El capitán Santa Cruz vivió varios días subido a una nube. Había acompañado a Elena de Zúñiga en sus idas y venidas a la iglesia de San Miguel. En sus paseos con la dama, Gonzalo se sentía transportado a un mundo diferente en el que olvidaba los problemas a los que había de enfrentarse.
Aquellos paseos que por un deseo compartido, aunque no expresado, se alargaban todo lo posible, dando algún rodeo y aminorando el paso todo lo que les era posible, incluso salpicando el itinerario de detenciones que aumentaban el tiempo que estaban juntos, les habían permitido acercarse el uno al otro. Los dos se sentían enamorados, porque Elena percibía, conforme pasaban los días, que la impresión recibida desde el momento en que había conocido a Gonzalo crecía de forma irrefrenable. Profundizaban en el conocimiento de lo que era la realidad de la vida de cada uno de ellos, sus costumbres o sus aficiones. A cada minuto que pasaban juntos Elena tomaba mayor conciencia de que aquel hombre era diferente a cuantos había conocido.
Le gustaba aquel militar, capitán de infantería de una compañía que había luchado en Flandes y en Portugal bajo las aspadas banderas de la cruz de San Andrés, en una época donde había más pena que gloria. No había vivido aquellos tiempos, que sólo conocía por referencias, en que las unidades de las que había formado parte fueron el terror de los campos de batalla de Europa. Un día Gonzalo le había confesado, con dolor, que había asistido a uno de los momentos más vergonzosos protagonizados por las tropas españolas a lo largo de toda su historia, con motivo de las campañas de Portugal.
Sin embargo, el capitán, por su sensibilidad y por sus modos, más le parecía un cortesano que un soldado. Era un apasionado lector, inclinado sobre todo al teatro, que no sólo disfrutaba en los escenarios de los corrales de comedias, sino con la lectura reposada de aquellas obras, siendo su fértil imaginación quien las representaba en su cabeza. Le había confesado que poseía una biblioteca espléndida, ¡más de quinientos volúmenes! Entre los que podía encontrarse un variado repertorio de comedias, novelas, obras dedicadas al arte de la poliorcética y algunos ensayos filosóficos, recuerdo, más que nada, de su paso por las aulas alcalaínas. Aunque era hombre de acción, cosa que denotaban sus hechuras y ademanes, Elena podía imaginárselo también en una vida de sosiego y tranquilidad en la intimidad de un hogar, siempre que hubiese alicientes que le estimulasen sus aficiones, que no eran pocas según iba descubriendo.
Quizá lo único que no le convencía de su personalidad era el gusto que parecía tener por cuestiones relacionadas con la política. En dos ocasiones a lo largo de aquellos días, llenos de una felicidad hasta entonces desconocida para ella, Gonzalo había sacado la conversación de los graves y delicados asuntos que se vivían. En ambos casos ella había dejado muy claro que ésas eran cuestiones que no gozaban de su interés. El capitán, haciendo gala de extraordinaria prudencia, había decidido no volver a tocar un asunto que parecía irritarla profundamente.
Por su parte, Gonzalo conoció por boca de Elena su dedicación a la pintura con mucho más detalle de lo que, al respecto, le había dicho el maestro Grijalbo. Supo de su deseo de captar la vida en el campo o en la ciudad, en las calles o en las casas, tal y como palpitaba cotidianamente, a través de sus pinceles. No le importaban las grandes historias sacras o profanas que constituían los asuntos de mayor interés para buena parte de los pintores de la época. Supo también que era una mujer dotada de una fina sensibilidad capaz de emocionarse ante un paisaje, ante una puesta de sol o ante un amanecer. Le decía Elena, a la que Gonzalo escuchaba embelesado, que no había un solo día en su aurora o en su crepúsculo que fuese igual a otro y que dicha circunstancia pasaba desapercibida a la mayoría de la gente preocupada o interesada en otros asuntos. Le comentaba que un mismo objeto o una misma vista presentaban una realidad distinta según el tipo de luz que recibiesen; que variaban sus colores y hasta se perfilaban de manera diferente sus formas, que las cosas no eran iguales si les daba el sol o se encontraban a la sombra.
Supo que tenía veintisiete años y que contaba diecinueve cuando él la vio por primera vez. También que, a diferencia de la mayor parte de las mujeres que había conocido, no le importaba decir la edad que tenía, ni estaba obsesionada con una juventud que sabía que no sólo había de medir por el aspecto que ofreciese su cuerpo, sino que era algo que se encontraba enraizado en el espíritu de cada persona.
—No me preocupan las arrugas que le salgan a mi piel, sino las que surjan en mi alma —había afirmado Elena en uno de aquellos paseos en los que habían convertido el recorrido de la iglesia a su casa.
Conoció Gonzalo que también a Elena le gustaba el teatro, al que asistía con menos frecuencia del que era su deseo. Solía ir al corral del Príncipe, aunque en ocasiones concurría a alguna de las funciones que daban en el de la Cruz. Aquélla era una afición de la que se veía privada de un tiempo a esta parte, al igual que todos los madrileños, porque Nithard había ordenado el cierre de los corrales alegando las numerosas ofensas que allí se proferían contra Dios Nuestro Señor. También era lectora asidua, costumbre que había heredado de su padre, de libros escritos tanto en romance como en latín, lengua que no tenía secretos para ella. Prefería, sin embargo, los textos escritos en castellano, aunque leía en latín a Erasmo de Rotterdam, uno de sus autores preferidos —a pesar de que sus obras aparecían recogidas en el temible Índice del Santo Oficio y de que su lectura suponía un riesgo—, junto a don Francisco de Quevedo y Villegas. Era una apasionada de los poetas del siglo anterior, decantándose sus preferencias por Boscán, Gutierre de Cetina y Garcilaso de la Vega. Ella misma las compraba en casa del librero Juan Martín Merinero. A pesar de su poca afición a la política, era lectora de las Noticias Ordinarias del Norte, Italia, España y otras partes, un impreso en cuarto que salía semanalmente con las noticias más importantes de lo acaecido en Europa y que adquiría en casa de Sebastián de Armendáriz, librero de cámara de su majestad. Leía con frecuencia los llamados Avisos que se publicaban en la imprenta y librería de Bizarrón y que, según se decía, se debían a la pluma de un tal Barrionuevo.
Dijo a Gonzalo que se negaba a que el destino de la mujer fuese el claustro o el matrimonio, idea ciertamente extraña y singular. También le comentó que había rechazado ciertas proposiciones matrimoniales, lo que le había granjeado fama de díscola, alguna de ellas incluso contra el parecer de su padre quien, sin embargo, en esta materia, como en otras, jamás le había impuesto su voluntad.
Expresaba sus ideas y sus criterios con una decisión y una contundencia que eran poco habituales, sobre todo tratándose de asuntos a los que las mujeres no tenían acceso. A Gonzalo muchas de aquellas opiniones y aficiones no le produjeron la extrañeza que a otros porque su tía Casilda, sin plantear las cosas en la forma en que lo hacía Elena, era mujer que presentaba gustos y opiniones que tenían aspectos comunes. Tal vez, la mayor diferencia radicase en algo que, en apariencia, no las distinguía. A la vista de las gentes, tanto una como otra eran damas devotas, cumplidoras de sus deberes para con la ley de Dios y de la Iglesia. Sin embargo, mientras que doña Casilda aceptaba ciegamente, cómo sermoneaban y pregonaban quienes ejercían el ministerio sacerdotal, en doña Elena anidaba un espíritu crítico que despedía un tufillo que a buen seguro era objeto de rechazo por parte del padre Anselmo y causa de alguno de los comentarios que éste había deslizado en sus prédicas y sermones. No podía, sin embargo, ni por asomo, hablarse de heterodoxia ni en sus planteamientos ni en su comportamiento. Aquello, en todo caso, formaba parte de lo que el párroco de San Miguel denominaba excentricidades de doña Elena, que era buena cristiana y dama limosnera. Desde luego, el sacerdote no tenía ni la más remota idea de que entre sus lecturas se encontraban el Elogio de la locura y el Enchiridion, porque aquello sí suponía transgresiones mayores a los mandatos de la Santa Madre Iglesia.
Gonzalo descubría a cada paso que Elena era la mujer con la que había soñado durante tantos años: inquieta, seductora, llena de sensibilidad y capaz de compartir algo más que un credo y una casa.
La misma tarde en que don Bernardo Patiño le había pedido que se sentara para contarle algo relacionado con doña Elena de Zúñiga, Gonzalo esperaba a la puerta de la iglesia a que su amada saliese de misa con la preocupación dibujada en su rostro. A la perspicacia de ésta no escapó el aire sombrío que se reflejaba en el semblante del hombre que en pocos días se había adueñado de su corazón. Siguiendo su impulso Elena le preguntó:
—Os veo preocupado, don Gonzalo.
El capitán hizo un gesto que equivalía a una afirmación, pero no abrió la boca.
—¿Os haría bien contarlo?
—¿Y si se tratase de un asunto que no os interesa, como por ejemplo la política?
—Os escucharía, si el contarlo fuera un desahogo para vos —afirmó Elena.
—¿De veras que no os importaría? —insistió el capitán.
—Ya os he dicho que no. ¿Se trata de algo relacionado con lo acaecido en la visita que sus majestades realizaron a la iglesia de Atocha? ¡Se dicen tantas cosas acerca del altercado que allí tuvo lugar!
—¿Qué es lo que se dice? Porque, según mis noticias, el asunto está aclarado.
—Aclarado, en la versión oficial, según la cual todo se debió a un malentendido entre un grupo de nobles y la guardia que había en el cancel de la iglesia. Pero por muchos sitios se dice que se ha desbaratado un nuevo intento de asesinar al inquisidor general.
—¿Nuevo intento, decís? —preguntó interesado Gonzalo.
—Nuevo porque, al parecer, es el cuarto en pocos meses.
Al capitán no dejaba de llamarle la atención el hecho de que Elena no sólo estuviese hablando de un asunto que entraba de lleno en la política, sino que tuviese información que iba más allá de lo que se comentaba en público. Solamente habían corrido rumores de dos intentos de acabar con la vida de Nithard.
—¿El cuarto intento, decís?
—Así es, en caso de que lo de Atocha fuese considerado como tal.
Gonzalo no salía de su asombro. Elena era como una caja de sorpresas, lo cual por otra parte no podía extrañarle porque no hacía tanto tiempo que se conocían como para haber llegado al fondo del corazón y de la cabeza de aquella mujer, si es que ello era posible. Le sorprendía que, después de la actitud que había mantenido cuando él se había referido a cuestiones relacionadas con la política, hablase ahora de ello y que lo hiciese como alguien que tenía información que iba más allá de los rumores. Pensó que la razón estaría en que era lectora del hebdomadario Noticias Ordinarias y de los Avisos, así como de otros papeles de corte parecido. Aunque asuntos como aquél no solían incluirse en dichas publicaciones, lo normal era que los leyese en las hojas volanderas, los pasquines o los pliegos de cordel que circulaban por Madrid defendiendo o atacando las posiciones de los nithardistas y los donjuanistas. En realidad, lo que le llamaba la atención no era el que Elena supiese de política y estuviese informada, sino que en días anteriores hubiese rechazado hablar de aquellos temas, como algo que para ella carecía de interés.
A pesar de los años al lado de don Juan, de sus contactos con una persona como don Bernardo Patiño, quien se movía con suma habilidad por los complicados vericuetos de los enmarañados asuntos de la lucha política, el capitán Santa Cruz no había aprendido gran cosa de los modos con que se procede en situaciones donde los gestos valen más que las palabras; donde una insinuación tiene mayor fuerza que una orden; donde un comentario, en fin, no tiene por objeto manifestar la opinión de quien lo hace, sino provocar la posibilidad de una respuesta. Él era el resultado de una extraña combinación. Por un lado, era un hombre de acción, por eso le había atraído la milicia, y en consecuencia alguien que tiraba por lo derecho, sin muchos rodeos, ni añagazas; se hacía lo que había que hacer y a otra cosa. Por otro, sentía una atracción especial, probablemente recuerdo de su paso por la universidad, ante la perspectiva de una vida sosegada, dedicada al estudio y a los gozos intelectuales, que practicaba siempre que le era posible. Sin embargo, la realidad le había conducido por caminos impensados y en los que en muchas ocasiones se encontraba a disgusto. No entendía los tortuosos vericuetos por los que conducía la acción política y, sin embargo, se encontraba sumergido hasta el cuello en sus turbulentas aguas.
La pregunta fue directa, sin rodeos:
—¿Por qué hoy no tenéis inconveniente en hablar de política, cuando días atrás habéis mostrado vuestro rechazo a tratar asuntos de este tipo?
Elena se detuvo un instante y respondió con otra pregunta:
—¿Por qué me decís eso? —y reanudó el paseo.
—Porque me ha sorprendido vuestra actitud.
—Está bien, ¿qué es lo que queréis saber?
Ahora fue Gonzalo quien se detuvo.
—Todo, quiero saberlo todo. Todo lo que esté relacionado con vos.
—Escuchad con atención lo que voy a contaros. Vos mismo me habéis dicho que me visteis hace ocho años en Bruselas. En efecto, por aquella fecha mi familia vivía en Flandes porque la actividad que ejercía mi padre era la de asentista del ejército. Tenía asignado el suministro tanto de víveres como de pertrechos y bastimentos de guerra. Abastecía a las tropas que mandaba su alteza don Juan José de Austria, por entonces gobernador de aquellos territorios, de galleta, pan de munición, arenques en salazón, cecinas y tasajo, por lo que a víveres se refiere, y de uniformidad, pólvora negra, armas blancas y arcabuces por lo que se refiere a pertrechos militares. Os podría decir, incluso, las cantidades a que se obligaba en cada uno de esos suministros, pero ni ello es importante, ni tampoco lo considero necesario —al capitán le dejaba atónito que recordase aquellos detalles tantos años después. Elena pareció adivinar el pensamiento de Gonzalo—. No os extrañéis de que mis conocimientos acerca de este asunto sean considerables. Habéis de saber que era la persona a quien mi padre había confiado todo lo referente al registro y administración de su negocio.
Después de aquel inciso continuó:
—Por aquel asiento había de poner a disposición de las tropas en los puntos de abastecimiento señalados al efecto suministros cuyo importe, por los cuatro meses en que se tasó cada campaña, y teniendo en cuenta que el contrato se firmó por tres campañas, alcanzaba un monto total de ciento ochenta y cinco mil ducados por la manutención y de doscientos veinticinco mil por los pertrechos de guerra. Recibió a cuenta, al comienzo de la primera campaña, veinte mil ducados. Luego, no se abonaron los pagarés que habrían de pagarse en una fecha fija. Los incumplimientos llevaron a mi padre, que continuó cumpliendo su compromiso de suministros, a solicitar dos empréstitos, fiando de la palabra de su alteza. Llegada la fecha de vencimiento de los empréstitos, tuvo que renovarlos en condiciones mucho peores que las primeras, porque don Juan no había cumplido su compromiso. Un nuevo incumplimiento en los pagos forzó a una segunda renovación de los créditos, pero esta vez los prestamistas, unos banqueros de Amberes, exigieron garantías mayores. Mi padre, contra el parecer de toda la familia, ofreció como prenda la mayor parte de sus propiedades, confiando en una nueva promesa de don Juan, que garantizaba, sin ninguna duda, el pago de todos los atrasos, que ya alcanzaban los doscientos cincuenta mil ducados. Los banqueros aceptaron encantados y comoquiera que don Juan incumplió de nuevo su palabra, llegó la ruina a mi familia. La misma coincidió con la salida de Flandes de don Juan, que fue relevado del gobierno de aquellas provincias. Entonces se produjo algo inaudito, increíble: don Juan se desentendió por completo del asunto y comoquiera que mi padre había confiado en su palabra, la deuda siguió pendiente y la ruina de mi familia consolidada.
»Como consecuencia de todo aquello —continuó Elena— a mi madre, que era una mujer de gran belleza, pese a que había cumplido treinta y siete años y cuyo sufrimiento fue terrible, le dieron unas calenturas que la llevaron al sepulcro. Para completar el cúmulo de desastres que se abatía sobre nosotros, en el viaje de regreso a España, porque ya nada nos retenía en Flandes, mis dos hermanos, de doce y catorce años, murieron víctimas de la disentería. Mi padre, que es un hombre de honor, pensaba que también lo era don Juan, hizo frente a todos sus compromisos, liquidó el negocio y una vez saldado todo, le quedaron unos bienes y unas rentas que nos permiten vivir sin apreturas, pero con unas economías a las que nunca estuvimos acostumbrados. Sus días son amargos por todo lo que hubo de padecer en aquellos tiempos por culpa de otros. En su amargura ha perdido la fe en las personas porque la que había puesto en don Juan, que fue total y absoluta, le condujo a un desastre tal que ha marcado su vida para el resto de sus días. Vive retirado en nuestra casa, cumple con sus deberes de buen cristiano y de vez en cuando, cada vez con menos ilusión y ánimo, acude a visitar a don Luis de Salazar y Castro, abogado de los reales consejos, con ejercicio en el Consejo de Guerra para preguntar si hay alguna esperanza de cobrar lo que se le adeuda. Yo creo —comentó Elena con un brillo de tristeza en sus hermosos ojos— que lo hace más por costumbre que porque crea que pueda conseguir algo.
Tras decir esto se quedó callada unos segundos, luego apostilló:
—¿Os parece razón suficiente para que no desee hablar de ciertos asuntos? Otra cosa muy diferente es que la política pueda o no interesarme. Desde luego, todo aquello que de un modo u otro atañe al futuro de la monarquía despierta mi interés. Pero habéis de saber que no puedo tener confianza alguna en la persona en quien muchos españoles tienen en estos momentos puesta su mirada. La experiencia vivida en mis propias carnes no sólo hace que mire con escepticismo hacia esa dirección, sino que esté convencida de que ese camino nos conducirá irremediablemente a desastres aún mayores que los que nos aquejan. Aunque tal cosa pueda parecer imposible, según están las cosas al presente.
Ahora el silencio fue más largo, Elena de Zúñiga ya había dicho todo lo que tenía que decir. Gonzalo, que había escuchado con atención creciente aquella triste historia, permanecía meditabundo. Lo que acababa de escuchar le era conocido, en parte, porque sobre aquello mismo era de lo que don Bernardo Patiño le había hablado. La versión del secretario de don Juan ofrecía, sin embargo, variantes sustanciales respecto a la que acababa de contarle Elena.
Según le había dicho Patiño, don Guillén de Zúñiga se había quedado con el asiento del suministro del ejército de Flandes, tanto de víveres como de pertrechos. Había cumplido con todas sus obligaciones, no sólo como hombre de negocios sino también porque estaba dispuesto a alentar las ilusiones de don Juan de cara a su prometedora carrera, tras los éxitos de Italia y Cataluña. La relación entre su alteza y el hombre de negocios iba más allá del asiento concertado. Fue don Guillén quien indicó a don Juan que en Amberes había un astrólogo cuya actividad nada tenía que ver con los numerosos embaucadores que se dedicaban a echar cartas, augurar el porvenir y otras sacaliñas para engañar a bobos e incautos. Se trataba de un hombre serio, de reconocido prestigio y que sólo ejercía aquellos conocimientos y poderes en contadas ocasiones, cuando se veía comprometido de forma inevitable. Zúñiga ilusionó a don Juan, quien siempre tuvo especial preocupación con lo que podía depararle el futuro, con que el astrólogo le hiciese un pronóstico.
Un día fueron a la ciudad de Amberes Zúñiga y su alteza, quien hizo el viaje de incógnito. Visitaron al astrólogo, que respondía al nombre de Cornelius, quien tras conocer los datos personales de don Juan y los relativos a su fecha de nacimiento elaboró un documento en el que se señalaba, entre otras cosas, lo siguiente:
La superchería que se le ha hecho en su nacimiento es espantosa e inaudita, haciendo trueque de su persona y quitándole la Corona. La segunda pieza son las asechanzas que se le han puesto para hacerle perecer; pero, el cielo, a pesar de la malicia, tiene cuidado de conservárnosle; y, en fin, el más amable y más humano Príncipe del mundo ha sido desdichado al encontrar entre sus domésticos y súbditos un grande número de traidores, de los cuales debe guardarse todavía por espacio de cinco años; porque en ese tiempo está amenazado de veneno y guárdese de un doméstico suyo. De los elementos no debe temer más que al fuego. El agua no le es fatal, aunque haya tenido en ella muchos peligros. Tendrá mucha contradicción aún por algunos años; vencerá a todos sus enemigos y vendrá a tener en la cabeza la Corona que sus enemigos le han quitado tan injustamente. Podrá vivir hasta la edad de setenta y ocho años…
Efectivamente, Gonzalo sabía de la existencia de aquel pronóstico y la polvareda que el mismo levantó al difundirse la noticia de que a don Juan le esperaba un reino. Aunque el conocimiento de la afirmación de que su persona había sido cambiada en la cuna para desposeerle de lo que le pertenecía, que era la corona, y dársela al príncipe Baltasar Carlos, estaba reducida a un círculo muy pequeño, era tan fuerte que podía, caso de difundirse, provocar una situación comprometida. Lo que ignoraba era que el padre de Elena había tomado parte principal en aquel asunto.
Según Patiño las dificultades materiales que presidieron el gobierno de don Juan en Flandes, en gran medida propiciadas porque sus enemigos en la corte utilizaron su poder y ejercieron toda su influencia para que no se cumpliesen los compromisos económicos que se le habían prometido, hicieron que no se efectuasen los pagos que se debían a Zúñiga, quien por la relación que le unía a don Juan realizó grandes esfuerzos —ésas habían sido las palabras de don Bernardo— para abastecer a nuestras tropas. No hubo presión ni cosa parecida por parte de don Juan. En opinión del secretario, lo que hizo Zúñiga fue una apuesta, una inversión, pensando en lo que podía depararle el futuro al lado de un hombre como su alteza, a quien el mencionado horóscopo colocaba como futuro rey y, aunque no se especificaba claramente a qué reino se refería, no eran necesarias muchas elucubraciones para saber que las mayores posibilidades se encontraban en España. Luego las cosas no corrieron como muchos esperaban. Vino la derrota de las Dunas de Dunquerque, la carencia más absoluta de medios y la ruina del asentista, ante la que don Juan no pudo hacer nada. El desastre se completó al llegar el relevo de su alteza del gobierno de Flandes para que se hiciese cargo de la campaña de Portugal. Los esfuerzos para que se pagasen las cantidades adeudadas, que se aproximaban a los trescientos mil ducados, sin contar los réditos por el retraso, fueron continuos, pero infructuosos. Aquel cúmulo de desgracias había distanciado a los dos amigos de otro tiempo y generado en don Guillén una profunda aversión hacia don Juan, a quien consideraba el culpable de todas sus desdichas.
Ésa había sido la historia que don Bernardo le había contado a Gonzalo, cuyo espíritu había quedado suspendido y taciturno por cuanto le preocupaba que don Juan, a quien había ligado su vida, fuese objeto de la aversión del padre de la mujer que amaba y sospechaba que también de la aversión de ella. Si lo que Patiño le había contado había producido en él gran desasosiego, lo que acababa de escuchar de labios de Elena era aún peor.
—La razón porque me habéis preguntado hace un rato si alguna cosa me inquietaba era precisamente que don Bernardo Patiño, sabedor de la relación que hemos iniciado…
—¿Hay algo de lo que ocurra en Madrid que ese señor —recalcó estas palabras— no sepa? —preguntó Elena con fina ironía, interrumpiendo a Gonzalo.
—Supongo que es persona bien informada por causa de sus obligaciones. Os iba diciendo que don Bernardo me había puesto al corriente de la mala relación existente entre vuestro padre y su alteza por causa del asiento de las tropas de Flandes, pero exonera de la culpa de la ruina de vuestra familia a don Juan.
—¿Creéis que Patiño, hechura de don Juan, iba a deciros otra cosa? ¡No seáis inocente, don Gonzalo! Antes de… de… digamos informaros, ¿os preguntó si sabíais algo al respecto de esa relación?
—En realidad, me preguntó si conocía las causas de la ruina de vuestro padre como consecuencia del asiento de las tropas. ¿Por qué me lo preguntáis?
—Porque de esa forma se cercioraba de lo que sabíais y lo que desconocíais acerca de este asunto y poder así daros la versión que más cuadraba con sus intereses, que pasaban por limpiar la imagen de don Juan ante vos. Patiño es consciente de que, antes o después, habría de producirse la conversación que estamos sosteniendo. Él ha tratado de obtener ventaja, dando primero.
Durante un buen rato, en el que no dejaron de caminar, mantuvieron un mutismo completo. Al fin Gonzalo rompió el silencio:
—¿Estáis segura de que don Juan incumplió su palabra dejando abandonado a su suerte a vuestro padre?
A Elena se le había contraído el rostro con sólo escuchar la pregunta. La respuesta fue contundente:
—¡Completamente segura!
—Conozco a su alteza y…
—¡No, don Gonzalo de Santa Cruz, no conocéis al verdadero don Juan José de Austria! ¡Si le conocierais no estaríais a su lado!
—¡Cómo podéis decir eso, señora mía!
—¡Con el derecho que me da el que por su culpa la desgracia se cebase sobre mi familia! ¡Con ese derecho! ¡Es un malnacido! ¡Es un bastardo y no sólo de sangre, que ello es lo de menos, sino que es un bastardo por sus acciones!
El semblante del capitán también se contrajo.
—¡Aunque estoy perdidamente enamorado de vos, no os consiento que habléis así del hombre a quien debo la vida!
Elena de Zúñiga clavó su mirada en los ojos de Gonzalo.
—¿Os dais cuenta de la causa por la cual no quería hablar con vos de determinados asuntos? Hay cosas que no resulta conveniente remover en determinadas circunstancias.
—¡Pero esto era algo que antes o después habríamos de afrontar en nuestra relación!
—¡Estoy de acuerdo con ello, pero a su debido tiempo! Todavía es demasiado pronto porque puede romper los sueños que vos y reconozco que también yo, estábamos forjando.
Gonzalo no daba crédito a lo que acababa de oír. Elena estaba, aunque fuese de aquella forma, dando una respuesta afirmativa a su amor por ella. El corazón se le iba a salir por la boca. De repente una sombra pasó por su cabeza:
—¿Has dicho estábamos? —por primera vez le habló de tú.
—Eso mismo es lo que he dicho. No sé si seremos capaces de salvar este obstáculo que, sin que ni tú ni yo —también ella se deshizo del distante tratamiento que imponían las normas imperantes, antes de llegar a una intimidad mayor— podamos evitarlo, se interpone en nuestro camino.
En un arrebato Gonzalo exclamó:
—¡Nada en el mundo hay que pueda oponerse al amor que te tengo!
—¿Ni siquiera la lealtad que os liga al hombre a quien debéis la vida?
—¡No creo que sean incompatibles ambos sentimientos! —respondió Gonzalo.
—¡Me temo que sí!
La conversación les había conducido hasta la puerta de casa de Elena, quien a modo de despedida le dijo:
—Lamento profundamente que hoy hayamos hablado de esto —y entró en su casa.
Gonzalo encaminó sus pasos hacia la plaza de la Cebada, marchaba cabizbajo y tenía el rostro sombrío. Estaba hecho un mar de confusiones. ¿Cómo era posible que el destino le jugase una mala pasada como aquélla? En su cabeza sonaron con precisión y nitidez unas palabras que Patiño le había dicho hacía pocas horas: «Creo que en la profunda fosa que se abrió en las relaciones de su alteza con Zúñiga hubo algo más para que su enfrentamiento llegase a los extremos que alcanzó. Pero eso es algo que sólo sospecho y cuyo secreto es una clave que no poseo».
Cruzó por delante de una casa en cuya pared se abría una pequeña hornacina que albergaba la imagen de una Virgen, a la que alumbraba la llama de un candilillo de barro. Aunque no era muy dado a aquel tipo de prácticas, el capitán Santa Cruz elevó una plegaria mental, solicitando ayuda para superar el trance en que se encontraba.