sacrificio por su patria.

—Aunque no dejo de reconocer que las intrigas palaciegas y la lucha por el poder puede conducir a situaciones… —interrumpió Gonzalo.

—Suplico a vuesa merced me deje concluir porque lo haré con brevedad, después con sumo gusto escucharé todo lo que queráis decirme, pero una vez que yo haya terminado de decir lo que deseo.

—Os pido disculpas.

—Ésa es la imagen que don Juan puede ofrecer a muchos españoles, pero os aseguro que dista bastante de la realidad. No es persona de honor quien no responde a la confianza que se deposita en ella, ni cuando dicha persona falta al empeño de la palabra dada. No es de fiar quien no repara en medios con tal de conseguir sus propósitos. Os aseguro que la ambición se ha apoderado de su corazón de tal manera que no queda resquicio en él para otros sentimientos. No tiene reparo, ni se detiene en sus acciones, con tal de conseguir sus propósitos, aunque ello signifique ruina, dolor, desgracia y miseria. El daño realizado a mi familia es de tal magnitud que en modo alguno puedo consentir que nadie de ella pueda tener alguna relación con su persona, ni siquiera de forma indirecta como, desgraciadamente, ocurre en vuestro caso. Esto es lo que quería decir a vuesa merced. Ahora estoy dispuesto a escuchar lo que tengáis a bien decirme.

—Supongo —comenzó Gonzalo— que un hombre de vuestra experiencia conoce, estoy seguro de que mucho mejor que yo, los complicados vericuetos por los que habitualmente discurren los asuntos públicos. Son muchas las ocasiones en que la voluntad y el deseo no son suficientes porque no se dispone de los medios materiales para ello. Os puedo asegurar que las condiciones en que su alteza hubo de desempeñar su gobierno en los Países Bajos resultarían increíbles a quien no las hubiese vivido junto a él. Yo puedo daros fe de ello porque, aunque mi vida no estaba ligada a la suya de la forma que se ha producido después, tuve ocasión de comprobarlo. Su gobierno estuvo mediatizado por la falta más absoluta de recursos y el incumplimiento reiterado de las promesas que, en ese terreno, se le hacían desde Madrid. Hubo de hacer frente a sus deberes y obligaciones en medio del mayor de los desamparos. Os puedo asegurar que si don Juan no cumplió sus compromisos con vuesa merced fue porque le resultó imposible hacerlo.

—¡No es cierto! —fue tal el grito que salió de la garganta de don Guillén que Gonzalo quedó sorprendido.

—¡No os entiendo!

Don Guillén clavó una fría mirada en sus ojos y después de un silencio tenso y difícil, comenzó a hablar con voz temblorosa:

—Os he dicho antes que todas las referencias que me han llegado acerca de vuesa merced os presentan como un hombre de honor y de palabra. En esa confianza voy a deciros algo que no he confesado a nadie. Algo que atormenta mi corazón y que ha supuesto la peor de las pesadillas vividas a lo largo de estos años, donde sólo el consuelo de un ángel como Elena me ha permitido sobrevivir —hizo una breve pausa para continuar—. Lo que voy a deciros debe ser tan sagrado al menos, como lo es el secreto de confesión, ¿cuento con vuestra palabra de caballero?

—La tenéis, don Guillén.

—Bien, en ese caso habéis de saber que es posible que vuestro don Juan no recibiese los recursos ni los subsidios necesarios para hacer frente a las necesidades que requería el ejército que estaba bajo su mando en Flandes. Pero él no actuó ni como caballero ni como hombre de honor. Ignoro los medios materiales de que dispuso para hacer frente a sus compromisos, pero conozco de su villanía y de su maldad.

—Os suplico, don Guillén, que ahorréis palabras que… —le interrumpió Gonzalo visiblemente molesto.

—No sé si Elena os ha contado —continuó Zúñiga sin escuchar las protestas de Gonzalo— que mi esposa y su madre murió de unas fiebres que le aquejaron cuando estábamos en aquellas tierras, precisamente en el momento en que la ruina se cernía sobre nuestra hacienda.

—Así es, en efecto.

—No es del todo cierto —respondió don Guillén.

—¿Por qué me contáis esto?

—Porque quiero que sepáis qué fue lo que realmente ocurrió —una sombra de tristeza veló los ojos del viejo asentista—. La verdadera causa de la muerte de mi esposa, que también se llamaba Elena, fue el suicidio. Ésa es la verdad y ése es el terrible secreto que he guardado en mi corazón, sin compartirlo con nadie hasta este momento, durante ocho largos años. Tomó un veneno, cuyos efectos mortales pusieron fin a su vida, en medio de unas calenturas que permitieron enmascarar ante el mundo la verdad de lo que había ocurrido.

Gonzalo, lleno de perplejidad, apenas acertó a preguntar ante aquella revelación.

—¿Cómo es que llegasteis a conocer que la muerte de vuestra esposa fue causada por un tósigo? ¿Os lo dijo ella? ¿No hubo posibilidad de remedio?

—Elena era una buena cristiana, fiel cumplidora de sus obligaciones religiosas. ¡Imaginaos cuál debía de ser el estado de su ánimo para tomar una decisión que la condenaba irremisiblemente a los infiernos! —el rostro de don Guillén reflejaba el sufrimiento que le producía hablar de aquello—. ¡Imaginaos el tormento que para ella tuvo que suponer actuar de aquella forma! ¡Imaginaos qué terrible hubo de ser la razón que la impulsara a tomar una decisión como aquélla! Sólo me lo comunicó cuando no había solución posible, cuando había llegado su última hora y había pedido el auxilio de un confesor para descargar su conciencia del terrible peso que la abrumaba. Inmediatamente antes de que el sacerdote entrase en la alcoba donde agonizaba, me confesó la verdadera causa de su muerte, haciéndome jurar sobre una Biblia que no haría nada, cosa que por otra parte era inútil, para tratar de poner remedio a su muerte, lo cual, por añadidura, sólo hubiese servido para hacer pública la verdadera causa de la misma. ¡No podéis siquiera haceros una idea de lo que para mí supusieron aquellos momentos! ¡Lo que significó aquella revelación y la angustia que se apoderó de mi corazón! ¡Os puedo asegurar que aquéllas fueron las peores horas de mi larga vida! Sólo me quedaron alientos —prosiguió don Guillén— para suplicarle que al menos me dijese cuál era la causa que le había llevado a tomar aquella terrible decisión.

»“Cuando haya muerto —me dijo con voz temblorosa—, abre el cofre donde guardo las escasas joyas que aún me quedan. Allí encontrarás una carta que te aclarará todos los detalles de la decisión que he tomado”. Me hizo prometerle —continuó don Guillén— que sólo abriría la carta después de que hubiese expirado.

»Desgraciadamente no tuve mucho que esperar. Abandoné la alcoba para que la asistiese el confesor y una vez que el sacerdote hubo cumplido con su sagrado ministerio, expiró. Fue como si estuviese esperando a recibir el consuelo del sacramento para morir. Una vez que me quedé a solas, llorando mi pena junto a su cadáver, abrí el joyero y, efectivamente, allí había una carta, corta, escrita con letra nerviosa, pero que yo conocía de sobra. La duda se unía a la desesperación que roía mi corazón.

—¿Qué decía ese papel? —aunque la pregunta era indiscreta, Gonzalo no pudo resistirse a formularla.

Por toda respuesta, don Guillén se levantó, se acercó a un bargueño, primorosamente labrado, y lo abrió con unas llaves que colgaban de su cuello. Sacó de uno de los numerosos cajones del mueble un papel que alargó a Gonzalo.

—Leedlo vos mismo.

El capitán, con mayor interés del que señalaban los buenos modos, tomó el pliego que le alargaban y comenzó a leer. Unos segundos después, no pudo contener una exclamación de sorpresa:

—¡Santo cielo! ¡No es posible!

Apenas acertaba a balbucir otra cosa, mientras le devolvía el papel al padre de Elena.

—Sí es posible, señor capitán. Este papel —don Guillén lo apretó con fuerza— fue escrito por una mujer, en trance de morir, que no pudo soportar la humillación y la vergüenza que supuso para ella lo que acabáis de leer con vuestros propios ojos. Por eso, don Gonzalo, no puedo aceptar nada que tenga siquiera relación lejana con un rufián como es ese bastardo. Un hombre de honor puede verse impelido a no poder cumplir su palabra porque las circunstancias y las desgracias se lo impidan, pero no puede mancillar la honra de una mujer mediante un chantaje tan vil como el que hizo a mi esposa. No se pueden solicitar los favores de una mujer so capa de cumplir los compromisos a que nos obligan el honor y la palabra dada. No se puede intentar seducir a una mujer con tan malas artes como ésas, y acosarla en su decencia con el señuelo de salvar la ruina de su familia, cuando además se tienen graves responsabilidades en la causa de la misma. Mi esposa, don Gonzalo, se quitó la vida, como habéis leído vos mismo, para poner punto final a la tentación que suponía la miserable presión a que la estaba sometiendo vuestro ídolo con la promesa de que sólo cediendo a sus lujuriosas pretensiones sería posible el pago de la fabulosa deuda que tenía contraída conmigo. Ante aquella terrible tesitura, prefirió perder la vida a perder la honra y arriesgar la salvación de su alma.

Gonzalo de Santa Cruz guardaba ahora un significativo silencio.

—Nunca —prosiguió don Guillén con un tono algo más sosegado— he revelado nada de esto a nadie y menos a mi hija, por ahorrarle un sufrimiento que no tendría sentido porque ningún remedio podía aportar. Os lo he contado a vos por las excepcionales circunstancias que concurren, por vuestro amor por Elena, del que no albergo ninguna duda, y por la convicción de que sois hombre de honor. Pero os diré algo más, ahora que os he mostrado la verdadera cara del monstruo que es don Juan y que se esconde tras la apariencia de sacrificio por el bienestar de la monarquía. Lo suyo es ambición, ambición sin límites. Sin límites os digo, porque no habrá nada en lo que repare con tal de alcanzar sus fines. En este momento su único objetivo es acabar con los obstáculos que se interponen entre su persona y el poder; es decir, acabar, como sea, con el valido Nithard y, si necesario fuese, también con la reina. Si tiene que ultrajar, ultrajará y si tiene que asesinar, asesinará. Ya sabéis las voces que corren en ese sentido…

—Nada se ha podido probar —respondió el capitán a la defensiva.

—Es cierto, pero conociendo al personaje no me caben dudas de que hay fundamento en esos rumores… —don Guillén hizo una pausa y luego prosiguió—: Hay algo que no me resisto a deciros y es que son gentes como vuesa merced, quienes abrigando las mejores intenciones, están ayudando a encumbrar a una bestia cuyas ambiciones finales ni siquiera se pueden vislumbrar.

—¿Qué significado tienen esas últimas palabras? —el rostro de Santa Cruz reflejaba el mal trance por el que estaba pasando.

—No tenía pensado decíroslo, pero después de haberos revelado el mayor de mis secretos, carece de importancia lo que os voy a contar. Tomadlo sólo como algo que es una posibilidad, pero que no es descabellada. No os resulte extraño que al final de todo, y dado el débil hilo que sustenta la vida del rey nuestro señor, en cuyo nombre se gobierna la monarquía, baraje la posibilidad de sentarse en un trono que en caso de que se produjese su muerte, teniendo en cuenta la obcecación de que es prisionero, le abriría ciertas perspectivas.

Gonzalo se puso de pie con gesto airado.

—¡Entiendo, después de lo que me habéis revelado, vuestro desdén por don Juan, pero ello no os autoriza a que injuriéis su imagen con esas insinuaciones!

—Hay un punto de verdad en eso que decís —contestó don Guillén sosegadamente—, por tanto olvidad que esas palabras han salido de mi boca. Pero tal vez algún día cobren dimensión real y entonces, cuando sea demasiado tarde, las recordaréis, señor de Santa Cruz. Permitid, sin embargo, que os cuente algo de lo que fui testigo y que, quizá, vos conozcáis. Pero a buen seguro os podré dar detalles ciertamente importantes de lo que presencié.

Gonzalo hizo un gesto que daba a conocer su disposición a escuchar lo que quiera que fuese que don Guillén deseaba contarle.

—Por circunstancias que no vienen al caso explicar, cuando estuve en Flandes tuve contactos que culminaron en una relación de amistad con Cornelius Brueghel, un astrólogo afincado en Amberes. Era persona respetable y de honor, pese a dedicarse al cultivo de las artes adivinatorias y a la práctica de ciencias esotéricas. Sus almanaques, horóscopos y predicciones le habían granjeado un crédito extraordinario en los más diversos círculos sociales. En busca de sus consejos y vaticinios acudían hombres de negocios, mercaderes, políticos, militares y gentes corrientes que habían de enfrentarse a los numerosos problemas que plantea la vida cotidiana. Conocedor don Juan de las dotes y capacidades de Brueghel, hizo que le concertase una cita con el astrólogo a la que acudimos juntos. Su alteza deseaba que le configurase un horóscopo para conocer qué era lo que le deparaba el futuro.

»Cornelius —prosiguió don Guillén—, con los datos que el propio don Juan le facilitó, elaboró su carta astral y le confeccionó un horóscopo en el que se revelaba que existían posibilidades de que, si confluían determinadas circunstancias, podría ceñir una corona. Insistió el astrólogo que tal posibilidad era remota y que dependería de un cúmulo de circunstancias. Don Juan se mostró encantado con aquella predicción y muy pronto la remota posibilidad se convirtió para él en certeza. Una certeza que le obsesionaba tanto, que no tuvo empacho, con el paso del tiempo, en divulgar en determinados círculos de poder como verdades contenidas en el horóscopo, lo que no eran sino falsedades que convenían a sus intereses.

—¿Falsedades, decís?

—En efecto, tales como señalar que él era hijo legítimo de Felipe IV e Isabel de Borbón, pero que fue cambiado en la cuna y sustituido por el que luego sería conocido como el príncipe Baltasar Carlos, que era el verdadero hijo de la Calderona.

—Disculpad, don Guillén, yo he visto el horóscopo que realizó Cornelius Brueghel y en el mismo se contenía dicha afirmación.

—No, señor mío, lo que vos habéis visto es una falsificación. Eso sí, muy bien hecha, donde se han añadido aquellos elementos que convienen a las ambiciones de don Juan.

—Nunca llegaron a mis oídos negaciones del astrólogo sobre la veracidad del horóscopo —replicó Gonzalo.

—Claro que no, Cornelius Brueghel murió, en extrañas circunstancias, pocas semanas después de haber elaborado el horóscopo de don Juan, coincidiendo, precisamente, con la difusión de las primeras falsedades acerca del mismo.

—¿Insinuáis por un casual que…?

—No insinúo nada, constato un hecho que acaeció de una determinada forma.

Después de aquello hubo un largo silencio que fue roto por Gonzalo, quien hubo de hacer un esfuerzo para explicar lo que estaba pasando por su cabeza. Era posible que tuviera que arrepentirse amargamente de decir lo que en aquel momento le dictaba su conciencia, pero, precisamente por ello, no podía permanecer en silencio.

—Creo, don Guillén, que, dadas las circunstancias, mi presencia en esta casa, habida cuenta de que mi vinculación a don Juan está sellada por la lealtad que nos profesamos —en el fondo de su voz había un leve temblor—, no debe prolongarse por más tiempo. Os agradezco la prueba de confianza que habéis mostrado hacia mi persona. Lamento profundamente los sucesos que acaecieron hace años en Bruselas y que tanto dolor y desesperación han traído a vos y a vuestra familia. He de manifestaros que amo profundamente a vuestra hija y sé que ese amor es correspondido por ella. Soy consciente de que la barrera que se levanta entre Elena y yo por causa de mi relación con su alteza desaparecería si yo me desligase de su persona. Pero habéis de saber que no comparto vuestras opiniones acerca de don Juan. Puedo entender que en las intrigas que constituyen parte de la esencia de la pugna política haya cometido algún desafuero, pero ello no le invalida como aspirante a dirigir, en nombre de su majestad, los destinos de esta monarquía. No creo que en ningún momento haya puesto en marcha planes para atentar contra la vida de Nithard, como las lenguas de sus enemigos difunden. Es más, niego que exista siquiera esa posibilidad y afirmo que su alteza es incapaz de acometer tamaña villanía.

—¿Acaso no fue villanía lo que hizo con mi esposa? —don Guillén dejó caer la interrogación con indignación.

—Cierto que lo es —admitió Gonzalo—, pero no estamos hablando de una acción política. Es censurable su actuación, pero la misma quedaba fuera del ámbito de su vida pública, así lo creo por muy doloroso que me sea decíroslo. Yo estoy ligado a su alteza en su misión de hombre de estado y, aunque rechazo comportamientos como el que acabáis de revelarme, continuaré apoyándolo en sus pretensiones. Sabéis, porque es del dominio público, que don Juan, siendo mozo, sedujo en Nápoles a una hija del pintor Ribera con la que tuvo una hija. Tal acción, que yo repruebo, no le invalida como gobernante capaz y valioso.

Don Guillén, con aire resignado, se limitó a señalar:

—En fin, es vuestra opinión y yo la respeto. ¿Decíais que vuestra presencia en esta casa no era conveniente…?

—Así es, creo que debo marcharme. Lo único que solicito de vuestra hospitalidad y benevolencia, que nunca podré pagar como se merece, es que me permitáis permanecer en ella hasta que las sombras de la noche me faciliten una salida más discreta, tanto para tranquilidad de vuestra familia, que no ha de sufrir castigo por haber dado acogida a un criminal, según rezan los bandos publicados, como por mi propia seguridad.

—Sea como lo solicitáis —se limitó a señalar don Guillén, dando por concluida aquella reunión.

Elena tuvo conocimiento por boca de Gonzalo de lo ocurrido, sin que el capitán aludiese para nada a las circunstancias en que se había producido la muerte de su madre. A duras penas podía contener los sollozos. Después de la charla que días atrás había mantenido con su padre, tenía el convencimiento de que los obstáculos que se habían opuesto a su amor con Gonzalo estaban despejados y que aquella reunión tenía más de protocolaria que de otra cosa. Cuando Gonzalo le comunicó que por la noche abandonaría la casa ya no pudo contener las lágrimas. El capitán trataba de buscar palabras de consuelo, algo que también él necesitaba, porque el dolor que le había producido tomar tal decisión sólo era comparable a la indignación que le producían los ataques que, difundiendo bulos acerca de sus acciones, lanzaban los enemigos de don Juan. Un resquemor había, sin embargo, en el fondo de su alma al conocer la vesania con que había actuado con la madre de Elena. Una cosa era no poder resistir la atracción de una mujer y otra muy diferente aprovecharse de determinadas circunstancias para ganar sus favores. Aquello era algo impropio de un caballero.

No hubo almuerzo propiamente dicho en casa de los Zúñiga. Elena se encerró en su alcoba y Gonzalo se tendió, presa de un anormal agotamiento, en el lecho donde había reposado la curación de sus heridas que prácticamente estaban cerradas, aunque no de forma definitiva. Eran otras heridas, mucho más profundas, las que se habían abierto en su corazón. Las horas de la tarde transcurrían lentas y dolorosas, aguardando la llegada de una noche en la que se pondría final a un hermoso amor, segado en su nacimiento por causa de una crueldad del destino, que había llevado a que se cruzasen dos vidas entre las que se interponía la figura de una de las personalidades más recias de aquella época: don Juan José de Austria.