15

El mesón del Turco era uno de los más populosos establecimientos de este género que había en Madrid. Debía su nombre a que su primer propietario, allá por la primera mitad del siglo XVI, fue un opulento mercader originario de esta nación que se convirtió al cristianismo con toda su parentela.

Competía con ventaja con los numerosos locales dedicados a aquella actividad y que tanto proliferaban en las calles que rodeaban la plaza Mayor. Era lugar propicio para el encuentro, la reunión, el trato y el reposo de los numerosos mercaderes, trajinantes, arrieros, carreteros y otros operarios de este gremio que iban y venían a la Villa y Corte.

La sala baja del mesón la configuraba una amplia dependencia, a cada uno de cuyos extremos más pequeños se abrían unas campanudas chimeneas. Tenía el suelo embaldosado con losas de cerámica de Cuéllar y una alta techumbre plana en la que destacaban, sobre el blanco de la cal, unas gruesas vigas de madera, pintadas de marrón oscuro y aceitadas, que constituían su entramado.

Frontera a la puerta de entrada se abría otra que daba a un patio empedrado y cubierto por parras que, sabiamente dirigidas en sus troncos y ramajes, configuraban durante los veranos un dosel de verdor y que en invierno, al perder la hoja con la llegada del otoño, quedaban reducidos a un nudoso esqueleto del que parecía haberse marchado la vida y que permitía la entrada de la luz y de los rayos del sol en las frías jornadas madrileñas durante aquella estación. Había dos pozos de los que se sacaba el agua, que se mantenían impolutos porque casi a diario eran enjalbegados con cal.

En el patio, durante las calurosas noches del estío que habían de soportar los vecinos de la Villa y Corte, se solazaban todos los que podían permitirse el dispendio de pagar el medio real y cuartillo que costaba una jarra de vino de Arganda, acompañada de una empanada de carne.

La concurrencia era numerosa en el patio cuando Gonzalo y su criado llegaron al lugar. Antes de entrar se desembozaron y quitaron los sombreros. El capitán se dirigió al mesonero, un individuo que rompía los esquemas de la profesión de tan magras como eran sus carnes. En un primer momento le atendió con cierta desgana, hasta que preguntó por Andrés. Al escuchar el nombre, cobró un repentino interés.

Tan extraña reacción dio mala espina a Gonzalo, porque el veterano de Flandes no era persona de posibles y el cambio de actitud de aquel sujeto sólo podía significar que había recibido una buena propina. Estaba convencido de que la tía Casilda había acertado en sus apreciaciones. Sólo le quedaba por saber a qué era exactamente a lo que había de enfrentarse en aquel sótano. Instintivamente se llevó la mano a la empuñadura de su espada. El gesto del capitán no pasó desapercibido a Sancho, que ya se había plantado en el umbral de la puerta, decidiendo adónde debía situarse, si llegaba el caso y había de intervenir.

—Si vuesa merced me acompaña, le conduciré hasta donde está la persona por la que ha preguntado —le indicó el mesonero.

Gonzalo le siguió los pasos hacia una puerta de una hoja que se abría al lado de una de las chimeneas. Cerraba malamente y el mesonero hubo de abrirla a empellones, los goznes se quejaron al girar. Tomó un candil y alumbró unas escaleras estrechas y empinadas que conducían hasta un sótano, donde había alguna luz a tenor del mortecino resplandor que se atisbaba al fondo.

El mesonero alzaba el candil por encima de su cabeza, tratando de mejorar la mala iluminación que aquella candela le proporcionaba.

—Tenga cuidado vuesa merced con estos escalones, que son muy traicioneros.

Los peldaños, de madera ligeramente desbastada, constituían ciertamente un peligro, que aumentaba la escasa visibilidad. Las probabilidades de rodar por ellos y romperse la cabeza eran elevadas. La tablazón crujía de forma siniestra bajo el peso de los dos hombres. Por un momento, cuando estaba a mitad de la escalera, Gonzalo pensó en volverse; donde se estaba metiendo era una auténtica ratonera.

El mesonero no paraba de repetir:

—Con cuidado, tenga vuesa merced cuidado. Apoye bien los pies que no tenemos prisa.

Tratando de sorprenderle, el capitán le lanzó una pregunta repentina:

—¿Cuántos son ahí abajo?

—Sólo está Andrés, señor.

Llegaron al sótano, donde le aguardaba el veterano de Flandes. Estaba sentado en un escabel de tosca madera y tenía por delante una mesa, a la que apenas se podía dar el nombre de tal, hecha con unos malos tablones de madera de pino. Sobre ella chisporroteaba una vela de cebo, gruesa y corta, que desprendía un penetrante olor acre, que repuntaba el olfato. Apenas vio al capitán se puso de pie.

Gonzalo trató de escudriñar en la penumbra por si atisbaba la presencia de alguna otra persona, pero no se percató de que allí hubiese nadie más. Sin embargo, su mente le decía que en todo aquello había algo que no acababa de encajar. El sótano era un espacio de reducidas dimensiones, no debía de tener más de ocho pasos por el lado más largo y la mitad aproximadamente por el más corto. Daba la sensación de que estaba excavado en la roca del subsuelo y, desde luego, así era al menos en parte. Fuera de la mesa y de varios escabeles iguales al que estaba sentado Andrés, sólo se veía un montón de sacos de esparto, tirados en uno de los rincones. Apilados en una de las paredes, y tapándola casi por completo, había troncos de madera que seguramente servirían para alimentar la lumbre de la chimenea que había sobre sus cabezas. También había un arca que, en otra época, debió de ser un mueble de calidad, pero que el paso del tiempo había estropeado, aunque no tanto como para convertirla en un trasto inservible. Encima había un trapo mugriento.

—Aquí está la persona que esperabais —indicó el mesonero dirigiéndose a Andrés.

En la penumbra del lugar, Gonzalo no podía percibir la expresión de su cara.

El mesonero, después de ofrecerse «para lo que gusten vuesas mercedes», abandonó el lugar, que tenía algo de siniestro y marcaba un vivo contraste con el aspecto que ofrecía el mesón. Menudo reservado, pensó el capitán, que percibía la tensión que había entre aquellos muros. Era muy posible que todo fuese producto de una jornada muy agitada y que esa tensión sólo estuviese en su cabeza.

—¿No has encontrado mejor lugar que este inmundo sótano para reunirnos?

—Aquí no nos molestará nadie —fue la seca respuesta de Andrés.

—Sí, pero no me negarás que el lugar es poco… poco acogedor para celebrar una reunión, aunque ciertamente es lugar discreto —señaló el capitán, en un intento de suavizar las formas.

—¿No iréis a decirme que la estancia en la corte os ha vuelto melindroso? —el tono de voz sonaba a desafío. El veterano de Flandes parecía una persona diferente a la que puso sobre aviso al capitán en el mesón del Vizconde.

Gonzalo, a quien no gustaba mucho el tener que templar gaitas, decidió ir directo al grano.

—Está bien, éste es un buen lugar para reunirnos en las presentes condiciones. En peores sitios he estado. Ahora vayamos a lo que nos interesa —los dos hombres permanecían de pie porque ninguno de ellos dijo de tomar asiento, quedando patente de aquel modo que era una forma de darle brevedad a la reunión.

—¿Cuál es la urgencia por la que me has citado aquí? Habíamos quedado en que la discreción era parte fundamental para llevar a buen término este negocio.

—Es cierto lo que acabáis de decir, pero habéis de saber que el Polaco tiene el negocio cerrado y que en cualquier momento intentará asesinaros.

—Eso es algo con lo que ya contaba. Supongo que me habrás llamado para algo más.

—No ha querido proporcionarme ningún detalle. Dice que esté en contacto con él. Para ello habré de acudir por la mañana, a mediodía y por la tarde a la tasca que hay junto al arco de Cuchilleros, que allí alguien me dará las instrucciones precisas. No ha vacilado en aceptar el pagarme los cien ducados que me dijisteis le pidiera, aunque todavía no he visto un solo maravedí.

—¿No te ha adelantado nada? —preguntó amoscado el capitán.

—Nada, dice que todo se abonará cuando hayamos concluido el trabajo. Creo que sospecha algo y se muestra receloso conmigo.

—¿Es esto todo lo que tenías que decirme?

—Así es, capitán.

Gonzalo hizo un esfuerzo para no decirle lo que pasaba por su cabeza.

—En ese caso, creo que lo mejor es que nos marchemos. No debemos tentar a la suerte —el capitán a duras penas podía contenerse, recordando el sofoco que la tía Casilda había tenido por culpa de aquella reunión, convencida de que era una encerrona de la que no saldría con vida.

Subieron las escaleras alumbrados por el cirio de cebo que Andrés llevaba en la mano. El capitán iba delante, a pesar de la desconfianza que aquel encuentro le había producido. En su ánimo había un poso de inquietud que no acababa de desechar. Cuando llegaron arriba vio a Sancho, que mataba el tiempo con una jarra de aloja. Andrés se marchó sin mirar ni decir palabra. El criado notó el enfado en el rostro de su señor.

—¿Algún problema, capitán?

—No, no era nada de lo que temíamos, pero no acabo de explicarme la razón de este encuentro, que no sólo ha sido un riesgo inútil, sino una pérdida de tiempo.

—¿Ése —miró hacia el veterano que ya salía por la puerta— no tenía nada importante que comunicaros?

—Nada, nada en absoluto. Lo que más me molesta ha sido el mal rato de la señora.

—¿No os extraña todo esto? —preguntó Sancho.

—No sólo me extraña, sino que me da muy mala espina.

Sancho, que no dejaba de mirar para todas partes, asintió en silencio.

—¿Tú has visto algo raro?

—Nada que se salga de lo normal en estos sitios. Gente que charla, que discute, que jura, que blasfema en voz baja y que bebe sin parar. La mayoría de los parroquianos están en el patio, donde el ambiente es más agradable que aquí dentro.

Gonzalo echó una ojeada y confirmó por sí mismo las impresiones de Sancho. Decidió que no tenía sentido permanecer allí, por lo que pagó la aloja y abandonaron el lugar. Salieron al exterior, donde notaron una ligera brisa que agradecieron sus rostros acalorados, y encaminaron sus pasos en dirección a la plaza de la Cebada. Al llegar a un recodo que embocaba la plazuela del conde de Barajas, les llamaron la atención unos gemidos, acompañados de una petición de auxilio. Procedían de un bulto que parecía estar sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la pared. Se acercaron y vislumbraron a un individuo junto al cual había lo que parecía ser un enorme charco de sangre. Al aproximarse les llegó, nítida, la petición de ayuda:

—¡Auxilio, por piedad! ¡Confesión! ¡Me muero!

En su intento de ayudar a aquel desgraciado en los estertores finales de su existencia, los dos hombres se acercaron. Al agacharse sobre el desmadejado cuerpo del que se escapaba la vida a raudales, a tenor de la sangre derramada, el herido cobró vida súbitamente y con una daga lanzó una puñalada al cuello de Sancho quien, sorprendido, no tuvo tiempo de reaccionar. El golpe fue mortal al cortarle de un tajo la garganta, de la que brotó un chorro de líquido rojo, caliente y viscoso. No tuvo tiempo de nada, su cuerpo se desplomó como un saco, mientras unos espasmos le sacudían las piernas, indicando que su vida daba los últimos coletazos.

—¡Sancho! —a la par que aquel grito de alerta, que llegaba demasiado tarde, Gonzalo saltó al mismo lado donde había caído muerto su criado, evitando que el segundo de los tajos lanzados por aquel sujeto le alcanzase.

La ensangrentada hoja del puñal había descrito una curva que silbó en la oscuridad de la noche a la vez que el movimiento abría el costado del asesino. Fue lo que el capitán necesitó para asestarle una puñalada con su daga, que había sacado casi por instinto. Se la hundió hasta la empuñadura, sintiendo cómo le rompía las costillas. Con la habilidad propia de quien ha peleado cuerpo a cuerpo, Gonzalo tiró del puñal sin abrir la mano para no desprenderse del arma a la vez que le daba un movimiento giratorio a fin de que la herida fuese mortal. Aquel sujeto, si no quedaba fulminado por la cuchillada, moriría por la gangrena.

—¡Muerto soy! —el gemido expresaba la verdadera situación en que se encontraba.

Se incorporaba Gonzalo y se disponía a atender a Sancho cuando comprobó que desde un callejón próximo se le echaban encima varios individuos. Creyó que eran tres, pero cuando les plantó cara se dio cuenta de que eran cuatro. Arrojó la daga al primero de los bultos y acertó con el blanco elegido al ver cómo una de las sombras se doblaba y caía a tierra con un gemido de dolor. Aprovechó el desconcierto que aquella acción produjo para ganar una posición ventajosa de forma que pudiese hacer frente a los otros con la guardia cubierta. Para ello pegó la espalda a la fachada de la casa que tenía detrás, tiró de Ferol y se dispuso a vender cara su vida frente a aquellos tres individuos, que ya le acometían.

El chocar de los aceros en medio del silencio de la noche sonó con intensidad. Gonzalo trataba de equilibrar la inferioridad numérica con la ventaja que la daba la posición que había logrado y al hecho de ser zurdo, lo que pareció desconcertar a sus enemigos, que se veían descubiertos ante un espadachín cuyas estocadas llegaban por el lado contrario al que ellos esperaban. Un atacante tropezó con uno de los cadáveres que yacían en el suelo y estuvo a punto de perder el equilibrio. Tuvo la mala fortuna de descubrirse en el momento en que el capitán había rechazado con una finta a los otros dos adversarios. Le asestó una estocada, que entró limpiamente más de dos cuartas en el pecho. Gonzalo empujó hacia arriba del acero no tanto para hacer más daño a quien no lo necesitaba, cuanto para no perder su espada con el tirón del cuerpo que ya se desplomaba sin vida.

Aquel esfuerzo para no quedar desarmado le hizo perder unos instantes preciosos y no pudo evitar que uno de los dos atacantes que quedaban le alcanzase en el costado derecho. No sintió el dolor de la herida, sino cómo el fluir cálido de la sangre le empapaba la camisa. Supo que la herida era seria, pero también que no le impediría seguir peleando, al menos mientras la pérdida de sangre no le debilitase. Su reacción fue acometer con denuedo a sus enemigos, en un intento de buscar un final rápido; sabía que a partir de aquel momento el tiempo corría en su contra y que no aguantaría más allá de unos minutos.

Con la mano derecha apretando en el costado, trataba de contener la hemorragia y con la izquierda se batía acero en mano. Ahora los dos individuos que tenía enfrente parecían menos agresivos, casi se limitaban a defenderse de sus acometidas. Trataban de ganar el tiempo necesario hasta que, debilitado por la pérdida de sangre, le pudiesen rematar sin complicaciones. Sería cuestión de poco rato.

El capitán, buscando el encuentro que sus enemigos esquivaban, abandonó la posición de espaldas a la casa en un intento de animarles a pasar al ataque. Lo que en realidad intentaba con aquella decisión desesperada era ganar unos segundos, porque su peor enemigo era el tiempo y corría en su contra. Gonzalo era consciente de que con aquella decisión, que tenía mucho de argucia de veterano luchador, se estaba jugando la vida, pero prefería perderla así, a que lo rematasen como a un conejo.

La arriesgada treta le dio resultado porque los dos enemigos se abrieron y le acometieron a la vez por ambos lados. Supo que podría acabar con uno de ellos, pero que el otro le mataría a él. Se decidió por el que le atacaba desde la izquierda, que era el que se le echaba primero encima. Paró la estocada y con un rápido movimiento en zigzag le alcanzó en la garganta con la punta del acero. El herido dejó caer la espada, se llevó las manos al cuello y de su boca brotó un extraño gemido. Se desplomaba sin vida en el mismo momento que la espada del otro entraba por el costado derecho del capitán, medio palmo más arriba de la herida que había recibido anteriormente. Ahora sintió el dolor del acero penetrando en su carne. Era cuestión de segundos el que aquel individuo le rematase.

Luego todo ocurrió muy deprisa. Se escuchó el descorrer de un cerrojo en el postigo de una puerta y los gritos de una mujer desde una ventana.

—¡Se están matando! ¡Se están matando!

—¡Abajo se están dando de cuchilladas!

Sus voces, a las que se unieron las de un hombre, que había abierto un postiguillo, mientras clamaba por la presencia de la justicia, produjeron un verdadero alboroto.

En un instante a sus gritos se sumaron muchos otros. La pelea y el chocar de los aceros habían puesto en guardia al vecindario del lugar donde se desarrollaba la enconada refriega. Los gritos de aquella mujer levantaron un coro de voces, protestas y llamadas.

—¡Los corchetes! ¡Los corchetes! ¡Que vengan los corchetes!

—¡Hay varios muertos!

—¡Socorro! ¡Auxilio!

El único de los atacantes del capitán que quedaba con vida ni siquiera tiró de la espada para sacarla del costado de Santa Cruz. Soltó la empuñadura y salió corriendo hacia el mismo callejón por el que había aparecido pocos minutos antes. Su sombra se perdió por la plazuela del conde de Barajas.

Las voces de un número cada vez mayor de gentes, que sacaban por balcones, cancelas enrejadas y ventanas, cirios, velas y fanales, eran ya un griterío. Nadie, sin embargo, iba más allá de dar voces o de hacer algún comentario con el vecino de al lado.

El capitán, haciendo gala de una serenidad pasmosa, envainó su espada —un militar que se preciase nunca abandonaba el arma—, sacó un pañuelo y tiró con decisión del acero que tenía clavado, apenas contuvo un gemido de dolor ante la punzada que le produjo. Tapó como pudo la nueva herida y, tras cerciorarse de que Sancho estaba muerto, echó a andar, tambaleándose, calle abajo con la mano derecha apretando sobre el dolor de las heridas.

Desde un balcón una vieja, que agitaba con furia un farol, gritaba como una posesa:

—¡Que se escapan! ¡Que se escapan!

Nadie salió a la calle. Todo fueron gritos, denuestos y comentarios.

Con mucha dificultad, el capitán se alejó del lugar perdiéndose en las sombras de la noche. Hasta él llegaba, cada vez más amortiguado, el ruido y la algarabía de la gente. Se detuvo porque se sintió desfallecer. Sabía que estaba herido de consideración y que había perdido mucha sangre, tal vez demasiada. Lo supo por la debilidad que le invadía y que cada vez era mayor. Se dio cuenta de que no sólo estaba empapado por la sangre que manaba de las dos heridas, sino porque estaba sudando por todos los poros de su cuerpo. Tenía dificultades para respirar y sentía un dolor que le apretaba en las sienes. Hubo un momento en que la vista se le nubló y creyó que perdía el conocimiento. Se dejó caer sobre la pared de una casa, jadeante como si hubiese corrido una legua. Se sentía muy cansado. No sabía si el apagado rumor de los gritos del alterado vecindario le llegaba amortiguado por la distancia o porque sus sentidos estaban cada vez más embotados.

Haciendo un esfuerzo reinició la marcha, llegar hasta la plaza de la Cebada le parecía una empresa inalcanzable en las condiciones en que se encontraba. Consiguió caminar un pequeño trecho a cambio de un esfuerzo desmedido. Gastó las pocas energías que le quedaban. Después, trastabillando, y haciendo gala del instinto de supervivencia que le habían inculcado en la milicia, llegó hasta el final de la calle.

Antes de desplomarse sin sentido tuvo un último pensamiento para la mujer que amaba y en la ironía que significaba morir en las puertas mismas de su casa. El chocar de su cuerpo contra el suelo produjo un sonido seco.