Don Francisco Fernández de Córdoba, duque de Sessa, conde de Cabra, señor de Baena, grande de España, presidente del consejo de las Órdenes, estaba fuera de sí. El Polaco trataba de aguantar lo mejor que podía la catarata de injurias e insultos que profería el aristócrata.
—¡Sois un hatajo de inútiles! ¡Incapaces de hacer nada derecho! ¡Bergantes! ¡Erais cinco y, además, contabais con la ventaja de la sorpresa! ¡Hatajo de cobardes! ¡Aunque la culpa de todo la tengo yo por fiarme de una caterva como vosotros!
—Excelencia, os puedo asegurar que… —la excusa del Polaco, apenas esbozada, fue cortada en seco.
—¡Tú no puedes asegurar nada! ¡Cómo quieres que dé el más mínimo crédito a lo que me dices! ¡Necesito pruebas y no puedes aportármelas! ¡Bribón!
Cuando, después de un buen rato la furia amainó, al menos aparentemente, el sicario trató de explicarse:
—Si su excelencia me lo permite…
—¡Sí, sí te lo permito! ¡Pero no me jures otra vez que Santa Cruz está muerto porque estás condenando tu alma por jurar en falso! ¡Por ser tan malandrín que no tienes empacho en poner a Dios por testigo de tus mentiras!
—Es verdad, excelencia, que éramos superiores en número y que la estratagema prevista funcionó. La prueba es que el criado de Santa Cruz quedó despachado en el primer envite. Pero su excelencia no puede hacerse una idea… Bueno, sí puede hacérsela… sabe su excelencia quién es ese capitán con una espada en la mano.
—¡Cómo es eso de que puedo hacerme una idea! —gritó exasperado el duque.
—Señor, recordad que él solo dejó encerrada a vuestra excelencia y a media docena de sus sirvientes.
El semblante de Sessa se contrajo aún más.
—¡No divagues, bellaco! ¡No divagues y continúa!
—Con una espada en la mano es el mismísimo diablo. Dejó cuatro cadáveres allí.
—¡También a ti te hubiese mandado al infierno si no huyes con el rabo entre las patas!
—Aseguro a vuestra excelencia que de no haber sido porque el vecindario se nos echaba encima, hubiese sido yo el que le despachara. Os lo juro por la salvación de mi alma…
—¡No jures por la salvación de tu alma que la tienes irremisiblemente condenada!
—Pero os juro que tenía dos heridas de las que no puede escapar con vida.
—¡Pero no tenemos su cadáver!
—¡Aseguro a vuestra excelencia que estaba herido de muerte!
—¡Tuvo fuerzas y arrestos para marcharse de allí!
—Eso también es cierto, excelencia —concedió el Polaco con resignación.
Una sonrisa malévola se pintó en el rostro del duque.
—No es cuestión de que sigamos discutiendo si Santa Cruz está muerto o no. Pero has de saber algo, no verás un solo ducado hasta que no tenga pruebas de su muerte. Pero quiero pruebas, no juramentos, ni promesas de quien no tiene ni fe ni palabra que empeñar.
—Eso no es justo, excelencia. Hemos dejado cuatro muertos en el empeño.
—¡A mí eso me importa un bledo! ¡Si no hay cadáver no hay ducados! Sólo te puedo prometer ayuda para encontrar el paradero de Santa Cruz.
—Su excelencia querrá decir el cadáver de Santa Cruz.
—¡Eso espero y deseo, que sea el cadáver lo que aparezca!
Por todas partes las conversaciones giraban en torno al mismo asunto: los cinco cuerpos sin vida aparecidos en la Cava de San Miguel. Los comentarios en torno al acontecimiento variaban sustancialmente. Hubo predicadores que hicieron de aquella matanza el centro de su sermón para lanzar un mensaje con sus preferencias políticas. Las mayores atenciones estaban en torno al hecho de que uno de los muertos era el criado del capitán Gonzalo de Santa Cruz, cuya vinculación a la causa de don Juan José de Austria era de todos conocida. Los otros cadáveres pertenecían a gentes del mundo de la truhanería y de la mala vida madrileña, pero no se les conocían mayores aficiones que las de quedarse con lo ajeno y no tener reparos en asesinar, si se terciaba, por un buen puñado de ducados.
Se comentó por algunos lugares que había sido un ajuste de cuentas entre bergantes, pero en aquella versión no encajaba el cadáver del criado de Santa Cruz. Hubo quien lo solucionó diciendo que tuvo la mala fortuna de pasar por allí en plena refriega. Otros decían que a quien buscaban los matadores era al capitán. Corrió la voz de que aquella noche habían visto al mencionado capitán, en el mesón del Turco acompañado del criado muerto. Se esparcieron voces de que en la pelea participó más gente —algunos con notoria exageración elevaron el número de los que intervinieron en la reyerta a una veintena—. Había mucha polémica en torno a si participó o no en la pelea el capitán Santa Cruz. Algunos cargaban los muertos aparecidos, salvo el de su criado, a la cuenta de dicho capitán, de quien era conocida en Madrid su habilidad con una espada en la mano. Ciertos comentarios apuntaban a que, aunque no se había encontrado el cadáver del capitán, éste había muerto. En otro nivel, los rumores señalaban que aquello era una manifestación más de la lucha a muerte que enfrentaba a los partidarios de Nithard con los de don Juan. Un grupo de asesinos a sueldo habían tratado de quitar la vida a uno de los más significados partidarios del hijo de Felipe IV y que detrás de todo aquello estaba la mano de la reina.
En fin, que había quien opinaba que todo había sido una de las consecuencias de la agitación de los últimos días en que don Juan había renunciado a su destino en Flandes, y que el manifiesto que había hecho público el duque de Sessa contra su alteza había acabado en aquella trágica matanza.
Lo cierto y verdad era que aquellos cinco cadáveres habían elevado de forma considerable la tensión política en la corte.
Al mediodía en el Alcázar se reunió la Junta de Gobierno, y sus miembros, cosa lógica, no se sustrajeron a los comentarios que circulaban. Cinco muertes en una sola noche eran muchas muertes incluso para una población como Madrid, donde los ajustes de cuentas estaban a la orden del día y donde no era extraño que al amanecer apareciese el cadáver de alguien que había sido despachado a la otra vida, sin muchas contemplaciones. Lo que los integrantes del máximo órgano de gobierno de la monarquía comentaban coincidía, en esencia, con los rumores que se habían esparcido por todos los rincones de Madrid. Estimuló los comentarios el retraso en el comienzo de la reunión porque la reina, el valido y el duque de Sessa, que había pedido aquella misma mañana una audiencia urgente a doña Mariana, estaban reunidos.
—¿Estáis seguro de lo que acabáis de decirnos? —la reina trataba de asegurarse que no había posibilidad de error.
—Lo que os he contado es la pura verdad, majestad —el duque se mostraba confiado, mientras daba su particular versión de los hechos.
—¿Y decís que todo empezó en la puerta de ese mesón… llamado… llamado…?
—El mesón del Turco, majestad.
—Sin embargo —intervino Nithard—, tengo entendido que la reyerta tuvo lugar cerca de la plazuela del conde de Barajas.
—En efecto, ilustrísima, en el trayecto que separa el mesón y el lugar de la pelea los dos grupos no pararon de increparse, hasta que salieron a relucir los aceros.
—¿Y decís que profirieron vivas de don Juan y gritaban que era él quien debía ocupar el trono?
—Sí, majestad, estos días entre las calumnias, mentiras y maldades que esparcen los sicarios del bastardo, se dice que es don Juan quien debe ocupar el trono, que así se contiene en un horóscopo elaborado por un famoso astrólogo de Flandes.
—¿Qué es lo que sabéis de ese horóscopo? —preguntó interesada la reina.
Sessa miró a Nithard, quien hizo un leve gesto de asentimiento.
—Majestad, se dice que don Juan, interesado por lo que le deparaba el porvenir, encargó una predicción en la que se vaticina que… que será… será…
—¡Que será rey! ¡Sessa, decidlo de una maldita vez!
—Así es, majestad, fue entonces cuando no pudiendo sufrir tales insultos, el Polaco y sus hombres se enfrentaron a los del capitán Santa Cruz.
—El asunto es ciertamente grave —apuntó el valido.
—Si su ilustrísima me lo permite, lo llamaré por su nombre. Eso es traición y sedición, majestad. Siendo público y notorio que detrás está la mano de don Juan, a quien, por su villana actitud censuré ayer públicamente —al decir esto Sessa compuso el ademán—, el delito tiene un culpable y se llama Gonzalo de Santa Cruz y Laínez, pieza fundamental en todos los manejos de su alteza.
—Habéis de saber que estimamos en lo que vale vuestra proclama de ayer —señaló doña Mariana, que consideró necesario hacer una referencia a la alusión que el duque había hecho sobre su escrito del día anterior.
—Corre el rumor de que el capitán Santa Cruz ha muerto —indicó Nithard.
—También yo lo he escuchado, pero no ha aparecido su cadáver y eso es algo que me da mala espina.
—¿Proponéis algo, Sessa? —preguntó la reina considerando que la reunión finalizaba.
—Si vuestra majestad no dispone otra cosa, creo que se debería proceder contra el capitán Santa Cruz por delito de alta traición y sedición.
—Son acusaciones muy graves —afirmó la reina.
—Graves y problemáticas. Necesitamos pruebas, además es complicado proceder contra un muerto —insistió Nithard.
—No tenemos pruebas de su muerte y yo no la creeré hasta que aparezca su cadáver. Ésa será la única prueba a la que preste crédito —replicó Sessa.
—¿Cuáles son las pruebas de que disponemos? —la reina utilizó el plural, indicando que estaba dispuesta a apostar en aquella dirección.
—Tenemos, majestad, el testimonio del mesonero del Turco y de uno de los hombres que sobrevivió a la refriega, que es persona de palabra —apostilló el duque—. Pensad además, majestad, que una orden de prisión contra Santa Cruz privaría a don Juan de uno de sus peones más eficaces en esta corte. Ya sabe vuestra majestad que se rumorea que no ha ido a Consuegra, sino que está escondido en Madrid para enfrentarse, sin careta, al gobierno de su majestad.
A doña Mariana se le cambió el color de la cara.
—¡Eso se dice!
—Al menos es lo que yo he oído, majestad.
—Creo que nada perdemos con arrestar a ese capitán Santa Cruz, que el diablo confunda, por acusaciones de alta traición y sedición —concedió al fin la reina.
—Majestad —Nithard no parecía convencido del todo—, creo que debemos ejercer la prudencia en este momento tan delicado.
—¿Qué queréis decir con eso, padre Everardo? —doña Mariana parecía fastidiada.
—Majestad, ésas son acusaciones muy graves y resultará difícil probarlas. Podríamos basar la orden de prisión en asesinato y escándalo público. Tales acusaciones, si es que vive, serían fáciles de demostrar porque no hay muchas dudas acerca de su participación en la pelea de anoche. Creo que alcanzaríamos el mismo fin sin los riesgos de unas acusaciones tan graves como las que propone el señor duque. Los vientos que soplan no invitan a caer en excesos innecesarios.
—Tenéis razón —sentenció la reina—. Que se proceda de la forma que habéis señalado. Ha llegado la hora de ajustar las cuentas a ese capitán Santa Cruz.
Aquella misma tarde se hizo público, por voz de pregonero y por tablillas en los sitios de costumbre, que se había decretado auto de procesamiento y prisión contra el capitán don Gonzalo de Santa Cruz y Laínez, en paradero desconocido.
El texto que voceaban los pregoneros y que se había fijado en las tablillas decía así:
A todos los Corregidores, Alcaldes Mayores, Jueces, escribanos y hombres buenos de estos reinos.
En el nombre del Rey Nuestro Señor don Carlos II, Rey de Castilla, de León, de Aragón, de Nápoles, de Sicilia, de Córdoba, de Sevilla, de Granada, de Jaén, de Tierra Firme e Islas de la Mar Océana, rey de Jerusalén, duque de Brabante, de Milán, señor de Vizcaya y de Molina, &… Y por su mandato don Diego Sarmiento de Valladares, presidente del Consejo de Castilla, se hace saber para conocimiento de todos que se ha decretado auto de procesamiento y prisión en la Sala de lo Criminal de la Real Audiencia de Madrid contra el capitán Gonzalo de Santa Cruz y Laínez, vecino de esta Villa y Corte, en la plaza de la Cebada, al pesar sobre su persona acusaciones fundamentadas acerca de la comisión de graves delitos contra Su Majestad, como lo son los de homicidio con nocturnidad y de escándalo público, alterando la quietud y el sosiego de los vecinos de esta Villa y Corte.
Encontrándose el dicho acusado en el momento presente en paradero desconocido, se ha ordenado para el mejor servicio del Rey Nuestro Señor lo siguiente:
Se ofrece como recompensa la suma de cincuenta ducados en buena moneda de oro a aquella persona que facilite a cualquiera de los Alcaldes de Casa y Corte noticia cierta, fidedigna y verdadera de su actual paradero. Y dicha suma doblada en la referida buena moneda a quien facilite su captura y detención.
Todo lo cual se hace público para general conocimiento, en la villa de Madrid a 25 días del mes de agosto del año 1668 del nacimiento de Nuestro Señor.
Don DIEGO SARMIENTO DE VALLADARES,
Presidente del Consejo de Castilla
Doña Casilda de Laínez había caído en la cama enferma de calenturas después de una mañana llena de tensión y sufrimiento. Sus pesares se materializaron cuando, poco después de que hubiesen dado las ocho de la mañana, una vecina, que había acudido a comprar frutas y verduras al mercado que unos regatones instalaban cada día en la plaza de la Cebada, le trajo recado de que unos alguaciles hacían pesquisas y venían hacia su casa porque se comentaba que habían encontrado a Sancho muerto de una cuchillada.
Al escuchar aquello a doña Casilda le dio un soponcio. Tardaron un buen rato en reanimarla, y cuando hubo recuperado el conocimiento lograron reconfortarla con un tazón de un sustancioso caldo de puchero caliente.
Con los alguaciles, a cuya cabeza iba un alcalde de casa y corte, numerosos vecinos invadieron la casa, que se convirtió en un flujo de gentes entrando y saliendo, dando pábulo a todo tipo de rumores. En un instante la mayor de las confusiones se apoderó de un hogar donde todo era orden y pulcritud. Con la dueña en aquel estado y las dos criadas pendientes de atender a su señora, nadie ejercía la menor autoridad entre la turba. Todo era desbarajuste y alboroto. Se hacía necesario que alguien pusiese fin a aquella situación que había convertido la casa en un manicomio. Fue el alcalde quien, con la anuencia de doña Casilda y antes de comenzar el interrogatorio que había de hacerle, ordenó a sus hombres que despejasen la vivienda, cosa que lograron con grandes esfuerzos y en medio de las protestas de los expulsados, que no querían perderse el espectáculo.
Conseguida una relativa paz y cierta calma en la alterada vivienda, a cuya puerta se agolpaba un numeroso gentío formado por los expulsados, que trataban de atisbar por las puertas algo de lo que ocurría en el interior, el alcalde, hombre de formas educadas y dotado de cierta elegancia en sus maneras, expresó a doña Casilda su condolencia por la muerte del deudo, a la vez que le comunicó la obligación en que se encontraba de realizarle una serie de preguntas, para dar curso a la acción de la justicia.
Doña Casilda y el alcalde se acomodaron en una salita de la planta baja, cuya puerta quedó custodiada por dos de los alguaciles.
La tía de Gonzalo, que a duras penas podía contener el llanto y que continuamente enjugaba las lágrimas que brotaban de sus ojos con un delicado pañuelo de fina batista de Holanda, manifestó al alcalde, cuyo nombre era Luis de Sandoval, su disposición a colaborar.
—Pero antes de nada suplico a vuesa merced noticias de mi sobrino, el capitán Gonzalo de Santa Cruz —la angustia punteaba cada una de las palabras que en medio de la llantina articuló doña Casilda.
—Sosegaos, señora. Poco conseguiréis con el llanto y la congoja. Sabed que nada se sabe del capitán Santa Cruz. Cualquier comentario, cualquier rumor o noticia no responde a ninguna realidad comprobada.
Un hondo suspiro salió del pecho de la dama.
—Y ahora —continuó el alcalde—, si tenéis la bondad, decidme, mientras traen el cadáver de quien según todos los indicios era criado de esta casa y que en vida se llamó Sancho Mateos…
En aquel momento llegó hasta el lugar donde se encontraban un rumor de voces. Algo ocurría en la calle que había alterado aún más los ánimos de los que allí estaban concentrados. Instantes después, uno de los alguaciles que vigilaban la puerta entró en la sala.
—Disculpad, don Luis, pero es que acaban de traer al muerto.
Dirigiéndose a la dueña de la casa, el alguacil señaló:
—Señora, habéis de identificar el cadáver e indicarnos el lugar donde dejar el cuerpo de ese desgraciado.
Doña Casilda, sacando fuerzas de flaqueza, confirmó que, en efecto, se trataba de Sancho y dispuso que se colocase en la otra de las salas que la vivienda tenía en la planta baja. Allí, sobre una tabla que sostenían unos caballetes, quedó, envuelto en un lienzo, el cuerpo del difunto.
En medio del revuelo que había producido la llegada del cadáver, lo que obligó a los alguaciles a emplearse a fondo, hizo acto de presencia un individuo cuyo aspecto tenía algo de repulsivo: las piernas cortas y encorvadas, los brazos resultaban demasiado largos para su escasa envergadura y en su rostro macilento destacaba una boca grande y desdentada. Se trataba de un carpintero cuya principal actividad era la de confeccionar ataúdes para los muertos que podían permitirse una caja, aunque fuese una tablazón endeble malamente compuesta. La señora dio su aquiescencia para que hiciese la caja a donde irían a parar los restos mortales de Sancho.
El carpintero se acercó al muerto y con un bastón de caña con el que se ayudaba a caminar, realizó una burda medición.
—Un bastonada y cuatro canutos —comentó en voz alta como si por aquel procedimiento fijase en su cabeza la medida obtenida por tan curioso método. Luego, antes marcharse, indicó—: La traeré esta misma tarde. Son dieciocho reales y cuatro maravedíes.
Superado el doloroso trance, doña Casilda respondió escuetamente a las preguntas que le formuló el alcalde.
—¿Cuándo fue la última vez que le visteis?
—Anoche, cuando salió acompañando a mi sobrino, el capitán.
—¿Recordáis la hora?
—Era muy tarde, cerca de la medianoche.
—¿Tan a deshoras? —preguntó Sandoval.
—Así es —respondió con sequedad doña Casilda.
—Salieron pues juntos el capitán y el difunto —señaló el alcalde, como corroborando la información que había obtenido.
La tía asintió con la cabeza.
—¿Sabe vuesa merced adónde iban a hora tan intempestiva?
La mujer pensó antes de dar una respuesta. Estaba convencida de que les habrían visto en el mesón del Turco y que ése era un dato que ya tendrían por lo que resultaba inútil ocultarlo.
—Creo que fueron al mesón del Turco.
—¿Recordáis el motivo por el cual acudían a ese lugar?
La pregunta era capciosa, al dar por sentado que doña Casilda era conocedora de dicho motivo y sólo se le preguntaba si lo recordaba. No si lo sabía.
A pesar del estado de ánimo en que se encontraba, en los ojos de la mujer brilló una pizca de malicia.
—Lamento decir a vuesa merced que no resulta fácil recordar lo que se ignora.
El alcalde acusó el golpe. Aquella mujer no tenía un pelo de tonta, y el hecho de encontrarse en un momento de debilidad no le impedía reaccionar con agilidad.
—Sabéis que iban al mesón del Turco, pero ignoráis la causa, ¿no es así?
—En efecto, señor, de todas formas, creo sospechar la razón de ello. Aseguraría que fue por la misma que lo hacen tantos madrileños en esta época del año. Por tomar algún refresco que apagase su sed.
—¿Sabéis si el capitán acudía a alguna cita?
—Ya he dicho a vuesa merced que lo ignoro —en las palabras de doña Casilda había un tono de enojo.
—Está bien, está bien. Decidme, ¿regresaron a casa el capitán y el difunto después de esa visita al mesón?
—No, no regresaron.
—¿Estáis segura?
—Lo estoy.
El alcalde insistía:
—¿No pudieron hacerlo mientras dormíais?
—Tengo el sueño ligero y me hubiese despertado.
—¿O acaso os manteníais en vela porque estabais preocupada?
—Es cierto que me inquietaba una salida a aquellas horas cuando, además, mi sobrino no solía hacerlo. Pero nada más.
—¿Por qué estabais inquieta?
—Ya sabéis… Los peligros de la noche. ¡Ocurren tantas cosas!
Luis de Sandoval se revelaba en el cumplimiento de sus funciones como un verdadero sabueso al que era difícil que se le escapase una pieza.
—¿Qué cosas son las que ocurren, doña Casilda?
—Las que conoce todo el mundo, las que sabe vuesa merced y también yo. De eso y no de otra cosa es de lo que se habla por todas partes.
—¿Tendríais inconveniente en enumerar algunas de ellas?
Nuevamente la malicia asomó a los ojos de doña Casilda.
—Por supuesto que no. Se dice que el señor don Juan no irá a Flandes. También se dice que su majestad, la reina, le ha ordenado ir a Consuegra. Se rumorea que está escondido aquí en Madrid. Se dice que muchos nobles no quieren que el padre confesor siga en el gobierno. Se comenta que habían urdido un plan para asesinar a Nithard. Se ha dado garrote a un hidalgo aragonés, llamado Malladas, sin juicio previo. Han envenenado a un tal marqués de Saint-Aunais. Rara es la mañana en que no aparece un cadáver al que han quitado la vida de forma violenta. ¡Ya veis lo ocurrido esta noche, sin ir más lejos! ¡Qué os voy a decir yo que vos no sepáis!
—Veo que estáis informada.
—Como cualquiera, señor alcalde. Ya os he dicho que es de lo que se habla por todas partes.
—Estábamos en que ni vuestro sobrino ni su criado regresaron después de ir al mesón del Turco. ¿Sabéis que, además del cadáver de Sancho, han aparecido otros cuatro más?
La inquietud se dibujó en el rostro de la mujer.
—¿Está mi sobrino entre ellos?
—Tranquilizaos, porque no lo está. Ya os he dicho que todo lo que escuchéis acerca de vuestro sobrino sólo son infundios.
—¿Estáis seguro de ello?
—Tan seguro como lo estáis vos de que no regresó a casa después de salir al filo de la medianoche.
La tía de Gonzalo encajó la devolución del golpe.
—Ahora, doña Casilda, he de preguntaros algo de suma importancia —Sandoval había dado un tono de solemnidad a su voz—: ¿Habéis tenido alguna noticia del capitán después de que anoche abandonase la casa?
La respuesta de la tía fue inmediata:
—Ninguna, ninguna en absoluto. ¿Sabe algo vuesa merced? Si es así le suplico, por el amor de Dios, que me lo diga. ¡Estoy con un sin vivir…!
El alcalde no tuvo ninguna duda de que doña Casilda estaba, al menos en aquel momento, diciéndole la verdad.
—No, no sabemos nada de él. No sabemos si vive o está muerto —doña Casilda no pudo contener el llanto y se llevó las manos a la cara para tapar sus sentimientos—. No sabemos si está en la corte o si se ha marchado. Lo único que puedo garantizaros es que su cadáver no se corresponde con ninguno de los otros cuatro muertos habidos en esa reyerta.
—Que Dios los acoja en su santo seno.
Don Luis de Sandoval dio por terminado aquel interrogatorio, pidiendo disculpas a la tía de Gonzalo por haberla agobiado con sus preguntas en aquellas circunstancias, pero indicándole que era muy posible que tuviese que acudir de nuevo a hablar con ella, conforme avanzasen las pesquisas que acababan de iniciar. También le ofreció el mantenerle informada de cualquier novedad que se produjera. En justa correspondencia le solicitó que le tuviese al corriente de cualquier noticia que ella alcanzase.
Cuando se marcharon el alcalde y los alguaciles, doña Casilda estaba agotada. Se sentía mal. Notaba cómo la fiebre se apoderaba de ella y la mortificaban unas punzadas en el estómago que le producían molestas arcadas. Las criadas le ayudaron a acostarse, pese a sus protestas y una simbólica resistencia. Ellas se encargarían del entierro de Sancho, mandarían recado al cura y todo lo demás. La señora les hizo jurar que la avisarían si se recibía alguna noticia sobre el capitán.
El sepelio quedó fijado para aquella misma tarde. El cadáver estaba en muy malas condiciones por la forma en que se había producido la muerte y por el calor reinante en plena canícula de agosto. Despedía un fuerte olor a causa de la descomposición. Se ajustó con el párroco de San Andrés, que era la parroquia a la pertenecían los feligreses de la plaza de la Cebada, que cuando estuviese el ataúd, se le avisase para, sin pérdida de tiempo, proceder a la celebración del ritual de difuntos y a la inhumación.
En nada de aquello participó doña Casilda quien, tras una noche en vela y el sufrimiento por todo lo ocurrido, cayó en un profundo sopor. El médico que acudió a verla le prescribió una sangría con sanguijuelas y que se le evitasen malos ratos. Las criadas, conociendo a su señora, optaron por no sangrar a la enferma y cumplir lo referente a evitarle malos ratos. Por ello decidieron no decirle nada cuando tuvieron conocimiento del pregón que estaban echando por todas partes, y del que fueron cumplidamente informadas por unas comadres que acudieron a la casa a manifestar el pésame por la muerte de Sancho. También pretendían informar a doña Casilda sobre la búsqueda y la captura que la justicia ordenaba respecto de su sobrino.
Aquella misma tarde don Bernardo Patiño, que en todo momento estuvo informado de cuanto acaecía en Madrid, incluida la reunión, aunque no su contenido, que habían mantenido la reina, el valido y el duque de Sessa, envió a Consuegra un correo con cartas para don Juan, cuya llegada se esperaba de un día para otro en la sede del gran priorato de la orden de San Juan, poniéndole al corriente de todo lo que había ocurrido en relación con el capitán. Le remitía uno de los escritos que se habían colocado en las tablillas de información para que pudiese juzgar con el mayor discernimiento. Ponía también en su conocimiento que ignoraba el paradero de Gonzalo, que no tenía ningún dato acerca de si éste seguía vivo o estaba muerto y que realizaba todas las pesquisas a su alcance para obtener alguna noticia. Le indicaba que sospechaba que detrás de todo aquello estaba la mano del duque de Sessa, así como de que en la reunión que éste había mantenido con doña Mariana y el padre Everardo era donde, aunque no podía certificarlo, se había concertado el plan de acción contra el capitán. Le daba cuenta, con numerosos detalles, de la efervescencia que agitaba todos los rincones de Madrid por causa de aquella reyerta y ante las acusaciones públicas que se habían vertido contra el capitán Santa Cruz.
Por último, solicitaba a su alteza instrucciones para actuar dado el curso que habían tomado los acontecimientos.
Cuando aquella jornada tocaba a su fin y las primeras sombras de la noche caían sobre la capital de España, en el ambiente se palpaba un aire de turbulencia que no presagiaba nada bueno. Las gentes caminaban deprisa para recogerse en sus hogares, antes de que la noche se cerrase definitivamente. Los corrillos que se solían formar a la puerta de parroquias e iglesias de conventos, donde se habían oficiado las últimas misas del día, se deshicieron con mayor prontitud de la habitual y los pocos comentarios hechos fueron en tonos bajos, poco más que murmullos. Había miedo en el ambiente y el mismo se palpaba. La causa se encontraba en los rumores que había desencadenado el pregón publicado acusando al capitán Gonzalo de Santa Cruz, prestigioso militar y estampa de caballero para muchos de los vecinos de aquel Madrid atemorizado. Algo que no podía presagiar nada bueno.
Para completar el turbio panorama, con las últimas luces del atardecer llegaron al cielo de Madrid negros y densos nubarrones, que anunciaban tormenta. Una de las tormentas de verano que aquel año todavía no habían hecho acto de presencia. Lo corroboraba el penetrante olor a tierra mojada que traía una suave brisa del oeste, que había empezado a soplar y que cada vez se mostraba más arremolinada.