12

Con las noticias que le llegaban de Madrid, don Juan José de Austria decidió poner fin a las dilaciones que había practicado para retrasar su embarco hacia Flandes. La tensión política que se vivía en la corte no paraba de crecer. Los sucesos de Atocha, que echaron por tierra los planes de la reina y de la Junta de Gobierno, fueron convenientemente atizados por los partidarios de su alteza para crear la mayor confusión posible. Incluso a varios delitos comunes en los que corrió la sangre y que eran fruto de las fechorías de ladrones y criminales, se les dio un tinte político que no tenían. Fue muy comentado el atentado que sufrió el Condestable de Castilla, don Tomás Enríquez de Cabrera, hombre iracundo y pendenciero, que se había aliado con el valido por causa de su enemistad con don Juan. Una noche, cuando volvía de solazarse con una mujer casada, fue alcanzado por un arcabuzazo que le hirió en una pierna. El intento de asesinato frustrado lo llevaron a cabo unos individuos que habían sido contratados por el marido burlado. Aquel asunto de cuernos se convirtió en un conflicto político porque se le dio el carácter de atentado contra uno de los más declarados enemigos de don Juan en la corte.

Aquel estado de cosas creaba una alarma que repercutía negativamente en un gobierno que se mostraba incapaz de controlar la situación. Los pasquines salidos de las prensas que controlaban la facción de don Juan seguían inundando Madrid de comentarios contrarios al valido y a la Junta de Gobierno. En algunos casos extremos, se arremetía también contra de doña Mariana.

Patiño aconsejó a don Juan que, ante aquella situación, era conveniente poner fin a la farsa que estaba representando en La Coruña. Su alteza, sin realizar mayores consultas, tomó una decisión rápida: escribir una carta a la reina en la que ponía de manifiesto tener graves inconvenientes para hacerse a la mar por causa de su estado de salud. Un correo urgente llevó aquel pliego hasta el Alcázar Real de Madrid.

La mañana en que doña Mariana abrió aquella misiva estaba de un excelente humor. Como cada jornada, después de oír misa y desayunar, trataba con Nithard los asuntos del día y daba lectura a la correspondencia.

Cuando comprobó que entre ellas había una de don Juan, torció el gesto.

—¿Qué le ocurrirá ahora a su alteza? —comentó al ver su correo—. Esperemos que, por fin, nos den noticias de su embarque —murmuró mientras rompía los sellos de lacre.

El texto de la carta, que leía en voz alta, hizo que, desde sus primeras líneas, se le contrajese el semblante.

Señora:

Hasta la hora en que empiezo este despacho he estado batallando con los accidentes de mi salud por el gran deseo de obedecer a Vuestra Majestad en mi pasaje a Flandes, suponiendo, como es mi obligación, que hacía servicio al Rey Nuestro Señor y a Vuestra Majestad en ejecutarle. Pero ya llegan a ser de calidad que no he podido dejar de rendirme a ellos. Habrá algunos meses, y en particular desde que me detengo en las humedades de la Marina, que se me ha ido aumentando en tanto grado la destilación de las humedades que años ha padezco de la cabeza al pecho, que llega, según las protestas del médico y mi propio conocimiento, a tener señales de manifiesto peligro de la vida, especialmente en los Países Bajos, los cuales, sobre todos los de Europa, son contrarios a este achaque por sus calidades fría y húmeda.

Con esta imposibilidad involuntaria y con mayor mortificación de la que sabré encarecer, me postro a los reales pies de Vuestra Majestad a excusarme en esta jornada. Vuestra Majestad compadecerá el estado en que me hallo, pues la vida y la salud no las quiero ni estimo más que para emplearlas en su real servicio. Dios guarde a la Católica Real Persona de Vuestra Majestad como hemos menester.

Don JUAN DE AUSTRIA

Cuando doña Mariana acabó la lectura de la carta, no pudo evitar, en un acceso de cólera, arrugarla entre sus manos y arrojarla con toda la fuerza de su brazo.

—¡Bastardo! ¡Mil veces bastardo! ¡Después de cuatro meses de engaños, nos sale con paparruchas de enfermedades! ¡Primero fue el retrasar, por no sé qué asuntos, su salida de esta corte para dar cumplimiento a nuestras órdenes! ¡Luego la tardanza en el viaje hasta La Coruña, que más pareció paseo que otra cosa! ¡Una vez allí problemas con los bajeles de la flota! ¡A la postre, alegar achaques de salud para desobedecer mis órdenes! —La viuda de Felipe IV se había levantado y caminaba de un extremo a otro del despacho con tanta agitación que sus monjiles tocas aleteaban como agitadas por el viento.

Nithard, que se había puesto de pie al levantarse su protectora, guardaba un discreto silencio, esperando una indicación. Ésta llegó de forma poco habitual.

—¡Por el amor de Dios, Everardo, no os quedéis como un pasmarote! ¡Decid algo!

La alargada y huesuda figura del jesuita se estremeció de forma apenas perceptible. Jamás doña Mariana había utilizado una expresión peyorativa para dirigirse a él. Acostumbrado, por su condición de confesor, a llevar calma a su espíritu le habló con palabras que pretendían infundir tranquilidad.

—Majestad, creo que debéis sosegaros. Esa carta del señor don Juan no nos revela nada que ya no supiéramos. Nunca ha tenido intención de embarcarse hacia Flandes. La única aportación de su carta es que ahora sus excusas no apuntan a un retraso en lo que debería ser el cumplimiento de sus obligaciones, sino que lo rechaza, alegando burdos achaques que afectan a su salud. No debe vuestra majestad irritarse porque, en todo caso, ha puesto al descubierto sus verdaderas intenciones, lo cual nos procura mejores posibilidades de actuación.

—¿A qué os estáis refiriendo? —preguntó doña Mariana interesada.

Nithard aprovechó un instante para recoger del suelo la bola de papel en que había quedado convertida la carta de don Juan y alisarla con sus manos lo mejor que pudo.

—Veréis majestad, en mi humilde opinión creo que ha llegado el momento de aceptar la renuncia a la que alude en su carta y ordenarle que se retire a su priorato de San Juan, a Consuegra, hasta tanto se le den instrucciones. Aquél es un buen sitio para sanar de sus achaques, tiene clima seco, está alejado del mar y es tranquilo, muy tranquilo.

—¿Y si desobedece mis órdenes?

—En ese caso se situaría en una posición muy delicada. Podría ser considerado rebelde.

—¡Don Juan es un alma del diablo, Everardo! ¡Buscará alguna estratagema!, ¡intentará cualquier cosa!

—Lo tiene difícil, majestad. No le estáis ordenando que se haga cargo de ninguna misión, ni le destináis a ningún puesto. Simplemente se le dice que se retire al lugar que le corresponde, que no es otro que la sede de su priorato.

—Tal vez tengáis razón —la reina, todavía afectada, parecía meditar sobre la propuesta de su valido.

—Si vuestra majestad decide actuar en este sentido —continuó Nithard—, tenemos dos ventajas añadidas. La primera, que Consuegra no es un lugar tan próximo a la corte como para que signifique una amenaza inminente. Cuando menos se necesita una jornada de camino para salvar la distancia que separa Madrid de dicho lugar. La segunda, que siendo lugar pequeño podremos tenerle fácilmente controlado.

Este último argumento disipó las últimas dudas de doña Mariana.

—Hágase así. Inmediatamente, no perdamos un instante.

—Creo, majestad, que sería conveniente que fuese la Junta de Gobierno la que ordenase a don Juan su confinamiento en Consuegra. En este asunto todas las cartas —levantó el arrugado pliego que tenía en la mano— están a nuestro favor. Será bueno que sus miembros sean partícipes de esta decisión. ¡Esto es tan burdo! —nuevamente levantó el papel.

Tal y como Nithard había previsto, cuando la Junta de Gobierno tuvo conocimiento de aquella carta la indignación se apoderó de todos sus miembros. Un texto como aquél, además de lo que suponía de desobediencia, era una burla intolerable. Hubo unanimidad de pareceres a la hora de aceptar la renuncia al nombramiento, que don Juan implícitamente planteaba en su escrito. Ni siquiera aquellos que, en otras ocasiones, habían salido en defensa de ciertas actitudes de su alteza se opusieron. A todos les pareció adecuado que se le ordenase el retiro a Consuegra.

Muy dura fue la intervención del marqués de Aytona, quien no se limitó a señalar el mal comportamiento de su alteza en lo relativo al gobierno de los Países Bajos.

—No albergo dudas —decía el marqués— de que en estos momentos la mayor amenaza para esta monarquía no proviene de los enemigos que tenemos más allá de nuestras fronteras. No se encuentra en las agresiones que Luis XIV de Francia lleva a cabo contra nuestros intereses y territorios. Tampoco lo son hoy las Provincias Unidas a las que nos ligan, aunque haga sólo unos años esto pareciese imposible, intereses comunes ante la amenaza que para los holandeses suponen las aspiraciones del rey de Francia de convertir el Rin en la frontera natural de aquel país, como ya lo son los Pirineos. Tampoco los herejes luteranos y calvinistas suponen hoy el peligro de otros tiempos, en cuya fracasada extirpación hubimos de gastar ríos de sangre y de oro. Ni siquiera la amenaza que para nuestro comercio y nuestro imperio allende los mares suponen los ataques de ingleses y holandeses, son nada comparable al peligro que en este momento nos amenaza.

—¿Adónde pretende llegar Aytona con esta intervención? —preguntó, inquieto, en voz baja, don Cristóbal Crespí de Valldaura al arzobispo de Toledo, que estaba sentado a su derecha. Éste, por toda respuesta, se encogió de hombros.

—A ninguno de los presentes —continuó Aytona— le es ajena la agitación, la tensión e incluso el miedo que vivimos. Todos sabemos quién está detrás de esa agitación, quién da las instrucciones a una banda de secuaces que controla mesones y posadas, rincones y plazuelas; un control que llega hasta el punto de que su opinión es la que prevalece en las gradas de San Felipe donde son denostados y vilipendiados, hasta extremos nunca vistos, todos los miembros de esta Junta —algunos de los presentes se removieron incómodos en sus sillones—. No se inquieten vuesas mercedes porque esté diciendo en voz alta lo que todos saben. Esos intolerables insultos van dirigidos de forma particular contra el padre Everardo, dado el singular papel que desempeña en el gobierno de su majestad. ¿Saben vuesas mercedes por qué? —Aytona dejó que transcurriesen unos segundos antes de continuar—. Porque quien los promueve aspira cuando menos a ejercer las funciones que hoy tiene encomendadas el padre Everardo.

Las últimas palabras del marqués levantaron un murmullo. Cuando el silencio volvió a la sala donde estaba reunido el máximo órgano de gobierno de la monarquía hasta que Carlos II alcanzase la mayoría de edad, el orador retomó la palabra:

—Quien está detrás de tanta agitación como se percibe en calles y plazas, quien da las instrucciones precisas para que no haya rincón de Madrid al que no llegue un papel atacando al gobierno, quien desea a toda costa la exoneración del padre Everardo es persona de sobra conocida por vuesas mercedes. Es la mano de su alteza don Juan José de Austria…

Aquel nombre fue acogido con un murmullo mucho más intenso que el anterior. Doña Mariana de Austria, cuyo rostro era inescrutable y escuchaba impertérrita las palabras de su mayordomo mayor, solicitó silencio invitándole a seguir.

—Continuad y concluid, Aytona.

—Es su mano la que está detrás de tanta agitación. Es su mano la que está detrás de tanto papel injurioso y de tanto pliego insultante. Es su mano la que está detrás de los varios intentos, hasta ahora gracias a Dios fracasados, de acabar con la vida del padre Everardo.

Aquella afirmación hecha en presencia de la propia doña Mariana y en el seno de la Junta de Gobierno desató la tormenta. Ahora las palabras de los presentes no eran murmullos. Cada uno de los que allí tenían asiento pretendía, sin atender a ninguna otra consideración, tomar la palabra.

Con mayores dificultades que en la anterior ocasión la reina logró imponer el silencio. En los rostros de sus consejeros estaban reflejadas las emociones a que habían dado lugar las palabras del marqués. El rostro de Nithard había perdido el color y su mirada tenía un velo de tristeza. Inmóvil en su sillón, guardaba un silencio absoluto. Parecía rumiar las afirmaciones de Aytona, no por conocidas de todos, menos tremendas por el lugar donde las había pronunciado.

—¿Habéis terminado? —preguntó doña Mariana al marqués.

—Concluyo acogiéndome a la benevolencia de vuestra majestad. Es su alteza el mayor peligro que en estos momentos amenaza a la monarquía. Y digo esto porque su pretensión no es otra sino la de ocupar el trono —al oír aquello se levantó un murmullo entre los asistentes— como están difundiendo algunos de sus parciales, quienes se basan en un horóscopo que le hizo un astrólogo cuando estaba en Flandes. En el mismo se afirma que su destino es una corona. Don Juan, que cree tal afirmación, entre otras razones porque conviene a sus intereses y colma sus ambiciones, tratará por todos los medios a su alcance de hacer realidad semejante locura.

Aytona acababa de remachar el discurso contra don Juan José de Austria.

Tras un breve silencio que dejaba claro que, efectivamente, Aytona había concluido, la reina preguntó:

—¿Alguien desea tomar la palabra?

—Si vuestra majestad me lo permite… —era Crespí quien solicitaba la venia.

—Os escuchamos, don Cristóbal.

—Las palabras proferidas por Aytona son graves. Contienen una acusación sin paliativos sobre persona de singular relieve. Me veo, señor marqués, en la obligación de preguntaros, ¿qué pruebas tenéis para realizar tan grave alegato contra el señor don Juan? Algo he oído yo de ese horóscopo, pero no creo que asuntos como los pronósticos, que tienen desde luego muchos seguidores, deban ser causa y razón de acusaciones tan fuertes. Insisto, son necesarias pruebas irrefutables, ¿las tenéis?

El representante del consejo de Aragón en aquella Junta se retrepó en su sillón juntando las manos sobre su voluminoso vientre, en actitud de escuchar la respuesta a la pregunta que había hecho.

Aytona, molesto por la pregunta, ni siquiera solicitó permiso para tomar la palabra.

—¿Pruebas decís, señor Crespí de Valldaura? ¿Pruebas de la tensión que se vive en esta corte, donde todos nos sentimos amenazados en nuestras propias vidas? ¿Pruebas de la agitación que se percibe en calles y plazas, donde si no ha estallado un motín callejero es porque el señor don Juan ha decidido no promoverlo aún? ¿Qué más pruebas queréis que los propios papeles que llenan Madrid donde se insulta al gobierno y se ensalza la figura de don Juan? ¿Más pruebas queréis sobre las intenciones de don Juan que la propia confesión de sus criminales planes por boca de sus propios sicarios? ¿Qué fue si no la confesión de Saint-Aunais en trance de muerte? ¿Qué fueron si no las pruebas fehacientes que llegaron a manos del señor presidente de Castilla la misma víspera de la fecha prevista por Malladas para asesinar al padre Everardo, por lo que hubo de actuar de la forma en que lo hizo para evitar que se cometiese tan execrable crimen? —aquella afirmación hizo que don Cristóbal abriese desmesuradamente sus ojillos, tras las redondas lentes que gastaba—. ¿Qué más pruebas queréis, señor mío, que la evidencia misma de los hechos? —Tras aquella interrogante que ponía fin a las que había encadenado en su respuesta, Aytona abrió las manos en un gesto con el que pretendía dar mayor afirmación a sus palabras.

—Si vuestra majestad me lo permite… —inquirió Crespí.

—Sí, don Cristóbal.

—¿Podría el señor marqués indicarnos a los miembros de la Junta cuáles son esas pruebas fehacientes a las que se ha referido y que llevaron a actuar al señor presidente de Castilla a hacerlo de la forma en que lo hizo en el caso de Malladas?

Ante aquella pregunta Aytona vaciló. Ahora se arrepentía de haber llegado tan lejos en la encendida defensa de sus posiciones. Pero ya era demasiado tarde para volverse atrás.

—A manos del señor presidente de Castilla llegó una carta que contenía las instrucciones precisas, con pormenorizados detalles, para asesinar al padre Everardo.

Al oír aquello un murmullo se levantó entre los presentes.

—¡Esta Junta no ha tenido conocimiento de esa carta, pese al escándalo que el garrote de Malladas ha provocado! —Crespí estaba profundamente alterado.

—Sosegaos, don Cristóbal, no es conveniente que os alteréis de ese modo —doña Mariana trataba de evitar el conflicto provocado por la actuación de Aytona—. Daré órdenes precisas para que tengáis conocimiento de ese papel. Si al mismo no se le ha dado difusión fue para evitar males mayores de los que ya se habían producido.

—Ruego a vuestra majestad excuse el tono de mis palabras, producto de la excitación del momento en que nos encontramos.

La reina asintió con un leve movimiento, e indicó a Nithard que diese órdenes para que, sin pérdida de tiempo, se trajese el papel en cuestión.

Con mayor celeridad de la habitual llegó el testimonio que todos aguardaban. Lo trajo el propio don Diego Sarmiento de Valladares, presidente del consejo de Castilla. Fue invitado a tomar asiento y a que él mismo procediese a la lectura. Don Diego se caló unas antiparras, que le colgaban del pecho, en su ganchuda nariz, y componiendo la voz, leyó lo siguiente:

Fracasado el anterior intento, tomaréis las disposiciones convenientes, con gentes de toda confianza para que no vuelva a suceder lo acaecido con Saint-Aunais, a fin de ejecutar de nuevo la acción que tenéis encomendada. Tomad las disposiciones que creáis convenientes para que en este caso no escape con vida. Todo se ha dispuesto para que la tarde del día seis, que por ser jueves, habrá de salir de la sede de la Suprema donde tiene la reunión semanal, acabéis con la vida del confesor en el zaguán de dicho palacio. No os preocupéis de la escolta, cuya neutralización corre de nuestra cuenta. Vos, haced vuestro trabajo.

Tenéis doscientos ducados en buena moneda de oro para las urgencias que se os presenten y las instrucciones que habéis de seguir en Zaragoza, después de realizado el trabajo.

En el reverso del papel, en la parte destinada a poner la dirección, se podía leer:

A la atención de don José de Malladas Azofrín.

Terminada la lectura, don Diego se quitó las antiparras y dirigió su mirada hacia doña Mariana, esperando instrucciones. Sin embargo, la voz que escuchó fue la de don Cristóbal Crespí.

—Coincidiréis conmigo, don Diego, en que ésa es una carta un tanto extraña.

—Ciertamente, señor, no es habitual una carta donde se dan instrucciones para asesinar y menos si el objetivo del crimen es una personalidad de tanta relevancia como es el caso que nos ocupa.

—No iban mis apreciaciones en esa dirección. Sino en lo extraño que resulta que tales asuntos, sin duda extraordinarios, se traten de la forma en que se contienen en ese texto, que resulta demasiado comprometedor.

—En efecto se trata de un texto comprometedor. Pero se comprobaron los extremos que podían confirmar la veracidad del mismo —respondió don Diego.

—¿Sería mucha molestia para su ilustrísima —Crespí le dio aquel tratamiento en consideración a su dignidad de obispo— que nos explicase las circunstancias en que ese curioso papel llegó a sus manos y cómo fue la comprobación de la veracidad de los extremos que nos ha señalado?

El presidente de Castilla miró a Nithard, pidiéndole con los ojos autorización para responder a aquella pregunta. El valido asintió con un leve movimiento.

—Con sumo gusto contestaré a vuestra pregunta. La carta que acabo de leer a vuesas mercedes me fue entregada la misma noche, pocas horas antes, en que se llevó a cabo la detención de Malladas, a quien habíamos puesto bajo discreta vigilancia, después de las acusaciones que el marqués de Saint-Aunais había vertido contra él. En realidad el conocimiento del contenido de dicho papel fue el detonante de su detención. Ignoro quién me la hizo llegar, pero no ofrece la menor duda, como han podido comprobar todos los presentes, de que en ella se contienen las instrucciones para cometer el vil asesinato planeado contra el señor inquisidor general. He de suponer que fue alguno de los mismos que estaban encartados en aquellos turbios manejos y que habría logrado hacerse con ella. Tal vez su conciencia le dictaba que había de apartarse de aquel diabólico plan y la forma de reparar el daño causado era actuar de la forma que lo hizo.

—¡Todo ello no son más que suposiciones!, ¡fantasías! —exclamó un descompuesto Crespí.

La reina le lanzó una mirada furiosa:

—¡Don Cristóbal, vuesa merced habrá de refrenar la lengua o me veré obligada a tomar alguna disposición que no deseo!

—Pido mil perdones a vuestra majestad, pero es que…

—¡No hay peros que valgan, Crespí! ¡Contened la lengua mientras don Diego contesta a vuestras preguntas! ¡Tened la bondad de continuar, don Diego, y excusad a don Cristóbal que, por alguna razón que ignoramos, se encuentra hoy un tanto desasosegado!

—Gracias, majestad —en los ojos de don Diego brillaba la gratitud ante el respaldo que la reina acababa de proporcionarle—. Como iba diciendo, la mencionada carta llegó a mi poder por un procedimiento tal, que ignoro quién fue la persona que lo hizo. Acerca de quién sea ni siquiera puedo hacer cábalas o suposiciones, sólo tengo la carta remitida, cuya caligrafía más bien parece dibujada, pueden vuesas mercedes comprobar lo que digo, lo que me induce a pensar que ha sido escrita por persona poco hábil en este menester. Una vez estudiado su contenido, y dados los antecedentes conocidos de todos los presentes, decidí que lo más conveniente era dar las instrucciones necesarias para detener a Malladas y someterle a un interrogatorio. La detención del susodicho Malladas no resultó complicada dada la vigilancia a que le teníamos sometido. Fue apresado cuando, tras haberse solazado, deambulando por el paseo de los Recoletos y del Prado, caminaba hacia su casa, que se encuentra en el postiguillo de San Martín. Dicha misión fue cumplida por el alcalde don Pedro de Salcedo, el mismo que le prendió en la ocasión anterior, quien le condujo a la cárcel de corte, donde se le practicó un registro.

Don Diego Sarmiento de Valladares interrumpió un instante su explicación, quería gozar de aquel momento en que iba a dar el golpe definitivo a los que dudaban de la implicación de Malladas en un plan para asesinar al padre confesor, e incluso de la existencia misma del plan. Fue un instante que trató de prolongar todo lo que pudo.

—De resultas del mismo se le encontró una bolsa de buen tafilete que contenía doscientos ducados en moneda de oro y un papel con las instrucciones que debía seguir en Zaragoza —el presidente del Consejo de Castilla quiso gozar de aquel momento que era el de su triunfo, paseó su mirada en la que brillaba cierto aire de desafío sobre los presentes, sonrió a doña Mariana y a su protector y la posó sobre Crespí, quien, vencido, inclinó la cabeza.

—Con aquellas pruebas dimos por buena la denuncia y decidimos actuar en consecuencia —remató don Diego.

La reina, Nithard, Aytona y el presidente del consejo de Castilla apenas podían contener la euforia que se reflejaba en sus semblantes. A Crespí aún le quedaron fuerzas para murmurar una excusa y señalar que, pese a las evidencias, manifestaba su rechazo contra una actuación en la que faltó el procedimiento, el juicio y la sentencia. Pero para el representante del consejo de Aragón en la Junta de Gobierno, estaba claro que había perdido aquella partida. Buscando, más que nada una salida, preguntó:

—Por lo que ha dicho Aytona ese horóscopo que hicieron a don Juan cuando estuvo en Flandes parece señalar aspectos, cuando menos curiosos, de su futuro. ¿Qué es lo que sabéis acerca de ello?

Antes de que el marqués respondiese, Nithard tomó la palabra.

—Han de saber vuesas mercedes que esos asuntos en los que se dan la mano la superchería y ciertas prácticas brujeriles son contrarias a la doctrina de la Santa Madre Iglesia. Las artes adivinatorias están explícitamente condenadas por los sagrados cánones y, en ningún caso deben ser planteadas como un asunto a tener en cuenta por cristianos cumplidores de sus deberes. Mucho más aun cuando se trata de asuntos de tanta importancia y gravedad como son los que ocupan el trabajo de esta Junta de Gobierno.

—Sin embargo, vuestra ilustrísima —respondió Crespí— coincidirá conmigo en que este asunto de las ambiciones de don Juan es de suma importancia para los intereses de la monarquía.

—En efecto —replicó Nithard—, siempre y cuando no se mezclen en ellos cuestiones relacionadas con prácticas condenadas por la Santa Madre Iglesia.

Mientras debatían Crespí y el valido, Aytona, cuya intervención era la que había llevado la disputa por aquellos derroteros, se removía cada vez más incómodo en su asiento.

—Me he referido —Crespí no cejaba— al asunto del horóscopo por tratarse de un argumento que utilizan los parciales de don Juan y porque su efecto entre la plebe, cuya credulidad en estas materias no necesita de comentarios, es muy grande.

—Insisto en que tales planteamientos no tienen cabida en un lugar como éste —la voz de Nithard sonó agria, alterada.

—Y yo insisto en la importancia que tiene. Otra cosa es que nos neguemos a ver la realidad —también el tono de Crespí se había endurecido.

Iba a intervenir la reina cuando Aytona explotó.

—¡Se dice en ese horóscopo, aunque tal aseveración no es todavía del dominio público y no ha trascendido más allá de círculos reducidos, que don Juan es el verdadero hijo de la difunta reina doña Isabel! ¡Y que fue cambiado por el hijo de la Calderona a quien todos consideraron el príncipe de Asturias, con el nombre de Baltasar Carlos!

Aquellas afirmaciones fueron un trallazo. Se hizo un silencio total, absoluto. Doña Mariana, cuyo rostro estaba lívido, clavó su mirada en Aytona.

—¿Queréis explicarnos eso que acabáis de decir?

—Majestad yo… yo os pido disculpas —el marqués apenas balbuceaba.

—¡Aytona, quiero una explicación acerca de lo que acabáis de afirmar! ¡Y la quiero ahora!

—Veréis, majestad —Aytona trataba de recomponerse—, en ese horóscopo que encargó don Juan a un famoso astrólogo llamado Cornelius para que le adivinase el futuro, también se contienen alusiones a su pasado en las que se afirma lo que acabo de deciros. Según ese papel, don Juan es hijo de vuestro esposo, cuya ánima Dios tenga en su seno, y de vuestra antecesora, la reina doña Isabel, quien dio a luz por los mismos días en que lo hizo la Calderona. Hubo, según el papel mencionado, un cambio de niños.

—¡Eso es una burda patraña! ¡Eso es una vil calumnia para dar satisfacción a las ambiciones desmedidas de un bastardo! —doña Mariana se puso en pie, con lo que todos los presentes se levantaron.

—Majestad —indicó Aytona en tono de excusa—, todos sabemos que se trata de una vileza más de las que don Juan pone en circulación. Pero puedo juraros que así es como está recogido en ese maldito horóscopo que sólo sirve a sus bastardos intereses.

Después de aquella explicación todos los miembros de la Junta permanecieron de pie y en silencio. Sólo se oía el crujir de la seda del vestido de la viuda de Felipe IV que no dejaba de pasear. Así transcurrieron varios minutos hasta que doña Mariana tomó asiento de nuevo e instó a sus consejeros a que hiciesen lo propio.

—¿Alguien ha visto ese horóscopo?

Todas las respuestas fueron negativas.

—¿Cómo es, entonces, que vos sabéis tantos extremos acerca de su contenido? —la pregunta de la reina iba dirigida a Aytona.

—Majestad, lo que yo sé es un rumor que corre por todas las esquinas de Madrid porque los secuaces de don Juan se han dado buena maña para difundirlo a los cuatro vientos.

—Sin embargo —terció Crespí—, no es del dominio público ese… ese asunto del cambio de recién nacidos.

—Así es. Tal cosa, al parecer por expreso deseo de don Juan, ha quedado reducida al conocimiento de muy pocas personas. Sin embargo, no ha podido evitar que trascienda más allá de su círculo más íntimo.

—Bien —afirmó la reina—, no creo que seamos nosotros quienes debamos dar pábulo a tales despropósitos. Vuesas mercedes darán por cerrado todo lo referente a este desgraciado asunto. Es nuestra real voluntad que se dé por concluido y no se vuelva a tratar de él. Igualmente me conformo con el parecer expresado acerca de que se le acepte a don Juan la renuncia al cargo de gobernador de los Países Bajos por graves razones de salud —una sonrisa malévola apareció en sus labios—, de igual modo doy mi conformidad a que se le den instrucciones precisas para que sin dilación alguna regrese a Consuegra, sin pasar en su itinerario a una distancia de esta corte inferior a las veinte leguas. En el mencionado lugar, cabeza del priorato de la orden de San Juan, de la que es titular su alteza, habrá de permanecer sin salir del mismo, bajo ningún concepto, hasta que no dispongamos lo contrario.

Doña Mariana se levantó, sin dar opción a ninguna intervención. La reunión había concluido. Todos los presentes se levantaron respetuosamente y permanecieron en pie y en silencio hasta que su majestad hubo abandonado la sala.