Las reuniones que Gonzalo había mantenido con los demás miembros de la grandeza no dieron mejores resultados que las anteriores. No encontró respuesta en el duque de Alba, más preocupado por satisfacer los caprichos de su segunda esposa, una mujer mucho más joven que él y que le tenía sorbido el seso. Peor aún fueron las cosas con el duque de Arcos, un Ponce de León, que vivía a caballo entre la corte y Sevilla, a cuyo padre don Juan conoció como virrey de Nápoles, donde había dejado mal recuerdo como gobernante y memoria de ser hombre de escasa palabra. El hijo no iba a la saga del padre en lo tocante a faltar a los compromisos que contraía. Sólo parecía interesarse por el juego de naipes y por frecuentar los más bajos tugurios en los que entretenía sus ocios.
Tuvo muchas dificultades para entrevistarse con el duque de Medinaceli, a quien se encomendó por aquellas fechas el atender al embajador extraordinario que había enviado el zar de todas las Rusias, Alejo Miguel. Este embajador se llamaba Pedro Ivanóvich Potemkin, un estrafalario personaje, cuya presencia en Madrid nunca estuvo muy clara. Medinaceli se empeñó en deslumbrar al ruso haciendo todo tipo de alardes, lo que le llevó a gastar sumas ingentes. Apenas concedió a don Gonzalo unos minutos de cortesía, en los que se limitó a indicarle que para cualquier asunto se pusiese en contacto con el capitán Benito de Duo. No pareció a don Gonzalo adecuado insistir en su misión con el opulento noble andaluz.
Con el duque de Pastrana no pudo reunirse, pese a que realizó varios intentos, porque poco antes de su llegada había sido desterrado. Gonzalo viajó en tres ocasiones hasta la villa de Pastrana, lugar donde se había instalado el duque, pero no logró verlo. Descorazonado por aquella falta de interés, desistió de la posibilidad de esta reunión.
La excepción a esta larga cadena de fracasos, que ponía de relieve el grado de relajación a que había llegado la grandeza del reino, estuvo en la entrevista que mantuvo con el duque del Infantado. Fue el único que, compartiendo con don Gonzalo la preocupación por lo difícil del momento y la escandalosa situación a la que se había llegado, mostró su disposición a colaborar para poner fin a aquel estado de cosas. Lo único que exigió fue, llegado el caso, conocer hasta los últimos detalles de la operación que don Juan estuviese planeando llevar a cabo.
—Comprenderá vuesa merced que en un asunto tan complicado y de tanto riesgo haya de estar informado de todo lo que se tenga pensado ejecutar. Decid a su alteza que en este empeño estoy dispuesto a jugarme la hacienda y la vida si preciso fuere.
Aquel estilo, aquella decisión, era la que Gonzalo de Santa Cruz había creído que encontraría en sus visitas. Para su desgracia era sólo una excepción, en aquella corte donde se estaba más pendiente del medro que un cargo podía proporcionar o de la vida fácil permitida por las fabulosas rentas que los patrimonios de la grandeza rendían a sus propietarios. Pudo comprobar que habían quedado muy atrás los tiempos en que el servicio del rey y de la monarquía estaban por encima de todo.
Cuando el capitán se reunió con don Bernardo Patiño para hacerle partícipe del abatimiento que le habían producido sus entrevistas con los grandes; se encontró con que el viejo caballero no se sorprendió. Llegó a confesarle que le habría causado estupor si hubiesen mostrado una disposición diferente.
—Sabía de antemano, mi querido capitán, con lo que os ibais a encontrar. Los presentes tiempos han traído una gran mudanza y, desde luego, los hombres dispuestos a luchar por un ideal, que en ningún caso son muchos, no han de buscarse entre la grandeza. Esa gente, amigo mío, está más pendiente de hacer valer sus prerrogativas que de cumplir con sus obligaciones.
—¡Pero son los grandes del reino!
—Por eso mismo precisamente, don Gonzalo. Por eso mismo.
—¡Voto a Dios que no os entiendo, don Bernardo!
—Son grandes porque estuvieron, salvo contadas excepciones, más pendientes de recibir premios que de realizar trabajos. El tiempo que dedicaban a pregonar sus méritos no lo empleaban en prestar el servicio al que estaban obligados. ¡Así son las cosas en el mundo que rodea a los reyes! Una cosa es ser un cortesano y otra muy diferente persona cumplidora de sus obligaciones y deberes. Digamos, don Gonzalo, que ambas son poco menos que incompatibles.
—¡Válgame el cielo! Esta monarquía está condenada a su perdición —el semblante del capitán reflejaba una profunda tristeza.
—No lo creáis, mi buen amigo. Esa gente nunca ha sido tan imprescindible, y si me apuráis diría que la mayor parte, ni siquiera han sido necesarios. No os apenéis, las mejores páginas de nuestra historia no las han escrito ellos.
—¡Alba, Medinaceli, Leganés, Arcos, Lemos son nombres ilustres!
—Efectivamente, nombres, sólo nombres, por muy ilustres que sean. No han sido ellos quienes durante casi dos siglos configuraron el nervio de nuestros tercios. Ésos bajo cuyas banderas vos habéis luchado y tantos han muerto. Tampoco han sido ellos quienes han conquistado inmensos territorios allende los mares. Ni tampoco quienes han mandado nuestros galeones por las aguas de los siete mares. Ni quienes desde las aulas de Alcalá o de Salamanca han dado lustre al saber. Ahora bien, estaban en el momento preciso, en el sitio adecuado para recibir el premio y el reconocimiento por algo que el esfuerzo ajeno había hecho posible.
Santa Cruz escuchaba cariacontecido los argumentos de don Bernardo.
—No os angustiéis más de lo debido. Esta monarquía no está herida de muerte, ni éste va a ser su final. Sin embargo, habremos de hacer todo lo que esté en nuestra mano para poner fin a un estado de cosas que nos ha llevado a la postración presente. ¿Me habíais comentado —hubo un cambio en el tono de voz de don Bernardo— que fue particularmente desagradable el encuentro con el duque de Sessa?
—Así es. La cosa llegó a tal extremo que hube de abandonar su casa por pies. No tuvo empacho en insultar a su alteza ni en arremeter contra todos los que apoyamos su causa. Tuvimos gruesas palabras y acabó por llamar a gritos a la servidumbre.
—¿Y cómo salisteis del lance?
—Me hice con una espada, la mía estaba componiéndola un armero, y logré encerrar al duque y a los que acudieron a su demanda en la habitación donde nos habíamos reunido. Luego abandoné la casa.
Primero apuntó una sonrisa, luego una sombra de preocupación pasó por el rostro de Patiño. Al cabo de un rato de silencio, el capitán le preguntó:
—¿De repente me parecéis preocupado, don Bernardo?
—Sí que lo estoy, hijo mío.
—¿Cuál es la razón de ello, si puede saberse? ¿Os ha llegado algún mal pensamiento?
—Estad vigilante, don Gonzalo. No me gusta lo que me habéis contado de Sessa. Es un mal bicho y tratará de vengar la afrenta que le habéis infligido. Tened mucho cuidado, no parará hasta haceros todo el daño que pueda.
—Guardad cuidado, sé bien cómo defenderme.
—No bajéis la guardia, capitán. Tratará de sorprenderos cuando menos lo esperéis.
—Os agradezco el interés y tendré presente vuestro consejo.
—Hablando de otra cosa —la voz de Patiño cobró una entonación más ligera, menos solemne a la par que cierta picardía brillaba en sus ojos—, ha llegado a mis oídos que estos últimos días acudís a la misa de San Miguel, tanto por la mañana, como por la tarde. No sabía que fueseis tan devoto cumplidor con la Santa Madre Iglesia.
El capitán frunció el ceño.
—Supongo que quien os ha informado de ello, os habrá dado mayores detalles.
—En efecto. Creo que vuestra devoción tiene nombre y apellidos. ¿Doña Elena de Zúñiga?
—Por lo que veo, no necesitáis que os cuente nada.
—No lo creáis, don Gonzalo, no lo creáis. La información de primera mano es mucho más sustanciosa que la que se pueda recibir por otra vía.
—En ese caso, ¿qué es lo que os interesa saber? —Había un fondo de elegante ironía en las palabras del capitán.
—Lo que vos gustéis decirme.
—Acudo allí, como ya sabéis, para ver a doña Elena de Zúñiga. Os lo diré sin rodeos, amo a esa mujer. La historia es más larga de lo que os podéis figurar.
—¿Acaso la conocíais de antes?
—La vi en Bruselas hace muchos años. No sabía quién era, ni podía sospechar que viviese aquí. El azar quiso que la viese al día siguiente de mi llegada a Madrid, cuando bajaba por la Cava de San Miguel. Resulta que vive muy cerca de mi casa.
—¿Sabéis quién es su padre?
—No le conozco, pero sé que es don Guillén de Zúñiga. Cuando vi a Elena en Bruselas estaba en dicha ciudad por asuntos de negocios. Por aquel entonces era asentista de nuestras tropas. Los negocios, según me han dicho, le fueron mal y se arruinó. Eso es algo que me importa poco, no ando buscando una dote.
—¿Os han contado por qué le fueron mal los negocios?
—No, nada me han dicho de ello. Pero ya os he dicho que eso es algo que no me interesa.
—No lo creáis así —afirmó don Bernardo.
Aquellas palabras intrigaron al capitán.
—¿Que no lo crea así, decís?
—Creo, don Gonzalo, que es algo que debierais saber —el tono de la voz de Patiño había cambiado nuevamente, lo cual produjo cierta alarma en el capitán.
—¿Qué es ello, don Bernardo?
—Sentaos, don Gonzalo, sentaos. Lo que he de contaros requiere algún tiempo.
La primera de las visitas de sus majestades, la que habían de realizar al convento de los dominicos de Atocha, se preparó con premura, pero con todo cuidado. El corregidor de Madrid, don Francisco de Herrera, había ordenado que se echasen pregones entre los vecinos de la calle Platería, puerta de Guadalajara, calle Nueva, plaza Mayor, plaza de Santa Cruz, plaza de Antón Marín y las calles de Atocha Alta y Baja para que, antes de la tarde de aquel día, tuviesen barrida y regada la parte de calle que correspondiese a sus viviendas, así como que pusiesen colgaduras y reposteros en balcones y ventanas. También dispuso que se tapasen las entradas y las bocacalles del recorrido que conducía desde el Alcázar hasta el convento de Atocha con tapices de la Villa, retratos de las reales personas y tablados, donde titiriteros, saltimbanquis y juglares realizasen números, bailasen, hiciesen sus acrobacias o recitasen romances.
En algunos lugares de la carrera que habían de seguir sus majestades, se habían instalado una especie de orquestas de timbales, guitarras, trompetas, violines y chirimías que producían más que nada agudos sonidos que sobresalían por encima del ruido formado por la multitud de gente apiñada a lo largo del trayecto por donde había de circular la carroza de las reales personas.
A las tres de la tarde, que era la hora fijada, el cortejo inició su salida desde el Alcázar. Abrían la marcha dos oficiales de las reales guardias, española y valona, seguido cada uno de ellos por media docena de soldados. A continuación un numeroso grupo de caballeros, los capitanes de las mencionadas guardias y tras ellos una veintena de hombres. Aquella tropa daba paso a las carrozas, donde se acomodaban la mayor parte de los nobles que tenían funciones en la corte. Después iban dos carrozas de charol encerado, tiradas por caballos blancos, la primera era de respeto, en la segunda iban sus majestades. Rodeando la carroza un gentío de pajes, caballerizos y gentilhombres. En otra carroza las damas de la reina y cerrando el cortejo numerosos miembros de la grandeza que aprovechaban la ocasión para exhibirse con sus mejores galas y hacer ostentación de lujo y derroche. Alguno de ellos, como si fuese a torear, se presentó al frente de una numerosa cuadrilla.
Aquel alarde era acogido entre clamores por el pueblo. Sin embargo, cuando la cabeza de la regia comitiva se acercaba al convento de Atocha, los oficiales se percataron de que una escuadra de soldados, que había sido enviada de antemano para controlar el acceso al templo, se enfrentaba con un grupo de individuos que por su indumentaria parecían ser gente de calidad. El revuelo era extraordinario y la tensión muy grande. Los soldados de la cabeza, dirigidos por sus oficiales, acudieron en ayuda de sus compañeros, con lo que la reyerta inicial se convirtió en una batalla campal. Los reyes, que llegaban ya, fueron testigos sorprendidos de lo más recio del combate.
Viendo lo comprometido de la situación, el capitán de la guardia española, el marqués de Salinas, se adelantó gritando:
—¿¡Qué es lo que aquí ocurre!?
La llegada de más soldados permitió que las tropas controlasen la situación, consiguiendo que la carroza de sus majestades llegase hasta las gradas y que el rey y su madre descendiesen de ella para entrar en el recinto conventual. En ese momento uno de los soldados que había participado en la refriega, con el rostro y el uniforme ensangrentados, se acercó a doña Mariana y, echándose a sus pies, clamó con voz lastimera:
—Mire vuestra majestad, señora, cómo me han puesto por servirla y guardar la orden que se me ha dado, lo han hecho personas de quien no me puedo vengar.
La reina quedó vivamente impresionada con aquella queja y ordenó al marqués de Aytona, quien por su cargo de mayordomo mayor era el máximo responsable de su seguridad, que investigase lo que había ocurrido.
Superado el incidente, sus majestades entraron en el templo. Al cancel salió a recibirles el prior de la comunidad acompañado de otros frailes, allí tomaron agua bendita y con cruz alzada, mientras sonaba, entonado por los cantores por la Capilla Real, el Te Deum laudamus, llegaron ante el camarín de la Virgen de Atocha, donde oraron largo rato. Luego regresaron a palacio en medio del jolgorio de las gentes que se alegraban del festejo que gratuitamente se les había proporcionado.
Con la velocidad a la que se suelen difundir estas cosas y con los correspondientes añadidos y deformaciones, en pocos minutos había sido del dominio público el incidente habido a la puerta del convento. Entre las gentes circulaban ya versiones muy diferentes y en los comentarios se daba pábulo a todo tipo de fantasías. A pesar de que Nithard no formaba parte de la comitiva, se decía que habían intentado asesinarle. Otros comentaban que se trataba de una venganza por la muerte de Malladas, incluso había quienes afirmaban que el objetivo de los asesinos era doña Mariana de Austria. Según unos lo que querían era raptarla y según otros acabar con su vida allí mismo.
—¡Querían asesinar al confesor! ¡No lo han conseguido porque el prior de los dominicos logró introducirle en el templo! —afirmaba un individuo con trazas de rufián, mientras se atusaba los mostachos.
—¡Lo que me han dicho es que al teatino le han herido! ¡Pero que el objetivo de los asesinos era la reina! —comentaba otro.
Una mujer, que llevaba a su alrededor un verdadero enjambre de chiquillos de todas las edades, sucios y mal vestidos, aseguraba que había varios muertos y muchos heridos. Entre ellos estaba el confesor, pero no podía decir si muerto o herido.
—¡Ya se sabe quiénes han sido los autores del asesinato! —Voceaba un tullido, que se ayudaba de una muleta para andar, a un grupo de individuos que formaban un corrillo cerrado.
—¡Qué sabrás tú! —le espetó con desprecio uno de los presentes.
—¡Es cierto lo que se dice! ¡Han matado al padre confesor y los autores son unos deudos del que agarrotaron el otro día, venidos de Aragón! —recalcó el lisiado.
—¡Vete a molestar a otro lado! —le gritó un sujeto malencarado a la vez que soltaba un escupitajo cerca de donde estaba aquel desgraciado, que murmurando entre dientes se alejó de aquella camarilla, que no parecía ser buena compañía.
Por las trazas se trataba de uno de los muchos grupos de veteranos de las campañas anteriores, que pululaban por Madrid. Desocupados, engreídos y dispuestos a formar camorra en cualquier momento, creaban numerosos problemas a los alguaciles y a los corchetes y no pocos quebraderos de cabeza al corregidor, que no encontraba la forma de deshacerse de aquella caterva. Eran continuas las riñas entre ellos y muy frecuentes los altercados con el vecindario. Mostraban sus malas formas a la primera ocasión que se les presentaba, si es que no la provocaban ellos mismos. Les daba igual no pagar en un mesón o en una posada, que acosar a mujeres honestas y decentes por las calles. No tenían reparo en insultar a cualquiera que se cruzase en su camino, sin respetar edad, ni dignidad. Continuamente hacían gala de valentía y arrojo, ante mujeres, ancianos y niños. La misma de que habían carecido en los campos de batalla de Estremoz y Montes Claros, donde habían huido cobardemente, para ignominia del reino, en lugar de enfrentarse a los portugueses.
Muchos de ellos se habían sumado a las bandas de capadores, rufianes, pícaros, ladrones y truhanes que oficiaban en la corte, donde había clientela suficiente para sus desmanes porque, se decía, que el vecindario había alcanzado la cifra de trescientas mil almas. Estaban organizados en bandas y cofradías para cometer todo tipo de delitos, aprovechando la numerosa concurrencia a la corte de gentes por las más variadas causas: individuos que pretendían la obtención de alguna merced; viudas que porfiaban por una pensión que les era debida por servicios prestados por sus difuntos esposos a la corona; personas que intentaban agilizar un asunto de su interés pendiente de resolución y cuyos legajos dormían en alguno de los estantes de las covachuelas, a la espera de que la mano untada de algún funcionario le quitase el polvo y los pusiese en circulación; visionarios que trataban de hacer llegar a su majestad un arbitrio —por eso se les conocía con el nombre de arbitristas— en el que se daba solución en unos cuantos folios a alguno o a varios de los graves problemas que aquejaban a la monarquía…
Eran presa fácil de gentes desalmadas, que se aprovechaban para robarles y estafarles de los modos y formas más variados. Ciertamente habían desarrollado mil y una maneras de engañar por procedimientos muy diversos y donde el ingenio desempeñaba parte sustancial. Eran verdaderos maestros de la falsía. Poco importaba a aquellos tahúres si habían o no asesinado al padre confesor y quién había podido ser el autor del crimen. Lo suyo era otra cosa, desplumar incautos, provocar pelea y mantener a costa de otros los ocios a los que se habían acostumbrado.
Cuando sus majestades llegaron a palacio, doña Mariana era un basilisco.
—¡Cómo es posible que haya ocurrido esto! ¡Hasta dónde llega la ineptitud! ¡En presencia de su majestad el rey!
Carlos II, que aún no había cumplido los siete años, miraba inmóvil, con el labio inferior caído y gesto bobalicón, a su madre. Sus grandes ojos negros parecían muertos, no tenían ninguna expresión.
—¡Llevaos a su majestad a sus aposentos! ¡Que venga el mayordomo!
La numerosa concurrencia de servidores, lacayos y soldados que rodeaba a la reina se puso en movimiento, como si cada uno de ellos fuese a cumplir los mandatos que acababa de dar.
Había razones sobradas para que doña Mariana, quien hasta entonces había contenido a duras penas su cólera, explotase de indignación. Todas las previsiones que se habían hecho para obtener de aquellas visitas una rentabilidad política, que pusiese fin a la situación creada por la muerte de Malladas, se habían esfumado. Con gesto desabrido marchó, sin detenerse, ni saludar a nadie, a un pequeño gabinete. Reclamó a gritos, otra vez, la presencia de Aytona.
Hubo de aguardar algunos minutos hasta que unos golpes en la puerta le anunciaron que alguien solicitaba entrar. En aquel momento era lo más parecido a una fiera enjaulada:
—¡Adelante, Aytona, pasad!
Con el mayordomo entró el confesor quien, avisado de lo ocurrido, había acudido sin pérdida de tiempo a palacio.
—¡Alabado sea el Santísimo! ¡Menos mal que estáis aquí! ¿Sabéis lo que ha pasado? —la viuda de Felipe IV pareció sosegarse un punto con la presencia del valido.
Nithard, obsequioso, desvió la pregunta.
—Majestad, he venido tan pronto como he tenido noticia del suceso. Supongo que el señor mayordomo mayor dará cumplida información a la pregunta de vuestra majestad.
—¿Qué habéis averiguado, Aytona? ¿Cuál ha sido la causa de ese bochornoso espectáculo? ¿Quiénes lo han promovido? —Otra vez se mostraba iracunda.
—Majestad, todo lo ocurrido se ha debido a un asunto menor —respondió el marqués, tratando de quitar hierro con aquellas primeras palabras a la causa que había provocado el alboroto.
—¿Un asunto menor, decís? ¿Queréis explicaros?
—Veréis, majestad, ha sido por causa de que un grupo de caballeros ha intentado entrar en la iglesia con acompañamiento de mujeres.
—¿Qué es eso de acompañamiento de mujeres? —preguntó intrigada la reina.
—Pues que… pues que eran mozas del partido las dichas mujeres —Aytona parecía un tanto embarazado.
—¿Queréis decir que esos caballeros iban en compañía de unas rameras?
—Así es, majestad —Aytona adoptaba un aire compungido.
—¡Continuad, Aytona, os escucho!
—Como decía a vuestra majestad, estos caballeros, con la compañía que llevaban, pretendieron introducirse en la iglesia, pese a que se había prohibido el acceso al recinto sagrado. El piquete de soldados que allí había destacado, en cumplimiento de las órdenes recibidas, les negaron la entrada. Aquello sentó mal a los susodichos caballeros, que se sintieron ofendidos. Pasaron de las palabras a los hechos y en menos de lo que se tarda en contar se trabaron en la lamentable pelea que vuestra majestad conoce.
—¡Y tan lamentable! —asintió doña Mariana, quien preguntó a continuación—: ¿Quiénes eran esos caballeros?
—Todos han sido identificados. Se trata, majestad, del duque de Abrantes, del marqués de Villanueva del Río, hijo primogénito del duque de Alba, del conde de Fuentes y de uno de los hijos del marqués de Leyva, aunque no os puedo asegurar si se trata de don Pedro o de don Antonio, pero me inclino porque sea este segundo.
—¡Aquellos que han de dar ejemplo de nobleza se comportan como vulgares tahúres! ¡No sólo ofenden a la Majestad Divina con sus pecados, sino que tratan de ultrajar a nuestra persona y a la del rey nuestro señor con sus desplantes!
—Majestad, son cosas de la poca edad y del vino —Aytona trataba de restar importancia a aquel asunto.
—No salgáis fiador de esos caballeros que con su actuación de esta tarde han mostrado, no sólo poco seso, sino poco respeto a nuestra dignidad. Para escarmiento de todos ordeno que se les imponga una pena de destierro de esta corte por tiempo de seis meses y a más de veinte leguas de ella.
—Majestad, me parece que es sólo una chiquillada que propició el deseo de blasonar delante de… de —Aytona no encontraba la palabra.
—¡Delante de unas putas, señor marqués! —exclamó iracunda la reina.
Nithard, que hasta aquel momento había permanecido en silencio, decidió intervenir.
—Si vuestra majestad me lo permite…
—Hablad, os escuchamos.
—Creo que vuestra majestad debiera mostrarse magnánima. Lo hecho ya no tiene remedio. Estoy seguro de que si esos caballeros hubiesen conocido la importancia que esta visita tenía para vuestra majestad, no hubiesen actuado de la manera que lo han hecho. Coincido, majestad, con la opinión del señor marqués en que son cosas de la poca edad. Os suplico que consideréis la petición que os ha hecho Aytona.
—Aunque, como bien decís, el asunto ya no tenga remedio, estaréis de acuerdo en que siempre es conveniente el escarmiento para que sirva de ejemplo —insistió doña Mariana quien, sin embargo, se batía en retirada después de las observaciones de Nithard.
Éste, sabedor de que con aquella acción se estaba ganando un poderoso aliado en la persona de Aytona, trató de dar el golpe definitivo.
—Habrá también de valorar su majestad, sin duda ya ha pensado en ello, la repercusión que entre el populacho tendría el que se impusiese un castigo, sin que se abriese el proceso correspondiente con juez, testigos y sentencia.
El confesor sabía que con aquel argumento acababa con la resistencia de su protectora, quien poco a poco sosegaba su espíritu a lo que, sin duda, había colaborado su presencia.
—Está bien, que se les amoneste en privado y que comprometan su palabra de no volver a actuar de manera semejante.
Los tres sabían que aquello era una salida para doña Mariana. La amonestación serviría de muy poco y la palabra de tales sujetos carecía de valor.
Nithard y Aytona se deshicieron en muestras de alabanza y agradecimiento a la reina mientras se retiraban. Ganaban la puerta cuando doña Mariana se dirigió al valido:
—Quédese vuestra ilustrísima, tengo necesidad de consejo y de consultaros unos asuntos.
El mayordomo mayor se despidió haciendo una cortesana reverencia.