Fue tormentosa la situación que se vivió aquella mañana en casa de don Guillén de Zúñiga cuando bajó de su alcoba después de asearse, vestirse y tomar una colación. Entonces tuvo conocimiento de la presencia del capitán Santa Cruz. Primero, no dio crédito a lo que escuchaba, luego, al enterarse de las circunstancias en que su propia hija le había recogido, su irritación estalló sin contención. Parecía imposible una explosión de cólera como aquélla en una persona cuya figura era la viva imagen de la serenidad y la templanza.
Don Guillén era persona que, pese a las calamidades sufridas y los sinsabores que la vida le había deparado, poseía un aire de serenidad. Era de mediana estatura y bien proporcionado, aunque la edad había empezado a encorvarle ligeramente; su piel, que en otro tiempo debió de ser sonrosada, estaba marcada por la huella del tiempo que le había impreso algunas arrugas. Conservaba la totalidad de su pelo completamente blanco y sus ojos azules mantenían una extraña viveza para su edad, aunque se adivinaba en ellos un fondo de tristeza. Vestía con elegante sobriedad y siempre de la misma forma.
—¡Jamás lo hubiese creído, jamás! ¡Uno de los más caracterizados partidarios de don Juan en mi propia casa! ¡Atendido por mi propia hija!
Elena, de pie, soportaba en silencio las arremetidas verbales de su padre. Pocas veces le había visto en aquel estado, y aunque a lo largo de las horas que pasó en vela aquella noche se imaginó las diferentes reacciones de su progenitor, la realidad fue más cruda de todo lo que había pasado por su mente. Decidió, entonces, que fuera cual fuese la actitud de su padre, mantendría un respetuoso silencio hasta que las circunstancias le permitiesen hablar.
—¡La presencia de ese… ese… —don Guillén no encontró la palabra que buscaba— en mi casa es una infamia a tu madre y tus hermanos! ¡Gentes como él han dado alas a quien es la mayor peste que se ha abatido, en siglos, sobre esta desgraciada monarquía! ¡No alcanzo a comprender cómo te has atrevido a llevar a cabo una acción como ésta!
A Elena le resultaba cada vez más difícil mantener el silencio que se había impuesto. Apretó las uñas de sus dedos contra las palmas de sus manos hasta hacerse daño, como fórmula para contenerse.
—¡Sólo las locuras de ese enamoramiento del que eres presa han podido perturbar tu mente hasta el extremo al que has llegado! ¡Has dado cobijo a quien a estas horas ha de ser, por lo que me has contado, un fugitivo de la justicia! ¡Todo apunta a que esas heridas son la consecuencia de una pendencia de la que no sabemos nada! ¡Tal vez haya matado a alguien! ¡Tal vez se está dando asilo en mi casa a un criminal!
—También es un acto de caridad cristiana ayudar al que lo necesita —las palabras se habían escapado de la boca de Elena, que tenía la impresión de no haberlas pronunciado.
—¿Acto de caridad cristiana dices, insensata? ¡La verdadera caridad cristiana es que los malhechores rindan cuentas ante la justicia!
Después de aquello don Guillén se encerró en su despacho, mientras su hija era presa de la congoja. El hombre al que amaba, a pesar del abismo que le separaba de él por circunstancias de la mala fortuna, se debatía entre la vida y la muerte, mientras que su padre no sólo rechazaba aquella relación, sino que le había manifestado el mayor enfado que le recordaba en los últimos años.
Las horas siguientes fueron de una amargura para las que no había palabras. Don Guillén continuaba en su encierro, se había incluso negado a comer cuando llegó la hora del almuerzo. Elena no se separaba del improvisado lecho donde Gonzalo continuaba sumido en el sopor de la calentura. Desde primeras horas de la mañana no sabía qué hacer, si avisar a un médico o buscar algún otro remedio que fuese más allá de la limpieza y vendaje de las heridas. Las dudas no habían hecho sino acentuarse al tener noticia de cómo se habían desarrollado los hechos que dieron lugar a que Gonzalo quedase tan mal herido. Mayores agobios la embargaron cuando supo que alguaciles y corchetes preguntaban por toda la colación, tratando de esclarecer los hechos que habían dado lugar a aquella matanza. Por suerte para sus propósitos la falta de empiedro en la calle, que era de tierra, le había permitido, con la ayuda de Jerónima, eliminar aquella misma noche, sin que fueran vistas, el rastro de sangre de Gonzalo en el lugar de su caída porque el goteo de su herida en la retirada no dejó ninguna pista. No obstante, las declaraciones de los vecinos indicaron que por la Cava de San Miguel abajo se marchó uno de los que participaron en la pelea.
Elena tenía la certeza de que antes o después los alguaciles acabarían por hacer preguntas en su casa y que sus pesquisas les llevarían a conocer que ella se dejaba cortejar por el hombre tras cuya pista estaban, por ello había alertado convenientemente a la dueña y a la servidumbre para cuando llegase el caso. Sus temores también apuntaban hacia la actitud que su padre adoptase. Bien entrada la tarde don Guillén abandonó el encierro en que se había instalado, su hija le rogó que comiese algo, pero se limitó a preguntarle con dureza:
—¿Qué piensas hacer cuando venga la justicia?
Ante la falta de respuesta don Guillén insistió:
—Supongo que serás consciente del delito que cometes al mantener oculto a ese hombre a quien los alguaciles estarán buscando. Porque detrás de esas heridas habrá toda una historia que no será, precisamente, ejemplar.
Elena iba a responder cuando sonó el golpear del aldabón. Estaban llamando a la puerta. Padre e hija cruzaron una mirada en la que había, sobre todo, inquietud.
—No me extrañaría que fuese la justicia —murmuró don Guillén, bajando el tono.
La inquietud se acentuó en el rostro de Elena, quien con los ojos dirigió a su padre una súplica:
—Si son ellos, ¿qué pensáis hacer?
En la encolerizada mirada de don Guillén se vio por primera vez un reflejo de ternura.
—Que acudan a la puerta y pregunten quién es.
Elena no necesitó que se lo repitiese. Tensa y nerviosa, con el corazón atenazado por el miedo, abrió ella misma el postiguillo enrejado que había embutido en la puerta. Antes de hacerlo, aspiró profundamente tratando de serenarse. A la vista de sus ojos apareció una figura de espaldas, quien llamaba miraba a la calle mientras le abrían. Aquella silueta que le era familiar se volvió cuando sintió el ruido del postiguillo, Elena apenas pudo contener su alegría. No era la justicia. Era Pinilla, un amigo de su padre que, muchos días, a la caída de la tarde, le visitaba para comentar lo que se decía por los mentideros de la villa. Aquella tarde, tal vez por lo alarmante de lo acaecido la pasada noche, se había adelantado a su hora habitual.
—Me alegra mucho veros, es un verdadero placer, don Pedro —a Pinilla le extrañó que fuese la hija de su amigo quien le abriese y mucho más aquellas palabras—, pasad, pasad.
Don Pedro Pinilla era mucho más joven que don Guillén, rondaría por los cuarenta años, y mantenía una larga relación con Zúñiga desde los tiempos en que éste estaba en Flandes. Era hombre apuesto y conservaba la prestancia de los militares. Había sido capitán de una compañía de caballos y ahora estaba cesante de empleo.
Los dos amigos se acomodaron en sendos sillones de cuero en el despacho de don Guillén.
—¿Sabe ya vuesa merced lo ocurrido esta noche?
—Algo he escuchado.
—Cinco son los muertos, don Guillén, cinco.
—¡Válgame el cielo, don Pedro! ¿Fue una reyerta?
—¿No os lo han dicho? Una reyerta de la que no se conocen las causas. Uno de los muertos es un criado del capitán Gonzalo de Santa Cruz —bajó el tono de su voz—, ya sabéis a quién me refiero. Acerca de los otros sólo corren rumores, pero apuntan a que eran gentes a sueldo, que tenían el encargo de acabar con la vida del capitán.
—¿Estuvo ese sujeto en la pelea?
—Es casi segura su participación, pero no está entre los muertos. También se dice que detrás de todo ello lo que hay es un enfrentamiento más de los que sacuden la corte entre los partidarios de don Juan y los del valido. Lo digo por lo último que acaba de saberse.
—¿Y qué es ello?
—Que se han publicado bandos de busca y captura contra el capitán Santa Cruz.
—¿Qué me decís? —don Guillén trataba de contener la impresión.
—Lo que oís, don Guillén. No se trata de un bulo de tantos como circulan. Lo están difundiendo por voz de pregonero y en las tablillas de costumbre. Le acusan de asesinato y escándalo. Ofrecen buenos ducados a quien aporte noticias ciertas de su paradero.
—¿Tan grave ha sido el asunto? —don Guillén intentaba disimular su agitación. Elena estaba metida en un asunto mucho más feo de lo que había supuesto. La verdad era que la irritación se la producía más el que Santa Cruz fuese un parcial de don Juan, que el hecho de que le hubiese dado cobijo bajo su techo en aquellas circunstancias. Aunque su negativa a una relación de su hija con el capitán era firme, las indagaciones que había realizado acerca de la persona de aquel capitán apuntaban todas en la misma dirección: era hombre de palabra a la que daba un valor sagrado, honrado a carta cabal y valiente. La única mancha que tenía ante sus ojos estaba en su vinculación política con don Juan.
—Cinco muertos, don Guillén, son muchos muertos. Pero lo que se comenta por ahí como os he dicho, es que la acusación lanzada contra Santa Cruz está relacionada con el trasfondo político que le dan al asunto. Se lo han endosado sin muchas pruebas porque ni siquiera se sabe con seguridad la causa de la pelea. Se ignora, incluso, si el acusado está vivo o muerto.
Don Guillén trataba de serenar su turbado espíritu.
—¿Hay alguna razón para ese ataque tan directo a Santa Cruz?
—Ese capitán es una pieza fundamental para el partido de don Juan. Si la reina y Nithard logran neutralizarlo, el bastardo habrá perdido una de las bazas más importantes que tiene para alcanzar lo que ambiciona. Se dice también que los muertos estaban contratados, aunque no será posible probarlo, por el duque de Sessa, a quien Santa Cruz humilló días atrás encerrándole en una habitación de su propia casa.
Don Guillén esbozó una sonrisa.
—En definitiva, un ajuste de cuentas.
—Si vuesa merced quiere llamarlo así… Lo que parece claro es que, aprovechándose del lance, algunos tratan de obtener ventajas políticas.
—¿Tan importante es Santa Cruz?
—Dicen, quienes tienen cumplida información, que su prestigio entre los veteranos que pululan por esta villa es tal que podría provocar un grave problema al gobierno con sólo chasquear los dedos. Para desgracia de don Juan, Santa Cruz, que le tiene una fidelidad absoluta, se niega a participar en los manejos que promueve y en las intrigas cortesanas. No es hombre para ese mundo. Luchará al lado de don Juan porque, según se dice, es de los que están convencidos de que los males de la monarquía sólo tendrán remedio con su alteza en el gobierno. Pero los que eso dicen, también afirman que, pese a las insistencias del Austria, siempre se ha negado a entrar en ese complicado mundo que es la política. No encaja con su forma de ser, ni con su carácter.
Para don Guillén, que había formulado aquellas preguntas como una forma de sosegar su turbado espíritu, lo que le decía don Pedro era una auténtica revelación. Ciertamente, era un tipo singular aquel Santa Cruz.
Continuaba la conversación entre los dos amigos, cuando en un reloj de pared sonaron majestuosas y solemnes siete campanadas. Don Guillén, que ya había escuchado bastante, aprovechó el sonido de las campanadas para indicar a su amigo que le excusase, pues había de acudir sin falta a resolver un asunto por lo que habían de poner fin a tan agradable pasatiempo. Con mayores prisas de las que la cortesía señalaba, aunque acompañadas de excusas, el dueño de la casa despidió a la visita. Una vez solo, llamó a su hija y se encerró con ella en el despacho.
Sin preámbulos de ningún tipo, le espetó:
—Según me ha dicho Pinilla, poco menos que han fijado precio a la cabeza de… de don Gonzalo —por primera vez su padre aludía al capitán por su nombre.
Elena se llevó una mano a la boca, donde se ahogó un gemido de angustia. Después de un prolongado silencio, preguntó a su padre:
—¡Por el amor de Dios! ¿Por qué no me contáis todo lo que sepáis?
Desde que aquella mañana había tenido conocimiento de la presencia del herido en su casa, don Guillén parecía volver a ser la persona apacible que su hija conocía.
—Siéntate y escúchame con atención.
Don Guillén de Zúñiga contó a su hija todo lo que Pinilla le había comentado. Cuando concluyó, Elena, que a duras penas había podido contener las lágrimas, no aguantó más la tensión que soportaba desde que en la pasada madrugada se encontró con el cuerpo malherido de Gonzalo y rompió a llorar de forma desconsolada. Para su padre aquella imagen de su hija, cuya fortaleza de espíritu era la que lo había sostenido a él en los momentos difíciles, le produjo un dolor como hacía tiempo no experimentaba.
Se levantó, sacó un pañuelo del bolsillo de su jubón y se acercó a Elena, rodeó sus hombros con uno de sus brazos mientras que con el otro trataba de enjugar, con amorosa solicitud, las lágrimas que derramaba en abundancia. Pasaron largos minutos hasta que Elena pudo controlar su llanto, primero reduciéndolo a sollozos y después a unas pequeñas sacudidas que agitaban su pecho.
Fue ella la que con dificultad rompió el silencio.
—Padre, lo último que yo desearía en esta vida es hacer algo que os produjese dolor, pero el corazón a veces no entiende los dictados de la razón. No sé si es una locura el que me haya enamorado perdidamente de Gonzalo de Santa Cruz, pero no soy dueña de mis sentimientos. Lo amo con toda la fuerza de que soy capaz… y… y…
—Continúa, hija mía —la animó don Guillén.
—… y sería la mujer más dichosa del mundo si ese amor, que es correspondido, contase con vuestra bendición. Sé lo duro que para vos es eso, pero si os sirve para algo os diré que Gonzalo, aunque defensor de don Juan, es hombre de una pasta muy diferente. Es un caballero que se rige por un código de conducta en el que la doblez y el engaño no tienen cabida. Es incapaz de hacer daño ni aun cuando pudiese entenderlo como necesario para lograr un buen fin. Cada día que pasa estoy más convencida de que el don Juan que él conoce es diferente al que nosotros conocemos. Él defiende al militar valiente, al político que busca soluciones para la monarquía y que ha prestado grandes servicios al reino. Pero ignora las maquinaciones de las que se vale, en ocasiones, para tratar de convertir en realidad sus ambiciones. Padre, mi corazón se ha rendido ante un hombre bueno, honrado y justo. La fatalidad ha traído hasta la puerta de nuestra casa la desgracia que padecemos en este momento, pero ¿qué queríais que hiciese?, ¿que le dejase morir tirado en la calle? No hubiese actuado así con un perro, ni tampoco con un enemigo nuestro. Puedo aseguraros que él no es nuestro enemigo. Antes de marcharnos a Saucedón me había rogado que le permitiese hablar con vos para daros todas las explicaciones y satisfacciones que consideraseis oportunas. Me negué tantas cuantas veces me lo propuso, sabedora de cuál es vuestra posición… y… y…
—¿Sí? —era una invitación a seguir.
—… y os juro por lo más sagrado que ya no puedo más —a Elena de Zúñiga se le quebró la voz y ya no pudo contener el llanto.
A la pena de don Guillén se sumó un cierto nerviosismo.
—Por el amor de Dios, hija mía, no llores otra vez. Serénate. ¡Cosas peores han tenido solución!
Cuando Elena dejó de llorar, su padre le preguntó por Gonzalo.
—¿Cómo se encuentra el capitán Santa Cruz?
—Sigue inconsciente, sumido en un profundo sopor y la calentura no remite. Ya no sé qué hacer —respondió la hija, algo sorprendida por aquella muestra de interés.
—Creo que lo mejor es requerir los servicios de un médico —comentó don Guillén.
A Elena se le iluminó la cara.
—Pero corremos un riesgo grave si alguien más sabe que Gonzalo está aquí.
—No habrá riesgo ninguno si quien viene es el doctor Morgado. Que vaya Jerónima a su casa, le dé recado de que necesito sus servicios y le diga que el caso es urgente.
Cuando Elena, que no salía de su asombro, se levantó para dar aviso a la dueña, su padre la cogió suavemente por el brazo. A don Guillén se le formó un nudo en la garganta. Padre e hija se fundieron en un abrazo que en segundos deshizo las tensiones de muchas semanas. Se miraron a los ojos y no necesitaron decirse casi nada.
—Gracias, una vez más, por tu generosidad —musitó Elena.
—Anda, no pierdas un instante, que el tiempo apremia.
Apenas había transcurrido una hora cuando el doctor Fernando Morgado llegaba a casa de su amigo Zúñiga. En pocas palabras don Guillén lo puso al tanto de la situación. El médico, hombre experimentado por una larga carrera, no necesitó muchas aclaraciones.
—No te preocupes, mi primera obligación es sanar, si ello está en mis manos. La segunda es guardar secreto de lo que sepa por causa de mi profesión. Si además el caso te afecta a ti, sobra todo lo demás. ¡Vamos, Guillén, veamos a ese herido!
Don Guillén prefirió no entrar a la estancia donde estaba el capitán. Acompañaron al médico Elena y la dueña. Después de abrir las vendas y examinar las heridas, palpó por las zonas próximas a los dos boquetes que se abrían en el costado.
—Parece que no hay dañada ninguna víscera, aunque las heridas son de consideración y ha debido de perder mucha sangre. Traedme agua hervida, una jofaina, toallas y gasas.
Al punto fueron atendidas dichas demandas porque Elena, en prevención, había ordenado poner agua a hervir al tiempo que Jerónima salió para llamar al doctor, quien sacó de su maletín un pequeño tarro de cristal con un ungüento rosáceo, un frasco con quinina, otro con un líquido oscuro, unas tijeras, unas pinzas, varias agujas de diferentes tamaños y formas, y unas madejillas de finísimo hilo que colocó sobre una mesilla. Luego, con la habilidad de quien lo ha hecho muchas veces, pasó las tijeras por la llama de una vela, después las lavó con agua hervida y cortó los trozos de piel y carne del borde de las heridas. Gonzalo se agitó, pero por suerte la inconsciencia le ahorró el dolor de aquella operación. Mucho peor lo estaba pasando Elena. El médico, después de recortar los trozos de piel desgarrada y de eliminar los restos de carne ennegrecida por la sangre coagulada de los bordes ulcerados de las heridas, limpió toda la zona con unas gasas que sujetaba con las pinzas. Concluida aquella operación, vertió en las heridas una abundante dosis del líquido oscuro, procurando que penetrase en el interior.
—Esto limpiará por dentro —comentó.
Con parsimonia se puso a enhebrar una aguja de punta curvada, luego pasó la aguja por la llama de la vela, sosteniéndola con las tijeras para no quemarse. Después, se puso a coser las heridas de la misma forma que lo haría un sastre, si de tela se tratase. Cuando las hubo suturado, limpió con agua la sangre que había brotado por causa de la costura. Acto seguido usó del ungüento rosa con generosidad, extendiéndolo con un suave masaje. Una vez que concluyó, reclamó la ayuda de las mujeres:
—Ahora vamos a vendarlo bien fuerte para que las heridas queden fajadas.
Después de vendarle, incorporaron al enfermo y le hicieron beber, utilizando para ello una cánula, varios tragos de quinina para combatir la fiebre. El doctor recomendó que no se le moviera y que pasadas doce horas se le diese otra vez quinina. Él pasaría a verlo al día siguiente; si empeoraba, ordenó que no dejasen de avisarle.
—Hemos hecho lo que estaba en nuestras manos, ahora está en las de Dios —apostilló.
—¿Cómo le encontráis, doctor? —preguntó Elena.
—Lo peor es la pérdida de sangre que ha sufrido. Si logramos vencer la calentura, las heridas cierran y no hay complicaciones es posible que viva para contarlo porque no parece que le hayan tocado ningún órgano vital. A su favor está la buena salud que aparenta.
Antes de marcharse, el galeno departió largamente con don Guillén, sobre el asunto de la jornada y que en aquella casa se estaba viviendo con inusual intensidad.
Durante la cena en casa de los Zúñiga, don Guillén, que había abandonado el circunstancial ayuno, tuvo una larga conversación con su hija a la que manifestó que si era su deseo contraer matrimonio con Gonzalo de Santa Cruz, si la voluntad de Dios era que el capitán sobreviviese, habría de saber que no contaba con sus bendiciones para casarse. No obstante, estaba dispuesto a charlar con él, cuando estuviese recuperado, sobre las relaciones que mantenía con don Juan de Austria; tal vez podría ser que variase su posición.
En aquellos momentos, Elena de Zúñiga, pese a los problemas que tenía por delante, era una mujer feliz aunque sus esperanzas quedasen pendientes de una conversación. Era consciente de que una vez que Gonzalo recuperase la salud —rezaba por ello a todos los santos de la corte celestial— habrían de afrontar la complicada situación en que se encontraba como consecuencia de las graves acusaciones que pesaban sobre él.
Aquella noche, mientras velase su sueño, pensaba contarle a Gonzalo todos los proyectos que anidaban en su corazón, a la vez que suplicaría al Altísimo que su relación con don Juan no se convirtiese en un obstáculo insalvable para su felicidad.