La reunión en casa de Patiño fue muy breve. Don Bernardo puso al capitán al corriente de las noticias que su alteza le había hecho llegar. Por aquel conducto, Gonzalo supo que don Juan había rechazado el nombramiento de gobernador de Flandes, alegando problemas de salud. También sabía don Bernardo que la Junta de Gobierno había decidido aceptar la renuncia de don Juan y que la reina había firmado un decreto ordenándole que se retirase a Consuegra, donde debía permanecer hasta que recibiese instrucciones. En ningún caso se le permitiría venir a la corte, ni siquiera pasar por ella en el viaje que había de realizar hasta la población donde se encontraba la cabecera de la orden de la que don Juan era gran prior.
—¿Cuál es la enfermedad que aqueja a su alteza? —preguntó, sin disimular cierta ironía el capitán.
A Patiño no le gustó la pregunta. La respuesta fue desabrida:
—Cosas relacionadas con los fríos y humedades propios de aquellos parajes.
A pesar de que don Bernardo parecía enojado, Gonzalo comentó con sorna:
—¿Os referíais a los de Galicia o a los de Flandes?
La mirada que le dirigió el secretario de su alteza fue maligna.
—¿Estáis de broma, capitán, o sólo es que me lo parece?
—Lamento haberos enojado, don Bernardo, pero la verdad es que parece excusa poco consistente en un asunto de tanto compromiso como es éste.
—¿Excusa, decís? ¡Por los clavos de Cristo, don Gonzalo, que no entiendo qué es lo que os ocurre! Su alteza ha enfermado y ésa y sólo ésa es la razón por la cual se ha visto imposibilitado de hacerse a la vela rumbo a su destino.
—Habréis de perdonar mi insistencia. Ya sabéis que por su alteza estaría dispuesto a cualquier cosa. También sabéis que estos negocios y manejos, que en los últimos meses se tejen y destejen con mayor intensidad, suelen despertar en mí poco interés. Pero habéis de saber que he apoyado el que don Juan no debería estar lejos de la corte y, desde luego, no salir de estos reinos. Pero permitidme que os diga que me parece burda excusa la que su alteza ha dado. Tal y como soplan los vientos en la corte y con el malestar que rezuma la gestión de la reina y de su valido, no sería difícil, aunque los grandes no están dispuestos a arriesgar nada en este asunto, provocar la caída del padre confesor. Eso es lo que debería hacerse y no andar con tantos melindres y zarandajas, que no harán sino traer pérdida de crédito a su alteza.
—No acabo de comprender vuestra actitud, don Gonzalo, da la impresión de que fueseis otra persona. Creo que no os vendría mal un descanso, os veo ojeroso y con el semblante pálido. ¿No será que la relación con Elena de Zúñiga procura a vuesa merced mayores padecimientos que alegrías?
Aunque a Gonzalo no le gustó que Patiño aludiese a algo que no era de su incumbencia, el capitán trató de mostrarse sereno.
—Aunque ése es asunto que a vos no os importa he de deciros que ciertamente algo de verdad hay en vuestras palabras, pero, desde luego, por motivos que no alcanzáis a sospechar.
La conversación entró por unos derroteros que para don Bernardo Patiño —hombre experimentado en las luchas cortesanas, profundo conocedor de las gentes y hecho a deducir por una palabra, incluso por un gesto, todo un discurso— eran de su agrado.
—Tal vez, don Gonzalo, os sorprenderíais si os dijese todo lo que pienso acerca de eso que bulle en vuestra cabeza estos días relacionado con esa, digamos… digamos peligrosa, eso es, peligrosa relación que habéis entablado con la mencionada dama.
—¡Cómo os atrevéis a calificar de esa forma lo que yo decida o no decida hacer! —El enfado de Gonzalo era visible. Patiño había logrado llevar la conversación al terreno que deseaba y sobre todo a una posición incómoda a su interlocutor.
—Sosegaos, don Gonzalo, yo no pretendo inmiscuirme en vuestros asuntos, ¡líbreme Dios de ello!, salvo que los mismos puedan afectar a los de su alteza. Es por eso por lo que me he permitido ese… ese atrevimiento.
El capitán parecía más que un avezado militar y experimentado hombre de acción, un colegial al que su preceptor hubiese sorprendido cometiendo una falta. Se dio cuenta de que las canas que peinaba Patiño no habían aparecido en balde en su cabeza. Su experiencia y el conocimiento que tenía sobre su persona le daban una ventaja considerable en aquella especie de duelo dialéctico en el que ambos se habían enfrascado.
—En todo caso —señaló Gonzalo claramente a la defensiva— habéis de saber que mis asuntos son sólo de mi incumbencia.
—Lleváis en ello toda la razón, mi querido amigo. Pero he de añadir que siempre y cuando los mismos no perjudiquen los negocios de su alteza.
—Pruebas he dado, don Bernardo, de que también estoy sumamente interesado en que los negocios de su alteza le conduzcan al sitio que deseamos.
—No me cabe la menor duda, don Gonzalo, no me cabe la menor duda. Siendo eso así, si queréis aceptar el consejo de quien sobre vos no tiene mayor autoridad que la de estas canas, guardad cuidado con vuestras relaciones —el tono de Patiño, que se sabía vencedor de la liza, era conciliador incluso en sus ademanes.
Mientras decía esto puso una mano sobre el hombro de don Gonzalo. Completó su actuación con una alusión a algo que ya le había hecho llegar al capitán:
—Recordad lo que os dije hace días. No os fiéis de Sessa y andad con cuidado. Algo está tramando y os recomiendo que no confiéis en nadie.
A pesar de que el capitán sabía de las extraordinarias fuentes de información que don Bernardo poseía y cuya red tenía ramificaciones hasta los lugares más insospechados, no dejaba de sorprenderle el que tuviese tan puntual información sobre tales asuntos.
—¿Tenéis algún dato sobre lo que acabáis de decirme?
Patiño, que sabía de sobra la importancia que un hombre como Santa Cruz tenía para su alteza, le susurró muy quedo:
—Aunque no tengo todos los detalles sé que andan buscando gente con la que formar una cuadrilla para acabar con vuestra vida. Ésa era otra de las cosas que quería deciros, pero que hasta ahora nuestra conversación no me había permitido hacerlo. Por eso, don Gonzalo, cuidad vuestra vida que no es sólo preciosa para vos. Y aunque sé que puedo heriros en vuestro orgullo, permitidme que os haga un ofrecimiento.
Gonzalo le miró interrogativamente.
—Si vuesa merced no tiene inconveniente —señaló Patiño—, podría disponer una discreta protección sobre vuestra persona. Sabed que el riesgo es grande y que el negocio que se traen entre manos para mataros lo tendrán concluido no más allá de mañana o pasado. Os sorprendería saber la cantidad de detalles que sobre vos tienen para actuar con la mayor eficacia e impunidad.
—No deseo esa protección que vuesa merced me ofrece y que no puedo hacer otra cosa que agradeceros, pero os advierto que no voy a consentir que se ande tras mis pasos. Sin embargo, me prestaríais un gran servicio si me dais detalles de aquello que sepáis.
—Permitidme, don Gonzalo, que insista en daros cierta protección. No lo hago ya sólo por vuestra vida, sino por los propios negocios de su alteza. Además, es de justicia porque ha sido un encargo de don Juan quien os ha puesto en esta situación.
—¡Os he dicho que ni se os ocurra, don Bernardo! —las palabras del capitán sonaron decididas y rotundas.
—Está bien. Pensad que podría haberlo hecho sin haberos advertido de ello. Sin embargo, aunque en algún momento lo pudieseis poner en duda, vuestra opinión siempre me merece un gran respeto, a pesar de que en algunos casos yo no la comparta.
—Agradezco vuestra sinceridad, don Bernardo… y ahora contadme lo que sepáis.
—Un individuo al que conocen por el Polaco, que es sujeto de cuidado y muy conocido por sus fechorías, es persona próxima al duque de Sessa, quien le dispensa su amparo y protección. Ese amparo le ha permitido en no pocas ocasiones salir con bien de situaciones comprometidas y de algunos lances con la justicia. Anda buscando a cuatro o cinco espadachines para mataros. Alguno ya está comprometido, otros lo están sopesando por cuestión de dineros o porque albergan ciertos temores, ya que enfrentarse a vuesa merced con un acero en la mano supone correr un grave riesgo. Pero, como os digo, el trato lo cerrarán en un par de días como mucho. Tratarán de sorprenderos para tener la ventaja no sólo del número.
—¿Puedo preguntaros algo?
—Lo que vos gustéis.
—¿Quién os ha facilitado esa información?
Patiño esbozó una sonrisa pícara.
—Mi querido amigo, en estos asuntos se suele pregonar el milagro, pero no el santo.
—Comprenderéis mi interés por este asunto, cuando es mi vida la que está en juego.
—La misma vida que no deseáis que os ayude a proteger —sentenció don Bernardo con la expresión de quien da por rematado un asunto.
Se marchaba el capitán, cuando el secretario de su alteza le comentó:
—Don Gonzalo, las órdenes de don Juan son que todos permanezcamos alerta y que no nos movamos de la corte. Él llegará a Consuegra en pocos días y desde allí dará las instrucciones que más convengan a sus intereses.
—¿Resultaría inoportuno el que me desplazase a Consuegra una vez que su alteza esté instalado allí? Tengo imperiosa necesidad de hablar con don Juan —comentó el capitán.
—¿Tan importante es ello?
—Para mí, sí.
—Las instrucciones que he recibido al respecto son muy estrictas y precisas, don Gonzalo.
—Insisto en ello.
—Está bien, aunque no puedo garantizároslo, veré qué se puede hacer. Y sobre todo lo que os he dicho, andaos con mucho tiento.
El capitán asintió con unos movimientos de cabeza, y sin abrir la boca se marchó con el ánimo turbado después de aquella conversación.
A Gonzalo de Santa Cruz no dejó de sorprenderle el que Andrés le mandase un recado al día siguiente de la fecha en que se había reunido con el Polaco en uno de los mesones de la plaza Mayor. La sorpresa no se la había procurado tanto el hecho de que le hiciese llegar un mensaje, que era algo en lo que habían quedado tras el encuentro mantenido en el mesón del Vizconde, cuanto el hecho de que en el mismo le dijera que era imprescindible que se viesen aquella misma noche.
El recado le llegó por medio del ciego que solicitaba la caridad de las gentes junto al humilladero de Nuestra Señora de Gracia en la misma plaza de la Cebada. Era un texto escrito con muy mala caligrafía en papel de baja calidad, donde estaba garabateado lo siguiente:
Sin escusa e de beros esta misma noche después de que sean dadas las dose en el meson del Turco. Aguardo a vuesa merse en el reserbado en el sotano. Pregunte vuesa merse al mesonero por mi utilisando mi nombre de pila.
El papel no tenía ningún signo ni rúbrica que le identificase. Sólo la referencia que el ciego le había dado, al decirle: «de parte de Andrés».
Durante el almuerzo Gonzalo notó a su tía muy nerviosa. A pesar de que le preguntó varias veces por la causa de su estado de ánimo, doña Casilda le respondió con evasivas.
Aquel día, sin que hubiese celebración que festejar, su tía se había esmerado. La comida era verdaderamente especial. Unos entremeses que hubiesen bastado para saciar el hambre más voraz, a continuación le sirvió unas truchas al modo que las preparaban en su tierra natal, la Rioja navarra, luego vino un capón relleno de frutas y después, pese a las protestas de Gonzalo que afirmaba no poder más, hubo de hacerle los honores a una lengua de vaca cocida en su propia gelatina. Los postres consintieron en una variada repostería, obra de doña Casilda con la ayuda de alguna aportación que había comprado en un convento de la vecindad. Todo ello regado con un excelente tinto de unas botellas, todo un lujo al alcance de muy pocos, que reposaban en el sótano de la casa y que cada año por las pascuas de Navidad les enviaban sus parientes de Haro, procedentes de la cosecha que con esmero extraordinario elaboraban los padres agustinos de aquella localidad, a cuyo lagar se llevaban las uvas de la heredad de don Gonzalo. El buen vino tinto era una de las debilidades del capitán.
Por si todo aquello no era motivo de sorpresa suficiente, no aclarada por parte de doña Casilda, quien a las preguntas de su sobrino por la causa de aquel dispendio, se limitaba a responder que tenía ganas de regalarle de aquel modo porque le veía decaído y desmejorado, fue el propio Gonzalo quien hubo de ir varias veces a la cocina, algo insólito en los anales de aquel hogar —porque ése era territorio poco menos que vedado a su presencia— a ejecutar ciertos cometidos por indicación de su tía.
Cada vez que Gonzalo regresó de cumplir con aquellos mandatos su copa rebosaba vino, aunque él, impresionado por todo lo relacionado con el festín, no reparó en tales minucias.
Después de tan opípara comida le invadió un agradable sopor que le llevó a acostarse, hecho que revestía un carácter extraordinario en las costumbres del capitán. Cuando se levantó al cabo de tres horas se encontraba de un humor apacible. Sólo su tía tenía la clave de aquella especie de transformación.
Su alegría, ante el súbito cambio de ánimo de su sobrino, se difuminó cuando éste le comunicó que aquella noche habría de salir muy a deshoras. Tía y sobrino tuvieron una larga conversación en la que Gonzalo la puso al corriente de los manejos que al parecer —le dijo que no era seguro por no aumentar su alarma— el duque de Sessa urdía contra él. Ante aquella revelación doña Casilda insistió en que no saliese y tachó de imprudencia, más propia de jóvenes alocados que de una persona de su responsabilidad, el que hubiera rechazado la protección que don Bernardo Patiño le había brindado aquella misma mañana.
—¡No lo comprendo, por muchas explicaciones que quieras darme! ¡No puedo entender que salgas solo esta noche, tan a deshoras, cuando sabes que alguien trata de darte muerte! ¡Y lo que de ninguna manera me entra en la cabeza es que hayas rechazado el ofrecimiento de don Bernardo!
Gonzalo, que por nada del mundo dejaría de asistir a la cita en el mesón del Turco, trataba de tranquilizarla.
—No debes preocuparte, con mi Ferol en la mano y advertido como estoy son esos truhanes quienes deberían preocuparse. Además, la cita de esta noche es con una persona de mi confianza. Alguien que está de mi parte, un viejo conocido llamado Andrés, que ha sido, precisamente, quien me ha puesto sobre aviso ante los planes de Sessa.
Al escuchar aquellas palabras, doña Casilda tuvo un sobresalto.
—¿Cómo has dicho? ¡Repite eso que has dicho! ¿Con quién estás citado?
—¡Tía, por el amor de Dios! —en el tono de aquellas palabras había un fondo de resignación—, ¡no empecemos de nuevo! Acabo de decirte que mi cita es con un conocido llamado Andrés.
—¡Así que quien te ha puesto al corriente del plan urdido para asesinarte se llama Andrés!
—En efecto, ése es su nombre. Nombre de cristiano y de apóstol para mayores garantías.
—¡Gonzalo, se trata de una trampa! ¡Van a asesinarte esta noche! —aquellas palabras, más que otra cosa, fueron un grito.
—¡Desvarías, tía!
—¡No, no desvarío! Escúchame con atención y te suplico que no me interrumpas hasta que haya concluido.
—Está bien, está bien —Gonzalo trataba de tranquilizar a doña Casilda—: Soy todo oídos.
—Hace dos días, preocupada por tu estado, acudí a casa de una mujer que vive en la calle de las Tenerías, persona decente y honrada, de la que se rumorea en determinados ambientes que tiene ciertos poderes poco habituales.
—¡No me digas que has acudido a casa de una bruja! —Gonzalo no pudo reprimir una exclamación.
—Te he pedido que no me interrumpas hasta que hayas escuchado todo lo que tengo que decirte. Insisto en ello.
—Discúlpame, pero es que me ha sorprendido tanto…
—Como te he dicho, acudí a esta mujer para que me dijese si había alguna solución para remediar el estado en que te encuentras. ¡Porque no irás a negarme que estás un poco raro…!
—¡Tía, por favor! —exclamó Gonzalo en tono resignado.
—Me dijo —continuó doña Casilda— que no sabía con certeza cuál era el remedio más adecuado para tu mal porque no disponía de todos los elementos para emitir un juicio acertado, pero que algo podría hacerse. Me preparó un amuleto que está bajo tu colchón. Se trata de un poco de azogue guardado en una caña de trigo, y también, acudí ayer a recogerlos, dos filtros que había de suministrarte. Aunque no me aseguró que surtiesen el efecto que yo deseaba, me garantizó que no te causarían ningún mal. Hoy te los he dado, mezclados con el vino de la comida.
Gonzalo no pudo contenerse.
—¡Eso explica el porqué de tan singular almuerzo!
—En efecto, y no me interrumpas. Por lo pronto observo que tu humor ha variado, respecto del estado habitual de estas semanas pasadas. Pero lo que quiero que sepas es que cuando ayer fui a recoger los filtros, me dijo algo que ahora ha cobrado sentido. Afirmaba que estabas siendo víctima de una traición. Me dijo que el nombre del felón era Andrés y que esa persona había tenido relación contigo en Flandes.
Gonzalo, cuyo rostro se había contraído poco a poco conforme su tía le hacía las últimas revelaciones, quedó paralizado.
—¿Cómo sabes tú que yo conocí a Andrés en Flandes? Eso es algo que no te he dicho.
—Porque me lo dijo esa mujer de la calle de las Tenerías.
—No… no es posible.
—Sí es posible. Este mensaje —doña Casilda agitó el papel— contiene una trampa en la que te vas a meter tú solito esta noche. Escúchame. Ahora que te he dado pruebas de que corres un serio peligro, has de hacerme caso. Esta noche no acudirás a esa cita, porque si lo haces será tu perdición. ¡Ese Andrés te está engañando! ¡En realidad te ha vendido!
—Es posible que lleves razón, tía —Gonzalo se pasaba la mano suavemente por el mentón, en actitud de meditación—, y que Andrés no esté jugando limpio conmigo, pero eso no es obstáculo para que yo acuda esta noche al mesón del Turco. En todo caso te prometo ser cuidadoso.
—¿Ser cuidadoso dices, cuando te metes a sabiendas en la boca del lobo? ¡Tú eres un insensato! —doña Casilda comenzó a gemir.
Durante un largo rato Gonzalo se empleó a fondo en convencer a su tía de que, apercibido como estaba, sería muy difícil que aquellos malvados lograsen su propósito. A duras penas logró su objetivo y sólo consiguió serenarla algo cuando aceptó que le acompañase Sancho. Aquella concesión pareció aquietar algo los alterados ánimos de doña Casilda, que pasó el resto de la tarde y la primera parte de la noche con un rosario en la mano, pronunciando jaculatorias e invocando el bendito nombre de Jesús.
A alterarla de nuevo vino la noticia que trajo Sancho poco antes de la oración.
—¿Sabe vuesa merced el rumor que corre hoy por los mentideros de la villa?
—No seas mastuerzo, Sancho. ¿Cómo voy a saberlo si no he puesto un pie en la calle desde la tarde de ayer?
—Señora, se comenta por todas partes que la renuncia que días atrás hizo el señor don Juan a su cargo de gobernador de Flandes y que le fue aceptada por su majestad y la Junta de Gobierno, provocó tal malestar en doña Mariana que le ha dado órdenes de que se retire a Consuegra, con prohibición expresa de poner los pies en esta corte.
—Sancho, además de mastuerzo, llevas días de retraso. Todo eso era ya la semana pasada la comidilla de mercados, calles y plazas.
—¡Señora, es que no he terminado! ¡No es eso lo que quería contaros! —protestó el criado.
—¡Pues habla de una vez!
—Lo que se comenta, doña Casilda, es que el duque de Sessa ha hecho público un manifiesto injurioso contra el señor don Juan, en el que se dicen cosas muy graves para el honor de su alteza.
—¿El duque de Sessa? —preguntó inquieta doña Casilda.
—Sí, señora, el duque de Sessa.
—¿Sabes exactamente qué es lo que dice contra su alteza?
Por toda repuesta el criado sacó de su pecho un papel.
—Aquí tenéis un ejemplar.
Visiblemente nerviosa, doña Casilda se acercó hasta la luz que proporcionaba un velón de bronce y leyó el papel que Sancho le había traído. El temblor de sus manos se acentuaba conforme avanzaba en su lectura. Cuando concluyó, estaba tan alterada que hasta la respiración tenía agitada, como denotaba el intenso movimiento de su pecho, que se percibía bajo los encajes de su blusa.
—Ni se te ocurra decir nada de esto al capitán. ¿Entendido?
—No os preocupéis, doña Casilda. Seré una tumba.
—Ni una sola palabra. Esta noche, además, acompañarás al capitán, que ha de ir al mesón del Turco, el que hay en la Cava Baja de San Miguel. No le pierdas de vista un momento y estate ojo avizor, me temo que se cierne sobre él un grave peligro.
Sancho, que había ejercido de asistente del capitán cuando éste estaba en campaña, juró a doña Casilda, besando una cruz que hizo con sus propios dedos, que estaría pendiente de todo.
La tía de Gonzalo apenas tuvo tiempo de ocultar el papel al percatarse de que su sobrino se acercaba. El capitán había estado limpiando su espada y su daga.
Apenas eran dadas las doce de la noche del 24 de agosto en el reloj de la iglesia del Colegio Imperial de la Compañía de Jesús, cuyas campanadas sonaron rotundas llenando el silencio de aquella parte de Madrid que bajaba desde la plaza Mayor hacia la ribera del Manzanares, cuando dos sombras, que se amparaban en la relativa oscuridad de una noche en la que lucía una luna a punto de llegar a su máxima redondez, salieron de la casa del capitán Gonzalo de Santa Cruz.
Los dos hombres, pese al calor, iban embozados en sus negras capas y llevaban calados amplios sombreros. Por debajo de las capas sobresalían las puntas de sus espadas. El capitán llevaba, además, una afilada daga y el criado, amartilladas y cebadas, dos pistolas ceñidas en su cintura.
Apenas habían cruzado la plaza cuando el criado murmuró quedamente al oído de su amo:
—¿Sabéis, señor, que doña Elena ha regresado esta tarde a Madrid?
Al oír aquello el capitán miró fijamente a su fámulo.
—¿Estás seguro de ello?
—Completamente, señor. Esta tarde la vi bajar de un carruaje y entrar en su casa.
—¿No hay posibilidad de confusión?
—En absoluto, señor. Pude verle el rostro y también a la dueña que la acompaña a cumplir sus devociones en la parroquia de San Miguel.
—¿Por qué no me lo has dicho antes?
—No ha habido ocasión, señor —se excusó Sancho.
El ruido de sus pasos era pausado y armónico, sonaba limpio en medio del silencio que reinaba, al menos en las calles por las que transitaban y que estaban completamente solitarias, como si no hubiese más vida que la de ellos dos. De vez en cuando, a lo largo del trayecto, los velos de la noche eran rotos por la mortecina luz de un cirio o de un fanal que alumbraba las devociones de alguna familia, que tenía empotrada en la fachada de su morada una hornacina donde encontraba acomodo la imagen de sus amores.
Dejaron atrás las tapias que cerraban los huertos que se abrían por la parte posterior de la casa del capitán en la Cava Alta de San Francisco, y llegaron al Peso de la Harina. Allí hubieron de pegarse a la pared y aguardar sigilosamente a que cruzase una partida de corchetes que, haciendo la ronda, caminaba en dirección al Alcázar Real. Cuando ganaron la plazuela de Puerta Cerrada, los ojos del capitán buscaron, como atraídos por un imán, la casa que hacía esquina con la Cava Baja de San Miguel. Pudo percibir que en la planta superior, a través de una celosía protegida por una reja, salía el tenue resplandor de la luz que alumbraba aquella habitación. En efecto, había gente en la vivienda de los Zúñiga, lo que confirmaba el regreso de Elena a Madrid.
Gonzalo sintió un cosquilleo en el estómago. ¿Estaría Elena levantada a aquellas horas? ¿Qué estaría haciendo?
En aquel momento deseó más que nada en el mundo tenerla entre sus brazos, besarla y decirle cuánto la amaba. Por aquello hubiese, incluso, dejado de acudir a la cita concertada y donde era posible que ocurriese cualquier cosa. Apartó de su cabeza tan placenteros pensamientos y volvió a concentrarse en lo que le podía aguardar en el mesón del Turco.
¿Tendría razón su tía, y era verdad que Andrés le había traicionado? Le costaba trabajo creerlo, pero no encontraba explicación a lo que le había contado. Había sido bueno mantener aquella conversación y caminar prevenido. Sintió la presencia de Sancho y se alegró de tenerle a su lado. Marcharon largo rato en silencio hasta que, próximos a su destino, el capitán aleccionó a Sancho:
—Escúchame con atención. Cuando lleguemos al mesón pégate a la pared y entra algo después de que yo lo haya hecho, has de procurar que no nos relacionen. Pide algo de comer y mantente atento. Yo preguntaré por Andrés y bajaré al sótano. Estarás pendiente de cualquier cosa que ocurra, pero no bajarás conmigo, ¿entendido?
—Perdonad, señor, pero creo que sería más conveniente que entrase con vuesa merced. Doña Casilda me ha dicho que no os pierda de vista un solo instante.
—Harás lo que yo te diga —a pesar de que el capitán hablaba con voz muy queda, el tono que empleó indicó al criado que no había más que decir.
A pesar de ello se permitió una leve protesta, que era sólo una muestra de resignación:
—Si os ocurriese algo, doña Casilda me molería a palos.