17

Elena de Zúñiga aprovechaba la oscuridad de la noche para efectuar estudios y pruebas de iluminación con velas sobre objetos de distintos tamaños y en posiciones diferentes. Buscaba, con el mayor realismo posible, el juego que proporcionaban las luces y las sombras, su contraste para luego trasladarlo al lienzo con el mayor rigor. Estaba tan ensimismada en aquel trabajo, que sólo podía realizarlo de forma adecuada con la oscuridad de la noche —aquellos contrastes y juegos perdían fuerza e intensidad a la luz del día—, que habían transcurrido tres horas sin que apenas se diese cuenta. Sin embargo, se sentía tan cansada que decidió dar por concluida su tarea.

Limpiaba sus pinceles y se afanaba en recoger aceites, grasas y pigmentos, cuando, a través de los postigos que mantenía entornados para recibir algún fresco que aliviase la sofocante atmósfera que producía el calor del verano y al que colaboraban las numerosas velas encendidas, escuchó un apagado rumor de voces sobre algún incidente nocturno; no alcanzaba a entender qué podía ser porque el sonido que hasta ella llegaba era ininteligible. Afinaba el oído cuando escuchó, cercano, un golpe seco. Sigilosamente miró por la celosía y vio, tendido en el suelo, un bulto inerte.

La duda acudió a su mente, sin saber muy bien si debía arriesgarse en una hora como aquélla a acudir en auxilio de quien parecía necesitarlo. La vacilación no fue larga. Alumbrándose con una de las velas que había utilizado en su trabajo, bajó sin hacer ruido y con igual sigilo abrió la puerta del zaguán y la de la calle. Se deslizó hasta la oscura e inerte masa que configuraba aquel cuerpo tendido y a la luz de la vela que portaba se llevó una de las mayores sorpresas de su vida. Apenas pudo contener una angustiosa exclamación.

¡Aquel hombre era Gonzalo! ¡Gonzalo de Santa Cruz!

Su rostro estaba contraído por el dolor. Una de sus manos estaba crispada en la empuñadura de su espada y tenía la otra pegada a su costado. En aquel momento reparó en el pañuelo ensangrentado que había entre sus dedos.

—¡Dios mío, Gonzalo! ¿Qué te han hecho?

Vio horrorizada cómo la sangre empapaba sus ropas. Pegó su oído al pecho y percibió su respiración y el latido de su corazón. ¡Aún estaba vivo!

Intentó mover el cuerpo inerte, pero le resultó imposible. Su peso era demasiado para ella. Corrió, sin hacer ruido, a despertar a Jerónima para que le ayudase. Pese a las protestas de la dueña, que decía que aquello era una locura, lograron llevar a Gonzalo hasta el interior de la casa. Una vez allí, Elena y su ama bajaron un colchón de lana, ya que les resultaba complicado subir al herido a la planta de arriba por lo que pesaba y, además, porque la sangre salía ahora en tal abundancia del costado, que era conveniente moverle lo menos posible.

Doña Jerónima no paraba de rezongar:

—No quiero estar presente cuando vuestro padre se entere de todo esto. Desde luego negaré mi colaboración en este desaguisado.

—Deja de protestar y pon agua a calentar. También prepara vendas —fue le respuesta de Elena.

—¿De dónde voy yo a sacar vendas?

—¡De un lienzo o de una sábana! ¡Qué sé yo!

—¡Santo Dios, santo Dios! ¡En qué lío nos estamos metiendo!

—Baja la voz que nos va a oír mi padre, y dile a Leonor que venga para echar una mano, que nos va a hacer falta.

Mientras la dueña cumplía a regañadientes lo que Elena le había mandado, ella se aseguró de que los postigos y las contraventanas de aquella estancia estuviesen bien cerrados. Había que evitar miradas de ojos indiscretos. Después, lentamente y con primoroso cuidado, valiéndose de unas tijeras, fue cortando la ropa de Gonzalo evitando moverle hasta que le hubo desnudado de cintura para arriba. Ante sus ojos aparecieron las dos heridas de las que salían sendos hilos de sangre. Nerviosa, se retorcía las manos, sin saber muy bien qué hacer. Miró a la cara del hombre al que amaba —las semanas de ausencia en Saucedón no habían hecho sino confirmarle que estaba perdidamente enamorada de él— y vio reflejada en ella la sombra de la muerte. Tenía una palidez cadavérica, la nariz afilada y los ojos hundidos con unos cercos ennegrecidos a su alrededor.

Le embargó tal tristeza que, a duras penas, pudo contener las lágrimas que se agolpaban en sus ojos. Estaba convencida de que le quedaba poco rato de vida. En aquel momento entró Leonor, a quien la somnolencia se le quitó instantáneamente.

—¡Santo cielo! ¿Qué ha ocurrido?

No hubo contestación a su pregunta, porque Elena no tenía respuesta. También llegó doña Jerónima con un manojo de largas vendas que eran el resultado de haber hecho jirones una sábana.

Elena preguntó con ansiedad:

—¿Está ya el agua?

—Es probable que ya haya hervido. Ahora habrá que esperar a que se enfríe un poco. Yo me encargaré de ello. Aquí están las vendas que habéis pedido. ¡Esto es una locura!

Las tres mujeres se afanaron a partir de aquel momento en atender al herido. Elena lavó cuidadosamente con agua tibia las heridas, luego lo hizo con vinagre para limpiarlas lo mejor que le fue posible. Por último, antes de vendarlas, aplicó aceite en toda la zona. Gonzalo continuaba inconsciente. A partir de aquel momento sólo quedaba esperar y encomendarse a Dios.

Eran las cinco de la madrugada cuando concluyeron lo que podían hacer por el herido. Existía la posibilidad de acudir en busca de un médico, pero, sin saber lo ocurrido, era algo muy comprometido. Elena decidió que aguardarían hasta que amaneciese para tomar una decisión al respecto. Esperaba tener necesidad de hacerlo al día siguiente porque Gonzalo seguiría con vida. Ordenó a la dueña y a la sirvienta que se acostasen y, aunque ambas protestaron, acabaron por obedecer las órdenes de su ama. Ella veló lo poco que quedaba de noche junto a Gonzalo. Fueron unas horas llenas de tensión, los minutos pasaban a veces muy deprisa para hacerse eternos en otros momentos. Le preocupaba el enfrentarse a su padre cuando se enterase de lo ocurrido. Pero sobre todo le acongojaba ver cómo se debatía entre la vida y la muerte el hombre al que amaba, a pesar de las reconvenciones que había recibido de su progenitor, quien se negaba a dar por buena aquella relación, dada la vinculación del capitán Santa Cruz al partido de don Juan.

Desde la muerte de su madre y de sus hermanos, lo que redujo de forma drástica su familia, Elena de Zúñiga había consagrado su tiempo a su padre y a la pintura. Desde hacía unas semanas un nuevo factor se había introducido en su vida, encendiendo un fuego en su interior que ella misma hubiese considerado antes imposible de prender. Y por un maldito azar del destino se había enamorado de uno de los más significados partidarios de quien había sido el autor de sus desgracias familiares. La alegría del amor se veía empañada por las turbulencias que agitaban su espíritu, produciéndole un desasosiego que se veía incluso reflejado en sus últimos apuntes, bocetos y trabajos. Ese mismo destino había llevado hasta la puerta de su casa, más cerca de la muerte que de la vida, a quien se había convertido en la mayor contradicción de su existencia.

La fiebre hizo muy pronto presa del enfermo, quien se agitaba continuamente. Estaba sumido en un sopor mortecino que de vez en cuando se interrumpía al proferir, delirando, palabras que carecían de sentido. Estaba empapado en sudor, pero las heridas habían dejado de sangrar porque las manchas de las vendas no variaban ni en su tamaño ni en su intensidad.

El estado de agitación en que se debatía Gonzalo le indicaron a Elena que sostenía un duro combate, tal vez el más duro de su vida, contra la muerte. Pero también tomó conciencia, viéndolo en aquel estado, de que tendría pocas posibilidades de salir del difícil trance, si no lo atendía un médico.

A diferencia del viaje que le condujo desde la corte hasta La Coruña cuya duración se aproximó a los dos meses, don Juan José de Austria lo realizó en sentido contrario en diez jornadas, con el añadido de llegar hasta Consuegra. Pese a sus peticiones de pasar por Madrid, para besar la mano a su majestad, no se le permitió acercarse a la corte.

Cuando subía las empinadas cuestas que le conducían hasta la imponente fortaleza donde estaba la cabecera de la orden de San Juan el sol empezaba a ocultarse en el horizonte. La luz que despedían sus últimos rayos se reflejaba en un conjunto de blancas y apretadas nubes a las que daba unos tonos dorados, casi anaranjados. Era la luz que antecede al crepúsculo.

Su alteza vestía un negro traje de formas sencillas y calzaba botas de cuero con amplias vueltas. Nada más poner pie a tierra preguntó si había nuevas de Patiño. Hacía dos semanas que no tenía noticias de lo que acontecía en Madrid. Y dos semanas tal y como estaban las cosas era mucho tiempo, demasiado. Su rostro se alegró cuando le dijeron que el día anterior había llegado correo de la corte. Sin tomarse un respiro y apenas sacudido el polvo que le cubría, leyó con avidez lo que don Bernardo le contaba.

La alegría que había experimentado al saber que había noticias se fue disipando de su ánimo conforme se empapaba de su contenido. Si la posible muerte de Santa Cruz le había producido el primer sinsabor, cuando leyó el papel del decreto que contenía las acusaciones que se le hacían, soltó una maldición.

—¡Malditos bellacos!

Don Juan era de los pocos que podían leer entre las líneas de aquel decreto. Sabía que todo era una maniobra dirigida contra su persona. A la reina, a Nithard y a la Junta de Gobierno les importaba un comino el capitán Santa Cruz. Aquello iba dirigido contra él. Lo hacían así porque no se atrevían a hacerlo por derecho. La situación en Madrid era muy complicada y una acción directa contra él no haría sino empeorarla.

Lo más importante de las noticias que Patiño le proporcionaba era que tenía que vérselas con un enemigo de calado. El decreto contra Santa Cruz había salido, de eso no albergaba ninguna duda, de la reunión de la reina, el valido y Sessa. Conocía a este último lo suficiente como para saber que el peligro no estaba en una cabeza como la suya, por lo tanto el problema radicaba en Nithard. La conclusión no podía ser más que una: el padre Everardo era el mayor de los obstáculos para alcanzar lo que ambicionaba.

Aquella noche don Juan durmió mal, pese al cansancio acumulado tras el viaje. Las noticias de la corte no le permitían conciliar el sueño y cuando éste llegaba lo hacía en forma de un tenue duermevela que apenas duraba unos minutos. Por su cabeza no paraban de rodar proyectos, ni dejaba de darle vueltas a lo que vislumbraba en los papeles de Patiño, donde era más importante lo que no decían que el contenido de las líneas escritas. Elaboró planes que rápidamente rechazaba porque a la postre les encontraba algún punto débil. Cuando las primeras claridades del alba anunciaban la proximidad de un nuevo día se quedó dormido. Morfeo le trajo el esquivo sueño, en parte por el cansancio, pero sobre todo porque había tomado una determinación: había que acabar con la vida de Nithard.

Don Juan se levantó tarde, cuando el sol estaba ya muy alto. Nadie se había atrevido a despertarle después de un viaje tan fatigoso. Se aseó, como llevaba días que no lo hacía, vistió ropas limpias con parsimonia y luego escuchó misa. Tras comer con un excelente apetito, se encerró varias horas en su despacho. El anterior plan para asesinar al confesor de la reina fracasó porque se había encargado a gente inadecuada. Saint-Aunais era un jugador de ventaja, dispuesto siempre a venderse al mejor postor, y Malladas era un cornudo complaciente. Era poco lo que podía esperarse de quien no tenía empacho en traicionar a su patria, ni en quien admitía que su mujer se revolcase con todo el que estuviese dispuesto a pagar por ello. El curso de los acontecimientos le había puesto de manifiesto que el jesuita, y los últimos hechos venían a confirmarlo, era un enemigo de mayor entidad y consideración de lo que había creído. Se hacía necesario encontrar al hombre adecuado para acometer con garantías de éxito un trabajo tan complicado y peligroso.

Buscó y rebuscó en los pliegues de su memoria tanto tiempo como fue necesario hasta que dio con la persona capaz de llevar a cabo tal cometido. Había luchado a su lado y conocía su valor y sus cualidades. Era hombre decidido a la hora de actuar y era persona de palabra. En su larga vida de militar había encontrado pocos capitanes como aquél. Seguro, además, que con las relaciones de fidelidad que, como oficial, había anudado con los hombres que habían servido a su mando, encontraría fácilmente a la gente que creyera necesaria para llevar a cabo una tarea tan delicada. Don Juan se sorprendía de que no se le hubiese ocurrido antes, teniéndolo tan fácil, echar mano de un hombre con sus cualidades.

Sólo había encontrado dos inconvenientes para decidir encomendarle la misión. La primera que aquel capitán era un hombre de honor y, tal vez, rechazase tomar parte en un asesinato, pese a que estaba acostumbrado a mirar a la muerte de cara. Pero una cosa era matar en combate y otra actuar con alevosía. La tarea de convencerlo quedaría en manos de don Bernardo, conocedor de tales sutilezas, que era capaz de conseguir que hasta las piedras se convenciesen de algo.

El segundo era que llevaba mucho tiempo sin relacionarse con él y le inquietaba la mudanza que el paso del tiempo opera en las personas. También de dicha tarea habría de encargarse don Bernardo.

Aquella tarde don Juan tomó otra decisión. Como él no podía acudir a la corte, lo más conveniente sería que Patiño viniese a Consuegra. En dos jornadas, dada la edad de su secretario, se podía hacer el camino desde la corte. La primera dormiría en Ocaña y la segunda le dejaría en Consuegra. Un caballero de la orden llevaría un mensaje verbal para que don Bernardo hiciese el viaje, sin pérdida de tiempo.