Don Bernardo Patiño llegó a Consuegra de acuerdo con las previsiones que don Juan había realizado: una primera jornada hasta Ocaña, donde descansó, y la segunda en que rindió viaje en la imponente fortaleza manchega, donde residía la cabecera del priorato de la orden de San Juan.
El hijo de Felipe IV y su secretario no se veían desde el domingo de Ramos último en que don Juan había iniciado su lento viaje hacia La Coruña, donde debería haberse hecho a la vela para tomar posesión en Bruselas de su cargo de gobernador de los Países Bajos. Cinco meses después estaba recluido en aquel pueblo a la espera de lo que dispusiese doña Mariana de Austria, que le culpaba, con razón, de buena parte de la agitación política que se vivía en Madrid, de la humillación inferida por lo que suponía de desplante a su autoridad el rechazo de don Juan al cargo que le había destinado, y de que era su larga mano la que estaba detrás de todos los intentos llevados a cabo para desestabilizar el gobierno y eliminar a la persona que gozaba de su plena confianza, Everardo Nithard.
Por su parte, don Juan tenía también su lista de agravios. Desde la muerte de su padre, acaecida hacía ahora tres años, se había sentido menospreciado y postergado. Se le había negado reiteradamente su presencia en la corte, donde sólo se le había admitido de forma circunstancial y se le había herido en su orgullo. No podía soportar que gente mediocre, sin mayores capacidades que su linaje o la voluntad de la reina, ocupasen cargos de relieve y responsabilidad que a él se le negaban. Por si todo ello no era suficiente, sabía que aquel rechazo derivaba de que su madre había sido una comedianta, aunque su padre fuese el rey. Se sabía mejor que la mayoría de los petimetres que paseaban por Madrid sus cargos y oficios de relumbrón, mientras que a él se le pretendía alejar del núcleo de poder que era la corte. Se le asignaba un destino cuanto más difícil de ejercer y cuanto más alejado de España, mejor. En vida de su padre no le había vuelto la cara a esos peligros ni a ese alejamiento. Había luchado en Nápoles, en Sicilia, en Cataluña, en Flandes y en Portugal, había ejercido de virrey en Mesina y Barcelona, gobiernos complicados porque los súbditos de aquellos territorios eran gentes celosas de sus privilegios y derechos y estaban prontos a la rebelión. Ya había sido gobernador de los Países Bajos en circunstancias harto complicadas. Había dedicado una vida al servicio de la corona y de la monarquía y sólo recibía de aquella austríaca engreída, tozuda y pagada de su grandeza, que era la viuda de su padre, desplantes y rechazo. Se sentía injustamente tratado y humillado. Había suplicado, casi mendigado un puesto en la corte. Si no era posible en la Junta de Gobierno, donde no había habido empacho para encontrarle acomodo a su confesor, forzando la voluntad testamentaria del monarca difunto, que era la suprema razón que se le daba para negarle a él la entrada, al menos que se le autorizase ejercer su plaza de consejero de Estado, cosa que tampoco se le permitía.
Hasta aquel momento se habían mantenido ciertas formas en el duro enfrentamiento que ambos sostenían. Ahora había llegado el momento en que las formas parecían importar poco y lo que había sido una pelea soterrada, se convertía en una lucha a la luz del día. Como toda guerra cortesana, la pugna tenía mucho de partida de ajedrez. Se trataba de mover piezas y ganar posiciones. Don Juan era consciente de que el mayor de los baluartes con que contaba la reina era su confesor, a quien sus consejos penitenciales le habían servido mucho más que a él sus acciones militares y de gobierno, para alcanzar la cima del poder. Nithard era la persona en quien la reina tenía depositadas mayores confianzas, lo que explicaba los ataques que se habían lanzado contra su imagen y contra su persona. Los primeros habían dado el resultado apetecido. Nithard era para el pueblo de Madrid e incluso para una parte importante de la nobleza un odioso extranjero, incapaz para ejercer el gobierno de una monarquía como aquélla. Era un individuo cuyo mayor mérito era administrar el sacramento de la penitencia a la reina. Sin embargo, los intentos de eliminarle políticamente habían fracasado porque el apoyo de doña Mariana a su persona era absoluto. Como habían fracasado también, por incompetencia de los que habían de ejecutarlo, los intentos de eliminarle físicamente. Se trataba ahora de preparar un nuevo y definitivo plan con gentes capaces de llevarlo a cabo con éxito. Para eso era precisamente para lo que estaba en Consuegra don Bernardo Patiño. Allí buscarían dar jaque en aquella partida de ajedrez.
Después de informarse de lo que se sabía acerca de la reyerta en la que participó el capitán Santa Cruz, don Juan se interesó por la situación que se vivía en la corte.
—Así pues, mi querido don Bernardo, el ambiente en Madrid está removido.
—En efecto, alteza, la gente lleva muy mal el que Nithard haya prohibido las representaciones teatrales, diciendo que en tiempo de luto no es buena ni la música ni la alegría. Sólo permite que en alguna iglesia se hagan autos sacramentales, como forma de festejar ciertas celebraciones litúrgicas, pero no es eso lo que la gente desea. Los corrales del Príncipe y de la Cruz están cerrados a cal y canto, la gente murmura porque… ya sabe vuestra alteza, ¡la escena sigue levantando pasiones!
Nada más pronunciar aquellas palabras, Patiño estaba arrepentido. No había calibrado el efecto que podían tener en don Juan, pero si éste se sintió aludido, no lo manifestó.
—¿Qué se dice del confesor, don Bernardo?
—Es un extranjero al que muchos odian por tener esa condición. Tampoco gusta que acapare tantos cargos: el confesionario real, la Inquisición, la Junta de Gobierno, el valimiento… y sobre todo su figura no es atractiva, no resulta simpática. Tan estirado, tan poco comunicativo… ya sabéis a qué me refiero y, aunque la plebe es voluble y sus sentimientos cambian con la misma facilidad que lo hace el viento, en ningún momento ha sido capaz de atraerse las simpatías populares.
—Sin embargo, su posición es firme.
—Eso es cierto, señor, la reina le mantiene su confianza. Yo diría que tiene una fe ciega en él.
—Por lo que me has hecho llegar, las gestiones de Santa Cruz con los grandes han sido un fracaso. Por ese camino nada se puede esperar, ¿no es así?
—El fracaso ha sido rotundo. Esa gente apostará cuando tenga la certeza de que el jaque sea mate y la ganancia segura. No arriesgarán nada, sólo piensan en sus intereses particulares y en sus odios ancestrales. Nada podemos esperar de ellos. Es más, los problemas que hoy envuelven a don Gonzalo están relacionados con la visita que le hizo al duque de Sessa. La visita fue un fiasco, Santa Cruz le ridiculizó, encerrándole en una habitación de su propia casa junto a numerosos criados, y siendo persona tan vengativa…
—¿Sí? —dijo don Juan con interés.
—Tengo confirmación abonada de que intentaba una venganza contra el capitán, algo que me refirió también el propio don Gonzalo.
—¿Estáis seguro de ello?
—Casi puedo garantizároslo. Desde luego, puedo aseguraros que el duque trataba de darle un escarmiento para vengar su honor ofendido. No albergo dudas de que la reyerta de días pasados tiene relación con ello. El rumor que corre por Madrid es que los que intentaron matar al capitán eran gente contratada por un esbirro de Sessa al que recurre para trabajos sucios o inconfesables.
—En resumen, don Bernardo —señaló don Juan—, los ánimos están caldeados, pero la posición de Nithard es firme y sólo contamos con nuestros propios medios para poner fin al presente estado de cosas.
—No es posible resumir la situación de forma más acertada y con menos palabras.
Don Juan esbozó una sonrisa enigmática.
—En ese caso, mi querido amigo, descansad de la dura jornada de viaje. Mañana hemos de trabajar sin desmayo en el plan que nos permita acabar con el confesor.
Los cuidados que le dispensaba Elena y los buenos oficios del doctor Morgado, que visitaba diariamente al enfermo, hicieron que, poco a poco, Gonzalo mejorase de las graves heridas que le habían colocado al borde de la muerte. Sólo al tercer día de haber caído inconsciente en plena calle, recuperó el sentido, coincidiendo con el final de las graves calenturas que le habían aquejado. El cierre y cicatrización de las heridas ofrecía buen aspecto, pero estaba muy débil por la pérdida de sangre. Cuando el galeno lo visitó la tarde de aquel día señaló, en medio de la alegría desbordada de Elena, que, salvo alguna complicación, aunque por encima de todo quedaba la voluntad de Dios, el enfermo estaba fuera de peligro.
Un momento de grave tensión se vivió en la casa de los Zúñiga cuando unos alguaciles de los que buscaban pistas sobre el paradero de Gonzalo de Santa Cruz, llamaron a la puerta para hacer una serie de preguntas a los dueños y a la servidumbre. Don Guillén los atendió en su propio despacho, donde les manifestó que lo único que podía decirles era que había oído entre el vecindario, cuando había acudido a misa, que se había producido una reyerta cerca de la plazuela del conde de Barajas y que de resultas de la misma los muertos eran cinco.
—¿Y sobre el capitán Gonzalo de Santa Cruz ha oído algo? —le preguntó uno de ellos.
—Sólo que se le acusa de graves delitos, según se dice en los pregones echados y que no se sabe cuál es su paradero —respondió don Guillén, tratando de ser amable.
—Ningún otro rumor o comentario —insistió el alguacil.
—No, nada más —el padre de Elena pareció hacer memoria y afirmó, como si recordase algo—: En alguna parte creo haber escuchado que resultó herido en el lance.
Elena de Zúñiga, que estuvo presente mientras su padre atendía a los alguaciles, señaló, cuando éstos la invitaron a decir lo que supiera, que no tenía nada que añadir a lo manifestado por su padre. Todo transcurría con cierta normalidad cuando, antes de que los alguaciles preguntasen a la servidumbre, uno de ellos dijo a Elena:
—¿Creo, señora, que el capitán Santa Cruz y vos…?
Don Guillén saltó como una fiera:
—¡Quién es vuesa merced para hacer esa insinuación a una dama! ¡Una dama que es mi hija y os atiende en su propia casa! —sus gritos apabullaron al alguacil, que no sabía cómo excusarse—. ¡Sabed que sólo la hospitalidad y mi deseo de colaborar con la justicia me impide expulsaros de mi casa! ¡Pero sabed también que mi deseo es que concluyáis a la mayor brevedad vuestras pesquisas en esta casa!
El azorado alguacil apenas pudo balbucir una disculpa, sorprendido por aquella reacción.
—Señor, yo no… yo no pretendía…
—Si no tenéis necesidad de nuestras personas, daré órdenes a la servidumbre para que de inmediato quede a disposición de vuesas mercedes —hubo unos instantes de silencio que el dueño de la casa interpretó como asentimiento a su propuesta, por lo que espetó a los agentes de la autoridad un seco—: ¡Buenas tardes!
Abandonaba don Guillén el gabinete, seguido de su hija, cuando el alguacil que no había hecho la pregunta que había desatado la cólera de viejo asentista, le indicó:
—Agradecemos la colaboración de vuesas mercedes. No es necesario que haga venir a la servidumbre.
Los dos alguaciles abandonaron la casa cabizbajos y en silencio. Apenas habían dado unos pasos en la calle. Cuando el que se había despedido reprochó a su compañero:
—¿Cómo se te ha ocurrido una pregunta como ésa? ¿Acaso no sabes que don Guillén de Zúñiga es jurado enemigo de don Juan José de Austria?
—Sí, pero se dice que el capitán corteja o cortejaba a su hija —contestó el amonestado.
—¡Ésa es una relación que don Guillén no consentirá jamás!
La mejoría de Gonzalo le trajo también el conocimiento de lo ocurrido en aquellos tres días pasados en la penumbra de la fiebre. Primero fue el encontrarse atendido en casa de Elena. Tenía un vago recuerdo del momento en que perdió el conocimiento y fue ella quien le explicó cómo le había encontrado malherido en medio de la calle. Aunque Elena ansiaba conocer todos los detalles de cómo había llegado a aquel estado, antes tuvo que responder a las preguntas de Gonzalo: ¿Cómo era posible que ella le hubiese atendido en su propia casa? ¿Qué opinaba su padre de aquello? ¿Qué había sido de Sancho, a quien vio muerto? ¿Qué noticias tenían de su tía Casilda? ¿Qué se decía por Madrid de aquel suceso?
Elena le explicó en primer lugar que Sancho había recibido cristiana sepultura en la iglesia de San Andrés. Luego le contó con detalle los problemas habidos cuando su padre supo que se encontraba en la casa, limitándose a decirle que al final había dado su consentimiento, pero sin mencionar nada acerca de la actitud de don Guillén respecto a sus relaciones. Quería darle una sorpresa mayúscula, dejando aquel asunto para el final. Luego le informó del escándalo que había causado en Madrid la muerte de cinco personas en la refriega y que muy poca gente conocía cuál era su paradero. Sólo las personas de la casa y el doctor que le atendía.
—¿Nada sabe mi tía? —preguntó con ansiedad.
Elena le comentó el peligro que suponía dar cualquier tipo de pista que permitiese a los alguaciles conocer su paradero.
—Sin embargo, alguien ha de decirle que estoy vivo. La pobre debe de estar pasando un infierno, sabiendo que Sancho ha muerto y sin tener noticias de lo que me haya podido ocurrir. Alguien ha de darle razón de ello.
—Hay mucho riesgo porque los alguaciles no paran de hacer pesquisas, alentados por las acusaciones que han lanzado contra tu persona y la recompensa que ofrecen.
—¿Qué es eso de las acusaciones y de una recompensa? —preguntó Gonzalo.
Elena le contó entonces todo lo referente a la publicación del bando donde se decretaba su busca y captura.
Al interés por conocer lo que había ocurrido, le sucedió la indignación de saber que le buscaban como a un vulgar criminal.
—¡Lo único que hice fue defenderme, y bien caro que lo ha pagado el pobre Sancho! —clamó.
—Pero eso sólo lo sabes tú —le indicó Elena, quien trataba de aplacarle, advirtiéndole que aquella excitación no podía ser buena en su estado—: Tenía pensado darte a leer el pasquín que se ha hecho público, pero mejor será que no lo haga —le comentó Elena con una pícara sonrisa.
La reacción de Gonzalo fue la que ella esperaba. Tomándole una mano —eso no lo esperaba— le suplicó que se lo diese bajo promesa de permanecer tranquilo. Los dos trataron de prolongar aquel momento. Era el primer contacto físico que mantenían, aparte de los roces en las puntas de sus dedos que el agua bendita les había permitido.
Cuando el capitán cogió el papel el corazón le latía con la intensidad de los momentos previos a la entrada en combate, aunque la importancia de su contenido había pasado a un segundo plano. Después de leerlo hizo un comentario que a Elena le llamó la atención por lo simple que le resultó:
—Espero que se aclare todo, antes de que me encuentren —era como si el asunto hubiese dejado de interesarle y desease hablar de algo mucho más atractivo para él.
—Parece que no te preocupa lo que se dice en ese escrito —le comentó Elena.
—Lo que ahora me preocupa es saber si me amas. Si estas semanas que hemos pasado separados, sin vernos, sin saber el uno del otro, han servido para aclarar tus ideas y si puedo albergar esperanzas acerca de mi amor.
Elena le miró con ternura. El hombre del que se había enamorado era ciertamente especial. Acababa de salir de la penumbra de la muerte y la mayor parte de los corchetes y alguaciles de Madrid, además de los que estuviesen tentados por los ducados que ofrecían, rastreaban una pista para dar con su paradero; para él todo aquello carecía de importancia ante el amor que abrigaba en su corazón. Y ese amor se lo profesaba a ella.
La voz de Elena adquirió un tono emotivo:
—No he necesitado aclarar mis ideas en estas semanas porque las tengo claras casi desde el mismo instante en que te conocí. ¡Te quiero! ¡Te amo con toda la fuerza de que soy capaz de hacerlo! ¡El mayor de mis deseos es compartir mi vida contigo por el resto de mis días!
Gonzalo de Santa Cruz no acababa de dar crédito a lo que estaban escuchando sus oídos. Le parecía estar soñando o lo que era peor, que todo aquello fuese producto de las calenturas que padecía. Después de un largo silencio con la mirada clavada en los ojos de Elena, sólo supo decir:
—¿Quieres repetírmelo otra vez?
La respuesta llegó de forma inesperada. Elena se acercó al lecho, se agachó suavemente sobre él, como si temiese hacerle daño, y lo besó suavemente.
Por la tarde, cuando el doctor Morgado acudió a su cotidiana visita —para todo el mundo lo hacía por necesidad del dueño de la casa que padecía una vieja dolencia sanguínea— se encontró con que el enfermo había experimentado una sustancial mejoría. No sólo había salido del sopor de los días anteriores, sino que las calenturas, por primera vez, le habían abandonado. Había dejado de sudar y todo daba a entender que estaba limpio.
Aquella visita del médico revistió un carácter muy especial porque acompañándole iba don Guillén de Zúñiga. Cuando Gonzalo vio al padre de Elena trató de incorporarse, pero éste se lo impidió. Con cortesía, le preguntó cómo se encontraba y tras una breve conversación que resultó, dadas las circunstancias, algo embarazosa, don Guillén le comentó, antes de retirarse, que cuando estuviese restablecido habrían de sostener una larga charla. Gonzalo, que no salía de su asombro, se limitó a asentir.
Una vez que el padre de Elena se hubo retirado, ésta entró en la habitación. El médico decidió, al haber desaparecido la fiebre, aunque podía reaparecer, cambiarle los vendajes, lo que le permitió comprobar que las heridas mejoraban y estaban cerrando sin problemas. Las limpió, volvió a untarle bálsamo y con la ayuda de Elena pusieron, bien apretadas, vendas nuevas.
—Tal vez, si todo continúa su proceso normal, dentro de unos días podamos quitar los vendajes definitivamente —comentó el médico, animado por la evolución que presentaban las heridas.
—¿Cuándo podré levantarme? —preguntó Gonzalo.
—No es aconsejable tener prisas en un caso como éste. Si una de las heridas se abriera, habríamos perdido todo el camino recorrido. Es mejor ser prudentes.
Una vez que el médico se marchó, Elena regresó al lado de Gonzalo.
—¿Qué te ha dicho mi padre? —preguntó con ansiedad.
—Que cuando me haya restablecido tenemos que hablar.
—¿Qué le has respondido?
—Le he manifestado mi conformidad. ¿Sabes tú algo de eso?
—Según me ha dicho, creo que quiere aclarar contigo algunos aspectos de tu relación con don Juan.
Al escuchar aquello una sombra cruzó por el semblante del capitán.
—¿Acaso pretende orientar mi vida en ese sentido?
—No puedo decirte cuál es su deseo. Pero ya sabes lo que piensa respecto a don Juan.
Gonzalo asintió con pequeños movimientos de cabeza. Tenía un mal presentimiento.