13

El capitán Gonzalo de Santa Cruz pasaba por uno de los peores trances de su vida. La zozobra de su espíritu, las dudas que asaltaban su ánimo, la indecisión de que era presa, no eran comparables a nada de lo que había vivido hasta entonces. Desde que dejara las aulas de Alcalá de Henares, en diferentes ocasiones su vida había estado en peligro, y le había visto de cerca la cara a la muerte, pero nada tenía parecido con la situación en que se encontraba. Siempre había afrontado los problemas con decisión y había hecho frente a las dificultades con un ánimo que se contagiaba a los que estaban a su lado. Ahora se le veía desanimado y taciturno. Le faltaba resolución para abordar, incluso, las más pequeñas dificultades que planteaba el simple discurrir de la vida cotidiana.

La tía Casilda estaba preocupada con aquella situación que no hacía sino empeorar con el paso de los días. Al principio pensaba que era mal de enamorado y que el estado de ánimo de su sobrino, que aún no había llegado a los niveles de melancolía que luego alcanzó, se debía a algún enfado ocasional con doña Elena de Zúñiga, por lo que no había tomado en consideración el asunto. Pero cuando comprobó su intensidad y la forma en que afectaba a su sobrino, quien había entrado en una fase de mutismo, comprendió que el asunto tenía mayor importancia de la que en un principio había supuesto. Llegó a pensar, extrañada ante el comportamiento de Gonzalo, que hubiese sido víctima de algún tipo de hechizo o que le hubiesen echado mal de ojo. Podían haberle suministrado alguna pócima, algún filtro o algún bebedizo.

Había en Madrid gentes conocedoras de ciertas fórmulas y oraciones, dedicadas al ejercicio de la magia y de la brujería, aunque aquellas prácticas estaban condenadas por la Santa Madre Iglesia y eran perseguidas por el Santo Oficio. Muchas personas, que eran buenas cristianas, acudían a ellas en busca de remedio para sus males.

No se refería doña Casilda a quienes tenían conocimientos de las propiedades y poderes que había en determinadas plantas y que preparaban jarabes o ungüentos a las que se atribuían propiedades curativas. Ella conocía a algunos herbolarios e incluso a algún boticario que se ejercitaba en aquella práctica. Tampoco a ciertos individuos, a los que llamaban saludadores, que tenían ciertos poderes para curar enfermedades del cuerpo y del espíritu con su mirada o con sus manos y que incluso poseían facultades adivinatorias.

Lo que estaba considerando seriamente era la posibilidad de acudir a una persona con conocimientos de brujería o de hechicería para hacer frente a la situación en que se encontraba Gonzalo, pensando que hubiese sido víctima de algún conjuro o ligamiento que sus enemigos hubiesen encargado a un brujo o a un hechicero. Tales prácticas podían llevarse a cabo suministrando a la víctima algún bebedizo mezclado con los alimentos, pero también era factible ejercerlo desde la distancia, utilizando para ello algún objeto que perteneciese a la persona a la que se quería hechizar, como un pequeño trozo de una vestidura o un simple cabello.

Pensaba doña Casilda que la situación por la que atravesaban en Madrid los asuntos de la corte, donde los enfrentamientos habían llegado a situaciones nunca vistas anteriormente, se prestaban a todo tipo de actuaciones con tal de eliminar a los enemigos. Era consciente de que su sobrino estaba involucrado en aquella vorágine y que podía ser víctima de los acontecimientos que se vivían. Se había preocupado mucho cuando Gonzalo le había comentado el incidente vivido con el duque de Sessa. Había sido un asunto de extrema gravedad que, a diferencia de lo que era habitual en Madrid, mentidero universal de la monarquía, no había trascendido más allá de ciertos círculos; posiblemente porque el duque había impuesto silencio entre sus criados. Pero esa misma actitud denotaba cuánto debía de haberle herido en su orgullo un suceso como aquél, por lo que no albergaba dudas de que trataría de vengarse por algún procedimiento. Pensaba, sin embargo, que era más propio del duque el que contratase a algunos bellacos para que intentasen dar muerte a Gonzalo, asaltándole en un momento de descuido. Su sobrino era una presa fácil por cuanto transitaba por unos mismos itinerarios, cosa que hacía con una gran despreocupación, convirtiéndole en blanco para una cuadrilla de malhechores, convenientemente aleccionada.

Extrañaba sobremanera a su tía el mutismo en el que había entrado porque a lo largo de los años siempre había departido con ella acerca de los asuntos relacionados con sus actividades. Sin embargo, los últimos días se había encerrado como un caracol en su concha y se limitaba a responder con monosílabos a las preguntas que le formulaba, muchas de las cuales sólo tenían por objeto sacarle de su ensimismamiento.

Preocupada con aquel estado de cosas acudió a visitar a una mujer llamada Josefa García, honrada y decente, algo conocida suya, vecina de la Cruz del Rastro, cerca de la calle de las Tenerías, que tenía fama de curandera y herbolaria. Su relación venía de la afición que doña Casilda le tenía a las hierbas y sus propiedades y a la fabricación de algunas tinturas y jarabes para curar resfriados, golpes y magulladuras. Había escuchado muchos rumores acerca de que Josefa se ejercitaba en ciertas prácticas, pero su relación nunca la había llevado por aquel camino, más tortuoso y complicado. Se decía que era una saludadora, que tenía conocimientos de magia y hasta que era sabedora de fórmulas para confeccionar extraños brebajes, filtros y papelillos, que iban mucho más allá de sus conocimientos de herboristería. Doña Casilda, en todo caso, podía dar fe, con los evangelios por delante, de que se trataba de una mujer muy discreta.

Después de pensárselo mucho acudió a visitarla para pedirle, si estaba en su mano, algún remedio para Gonzalo.

—¿Y decís, doña Casilda, que anda metido en sí?

—Así es, el capitán está ensimismado. Nunca ha sido locuaz, pero ahora cuesta trabajo sacarle las palabras. Y lo que es peor, le veo triste, apocado, como si no fuese él.

—¿Sabéis por un casual si tiene amores con alguna dama? —preguntó Josefa con una pizca de malicia.

A doña Casilda no dejó de llamarle la atención la pregunta.

—Hace algunas semanas que corteja a una, pero no creo que ésa sea la causa.

—Habéis de saber que el amor es cosa muy compleja —señaló Josefa—. Un corazón enamorado es sensible a muchas cosas que en otras circunstancias apenas tendrían influencia en una persona —la saludadora se detuvo un instante para preguntar a doña Casilda—: ¿Habría posibilidad de que el enfermo me hablase de sus cuitas? ¿Tal vez entonces…?

—¡No, no, ni hablar! —la tía de Gonzalo agitaba las manos como si de aquella forma reforzase su negativa—, ¡ni siquiera puede enterarse de que he venido a veros, montaría en cólera…! No es persona que crea en estos remedios.

Josefa se encogió de hombros, dando por cerrada aquella posibilidad.

—¿Sabéis de algún suceso extraordinario que le haya acaecido coincidiendo con esa melancolía que le afecta?

—Que yo sepa tuvo un fuerte altercado con un noble de renombre, pero eso es algo a lo que el capitán no ha sido ajeno en otras ocasiones. Su vinculación al señor don Juan le ha llevado a participar en numerosos asuntos donde la complicación es parte esencial de los mismos. No creo yo que eso le afecte a estas alturas.

—¿Es vuestro sobrino parcial de don Juan?

—Y de los principales —afirmó la tía con cierto orgullo familiar.

Josefa García guardó silencio un largo rato, que doña Casilda respetó, aunque conforme pasaba el tiempo un cierto nerviosismo se apoderaba de ella. Parecía que su conocida estaba meditando acerca de un posible remedio. Cuando por fin habló fue para señalarle que podía facilitarle alguna ayuda.

—Aunque me hubiese gustado hablar con el capitán porque así tendría más elementos de juicio, os prepararé dos filtros, el uno para los males de amor, por si el capitán tuviese ese tipo de problema, y el otro para combatir la ansiedad. Mañana a esta misma hora podréis recogerlos Se trata de unos polvillos que deberá ingerir disueltos en algún líquido.

—¿Agua? —preguntó doña Casilda.

—No es conveniente porque delataría el sabor y el color de los mismos. Mejor que sea vino y a ser posible tinto. Su color y su sabor lo enmascararán a la perfección. Pero recordad, no debéis mezclarlos bajo ningún concepto. Primero uno y a continuación el otro.

—¿Habrá algún peligro para su salud? —preguntó inquieta doña Casilda.

Josefa García la miró con una mueca de sonrisa en sus labios.

—Perded cuidado, si lo hacéis como os he dicho.

—¡Es que estoy tan preocupada!

—Tranquilizaos, doña Casilda, no es buena tanta agitación. Os confesaré algo para vuestro sosiego. No os puedo garantizar que esos polvillos surtan el efecto que deseamos, por no conocer con seguridad la causa que produce los males que aquejan al sobrino de vuesa merced, pero podéis estar segura de que no recibirá daño alguno por ello.

Aquellas palabras tranquilizaron algo el ánimo de la tía del capitán, quien antes de marcharse preguntó por un asunto que había rondado por su cabeza aquellos días, pero que tenía reparos en formular. Era algo que instintivamente rechazaba porque para ella, pese a ciertas licencias en lecturas y pese a los conocimientos que poseía de ciertas propiedades de las plantas, que la autoridad eclesiástica veía con malos ojos y hasta relacionaba con prácticas condenables, era ferviente cumplidora de los mandatos de la Santa Madre Iglesia.

Aquello que bullía en su cabeza suponía abrir la puerta a un mundo que presentía lleno de peligros. Había acudido a buscar consejo y remedio por la relación que tenía con aquella mujer y por la fama de discreción de que gozaba Josefa, pero no había sido para ella una decisión fácil, ni mucho menos. Lo que ahora quería plantearle le resultaba francamente difícil. Haciendo acopio de todas sus fuerzas le preguntó, sin mayores preámbulos:

—¿Podría ser mi sobrino víctima de un maleficio? ¿Podrían haberle embrujado de alguna forma?

A Josefa le llamó la atención la pregunta. Era como si doña Casilda hubiese decidido romper un tabú mantenido durante largos años. Pero más aún le impresionó el estado de agitación que la dominaba en aquel momento.

—Creo que deberíais sosegaros. Sabed que esas cosas que, por lo que deduzco de vuestro estado, tanto temor os infunden ocurren con más frecuencia de la que os imagináis y lo mejor es buscarle remedio adecuado. ¿Queréis un poco de agua?

Doña Casilda agradeció el ofrecimiento porque estaba verdaderamente sofocada.

Bebió a pequeños sorbos el agua que, en un fino vaso de cristal —todo un lujo—, le ofreció la dueña de la casa, y pareció tranquilizarse.

—¿Por qué me habéis hecho esa pregunta? ¿Tenéis alguna razón, que no me hayáis dicho, para hacerla? —le preguntó Josefa.

Doña Casilda aspiró una profunda bocanada de aire como forma de relajarse.

—No, no tengo ninguna razón especial. Sólo el temor que albergo por la situación en que se encuentra mi sobrino. ¡Hay tanta maldad en el mundo! ¡Nos acechan tantos males!

—No alberguéis temor. Os diré lo que vais a hacer para que quede conjurada esa posibilidad, aunque no tengamos certeza de la misma. Buscad hoy mismo un poco de azogue, lo que también llaman mercurio. Ponedlo dentro de una caña de trigo o de avena y colocadlo debajo del colchón en la cabecera de la cama de vuestro sobrino. Es un poderoso antídoto contra cualquier maleficio.

Josefa leyó en los ojos de doña Casilda.

—Tal vez sea mejor que os lo prepare yo misma. ¡Aguardad un instante!

La mujer salió por una puerta que no tenía hoja, sólo estaba cubierta por una cortina, tejida en llamativos colores y con dibujos geométricos, parecida a las mantas que usaban los pastores del reino de Granada. Doña Casilda aguardó impaciente hasta que la mujer regresó. Traía un pequeño frasco en el que había una especie de plata líquida, un finísimo tubo de cristal y una caña de trigo, como de una cuarta de longitud.

Taponó con cera uno de los extremos de la caña y con ayuda del tubo de cristal, la llenó de mercurio. Luego tapó con cera el otro extremo y se la entregó a la tía de Gonzalo.

—No sé cómo podré pagaros cuanto estáis haciendo.

—Esperemos que sea eficaz —fue la respuesta de Josefa.

—Decidme cuánto os debo.

—Lo que sea vuestra voluntad.

Doña Casilda le entregó dos ducados en buena moneda de oro, cantidad que por la expresión que se dibujó en el rostro de la mujer, debió de satisfacer con creces sus esperanzas. Se despidió con muestras de gratitud y le prometió ser puntual al día siguiente para recoger el filtro que había de suministrar a su sobrino.

La causa del desasosiego del capitán Santa Cruz era la duda que corroía su ánimo. Su turbación era mayor cuantas más vueltas daba en su cabeza a la contradicción que había sembrado en su mente y en su corazón la conversación con Elena, a quien llevaba sin ver desde hacía veinte días porque como cada año, desde que regresaran de los Países Bajos, cuando llegaban las vísperas de San Juan se ausentaba de Madrid para instalarse en Saucedón. Acompañaba a su padre hasta aquella villa, adonde acudía a tomar los baños en una fuente de aguas termales que, además de la creencia extendida de que estimulaba la fertilidad de las mujeres que tenían dificultades para quedar embarazadas, aliviaban las dolencias de reumas y otros achaques que padecía don Guillén. Gonzalo pensó que aquel alejamiento durante unas semanas serviría para que se esclareciesen sus ideas y pudiese serenar su ánimo.

Para un hombre como él, que había ligado su vida a la de don Juan, resultaba muy difícil digerir que éste fuese persona diferente a la imagen que del mismo tenía. Había compartido con él tantos momentos, había pasado tantas horas, buenas y malas, a su lado que no podía aceptar que su alteza no fuese la persona que su mente había configurado con el paso de los años, incluido el rechazo que le producían algunas actuaciones suyas, impuestas por la complejidad que llevaba implícita la lucha política. El hombre cuyas venturas y desventuras había compartido desde hacía casi una década era para la mujer que amaba la viva representación del diablo. Una combinación de mezquindades y maldades sin mezcla de bien alguno. Se negaba a creer que don Juan abandonase a nadie a su suerte de la forma que Elena afirmaba haberlo hecho con su familia. Aquello no era posible en el don Juan que él conocía.

Por otra parte, quien hacía aquellas afirmaciones era —no se lo habría consentido a nadie más en el mundo— la mujer de sus sueños, la mujer que amaba. La mujer por la que estaba dispuesto a entregarlo todo, incluida su propia vida. Una vida que, desde que volvió a verla por la Cava de San Miguel, había tomado una nueva dimensión y que perdería el sentido si no podía compartirla con ella.

Aquella contradicción era en la que se debatía Gonzalo de Santa Cruz y aquélla era la razón de su melancolía, de su ensimismamiento, del mutismo que se había apoderado de su persona y que tan preocupada tenía a doña Casilda, desconocedora de las razones que habían dado lugar a tan extraña situación.

Gonzalo pensaba que debía de tratarse de un equívoco. En alguna parte tenía que haber un error que permitiese esclarecerlo todo y facilitarle una salida del tenebroso mundo de la duda y de la incertidumbre en que se encontraba sumido.

La ausencia de Elena, en contra de lo que había supuesto, lejos de ayudarle, vino a añadir una dificultad más, si es que ello era posible, al trance por el que pasaba. Ni podía hablar con don Juan, ni podía hacerlo con Elena. No podía plantear a ninguno de ellos los interrogantes que le roían el alma.

En medio de la confusión deseaba con vehemencia poder encontrarse de nuevo con la mujer que amaba. Ése era su mayor deseo. Le apretaba con tanta fuerza que descubrió en ello una cierta dependencia que no le gustaba; sin embargo, fueron inútiles los esfuerzos que realizó para sobreponerse. En menor medida también deseaba hablar con su alteza. Siempre le había hablado con sinceridad y ahora estaba dispuesto a hacerlo con mayor claridad que nunca. Don Juan tendría que responder a algunas preguntas que bullían en su cabeza y que le atormentaban. Pero, tal y como estaban las cosas, no sabía cuándo podría verle porque ignoraba en aquellos momentos cuáles eran los últimos planes de su alteza, aunque estaba seguro de que su estancia en La Coruña no se prolongaría mucho, tal y como estaban las cosas en la corte. Era posible que Patiño, que le había citado aquella tarde, le pudiese aclarar algo.

Para matar el tiempo y buscar bálsamo para sus heridas acudió, como hacía con cierta frecuencia siempre que estaba en Madrid, al mesón del Vizconde, que era el lugar donde se reunían algunos veteranos de los tercios que no habían caído en las redes del mundo de la truhanería y de la picaresca. En la mayoría de los casos llevaban su situación de pobreza con dignidad y nobleza, malviviendo de lo que conseguían cuando realizaban algunos trabajos por encargo de gentes timoratas que, teniendo algún problema, se sentían incapaces de resolverlo por sí mismos. Aquello les proporcionaba ciertos ingresos que, junto a algunos sablazos a amigos en buena posición, les permitían salir adelante.

Allí acudía estos días con mayor frecuencia de la que era habitual en él. Su presencia era bien acogida entre los viejos guerreros, que le habían conocido en alguna de las campañas, sobre todo las de Flandes. Para muchos de ellos Santa Cruz era el ideal de lo que había de ser un capitán de los tercios. Uno de los pocos por los que, quienes aún estaban en condiciones de hacerlo, estarían dispuestos a sentar plaza y a jugarse la vida a su lado. Era un capitán de los que dieron fama a las compañías de infantes que sostuvieron la guerra contra los enemigos de la monarquía y contra los enemigos de la Santa Madre Iglesia. También su presencia en el reputado mesón, regido por el maestro Valladares, donde se decía que se comían las mejores espinacas con garbanzos en muchas leguas a la redonda y que algunos extendían a la totalidad de la corona de Castilla, significaba una jarrilla de buen tinto para los veteranos que allí concurrían, siempre escasos de ducados.

Un día, cuando el capitán se marchaba, tras indicar al mesonero que pusiese una ronda por su cuenta, aunque él ya no la compartiría, uno de los viejos soldados se levantó e hizo con él un aparte.

—Capitán, ¿disponéis de un momento? —le preguntó el veterano, un soldado que había peleado a sus órdenes en Flandes y en Portugal.

—¿Tienes algún problema?

En el rostro del soldado —un hombre maduro, de unos cuarenta años, cuyos mostachos, impresionantes por su tamaño, empezaban a blanquear— se dibujó una media sonrisa.

—No, mi capitán, creo que el problema lo tenéis vos.

A Santa Cruz, que no estaba para bromas, se le ensombreció el rostro.

—¡Qué quieres decir con eso!

El soldado miró a derecha e izquierda.

—Podríamos apartarnos un momento a un sitio más discreto —al decir esto miró hacia una solitaria mesa que quedaba en una esquina de la amplia sala donde se comía, se bebía, se jugaba, se juraba y se desarrollaba la vida propia de un establecimiento como aquél.

Sin ser propiamente un reservado, el lugar señalado por el soldado estaba en un saliente, al otro lado de un arco que delimitaba la separación del sitio con el resto de la estancia. Al capitán no fue necesario que le dijese nada más.

En aquel lugar apartado, si no de miradas sí de oídos indiscretos, sostuvieron una larga conversación.

—Vuestra vida corre serio peligro —soltó el soldado sin mayores preámbulos. Iba directo al grano.

—¿Y quién está a salvo? —contestó el capitán con cierta ironía.

—Lo que quiero deciros, mi capitán, es que alguien trata de buscaros las vueltas.

—¿Y quién es ese alguien, si puede saberse?

—Con seguridad no puedo decíroslo, pero me barrunto algo.

—¿Y bien? —comentó Gonzalo con desgana.

—Creo, mi capitán, que se trata del duque de Sessa.

Al escuchar aquel nombre la atención del capitán cobró un interés que no había tenido hasta entonces.

—¿El duque de Sessa, dices…? ¿Por qué piensas eso?

—No puedo decíroslo de fijo, mi capitán. Ya os he dicho que sólo lo barrunto.

En las mandíbulas de Gonzalo se pudo percibir que éste apretaba la boca con fuerza. Miró a los ojos al viejo soldado.

—¿Qué es lo que sabes?

—Ayer —el soldado pareció hacer memoria—, ayer no, antes de ayer, porque ayer no vinisteis por aquí, un sujeto que me encarga ciertos trabajillos…

—¿Ciertos trabajillos?

—Ya sabéis a qué me refiero, un marido cornudo que quiere dar un escarmiento al que se beneficia a su mujer y no es capaz de…

—Sigue, Andrés —el capitán llamó por su nombre al soldado.

—Como os decía, ese sujeto me comentó si estaba interesado en participar en un escarmiento a cierto individuo. Le pregunté en qué consistía y le vi remiso a explicarse, cosa que no me gustó. No me gustó porque no me he metido en ningún asunto raro de esos que tanto abundan en estos tiempos.

—¿A qué te refieres?

—Ya sabéis, señor, en la corte todo el mundo parece estar nervioso, por ahí se oyen rumores extraños. Malas cosas, mi capitán. Cosas de la política de las que ni sé, ni quiero saber. Se habla de tramas urdidas, de planes para asesinar… cosas complicadas en las que lo mejor que uno hace es no meterse, ni de oídas.

—Ya te entiendo… prosigamos con lo nuestro.

—No me gustó lo reservado de la propuesta. Me amosqué más cuando me dijo que si estaba dispuesto a participar recibiría sesenta ducados. ¡Sesenta ducados, mi capitán, la paga de un año en el tercio! Aquello era una cosa gorda. Sin rodeos le pregunté si el escarmiento consistía en despachar a alguien. Aunque no me contestó, vi en sus ojos que se trataba de eso. Me dijo que el riesgo era mínimo porque serían cuatro contra uno y que se contaba con la ventaja añadida de la sorpresa. He de confesaros que en algún momento tuve la tentación de aceptar. ¡Sesenta ducados, mi capitán, y con lo mala que está la vida! «Tiene que tratarse de algún pez gordo cuando hay tanto dinero de por medio». Le dije al sujeto, que pensó que al decir aquello me tenía ya en sus redes. «No lo creas», me contestó. «Un capitán retirado, que vive en la plaza de la Cebada».

»Podéis creerme —continuó el soldado— si os digo que al oír aquello se me encogió el estómago. Mi capitán, lo que aquel sujeto me estaba proponiendo era que os diese matarile porque, aunque no sé si en esa plaza vive algún otro capitán, yo me acordé de vuesa merced. Le dije que aquél era un asunto muy feo, que una cosa eran unos buenos mamporros, partirle a alguien un brazo o una pierna, ponerlo a caldo o dejarlo como a un Cristo y otra muy diferente asesinar a una persona, porque en ese caso la justicia se tomaría más a pecho el caso. Intentó disipar lo que el fulano creía que en mí eran dudas, diciéndome que gozaríamos del amparo, aunque discreto, de persona de mucho nombre e influencias. Le pregunté el nombre, pero se negó a decirme quién era. Pero yo sé que ese individuo, a quien llaman el Polaco, ha realizado algún encargo al duque de Sessa, de quien es mucho. Por eso, mi capitán, os he dicho que no sé con seguridad por dónde puede venir todo esto, pero me barrunto que pudiese haber algo por esa dirección. En todo caso, vuesa merced sabrá si tiene pendiente algún ajuste de cuentas con el duque.

—No andas descaminado, Andrés, no andas descaminado. Pero dime, ¿cuándo te hicieron la propuesta?

—Fue antes de ayer por la tarde, mi capitán.

—¿No se te ocurrió avisarme antes?

—No había peligro inminente, mi capitán. Si hoy no hubieseis venido por aquí, os habría buscado.

—¿Por qué sabes que no hay peligro inminente? —preguntó sorprendido Gonzalo.

—Porque, para darle carrete al Polaco le dije que, tratándose de un asunto de tanta gravedad, tenía que pensármelo. Nunca me había visto yo envuelto en un asunto de tanto porte como éste. Me dio tres días de plazo. Quedé en verme con él mañana por la tarde en la plaza Mayor.

—¿Qué tienes pensado hacer?

—¡Cómo que qué tengo pensado hacer, mi capitán! ¡No ve vuesa merced que estoy contándoselo todo! —respondió Andrés con cierta crispación porque no había interpretado el verdadero sentido de las palabras del capitán. Adoptó una actitud de dignidad ofendida.

Gonzalo puso una mano en el hombro del enojado soldado para que se relajase.

—No te enfades, Andrés. Lo primero es darte las gracias por todo lo que has puesto en mi conocimiento. No sabré cómo pagártelo. Lo que quiero decir es que si piensas acudir a la cita para rechazar la oferta del Polaco o tienes ya pensado ni siquiera aparecer por allí.

—Haré lo que vuesa merced me diga.

El capitán apretó con fuerza, en un gesto de gratitud, la mano que tenía puesta en el hombro de quien había estado a sus órdenes en los difíciles tiempos de Flandes y Portugal.

—¡Vas a perder los sesenta ducados, con lo mala que está la vida!

—Ya saldrá algo…

—Bien, en ese caso acudirás a la plaza Mayor y le dirás al Polaco que aceptas el encargo, pero que quieres cien ducados.

—¡Mi capitán!

—Me has dicho que harás lo que te diga, ¿no es cierto?

—Cierto, mi capitán.

—Entonces escúchame con atención. Le pedirás cien ducados para que crea que has madurado el asunto y que los peligros son tan grandes y el riesgo tanto, que quieres más dinero; regatea hasta conseguir lo más posible. Además, le pedirás la mitad por adelantado. Todo ello dará crédito a tu participación. Luego trata de obtener toda la información posible. No deben vernos juntos, pero me tendrás puntualmente informado. Mi criado vendrá aquí todos los días dos veces a partir de mañana. Infórmalo de todo con discreción. Por el mismo conducto yo te daré instrucciones. Sólo por razones muy especiales, cosa que dejo a tu criterio, utilizarás otra forma de comunicarnos. Puedes valerte de los servicios de un mendigo ciego, que pide limosna en la plaza de la Cebada y es persona de fiar.

El capitán ya se marchaba, cuando se volvió.

—No te lo he preguntado, Andrés, pero todo esto supone que te vas a jugar algo más que un puñado de ducados. Lo que te juegas es la vida. ¿Estás dispuesto a ello?

—Como en los viejos tiempos, mi capitán.