El discurrir de los acontecimientos en la corte llegó a conocimiento de don Juan José de Austria a través del correo que don Bernardo Patiño le envió. A todos los que le rodeaban llamó la atención cómo le habían afectado tales noticias, que por su propia boca fueron conocidas en aquellos lugares. Su actitud tenía sumidos en el desconcierto a quienes estaban más cerca de su persona. Había momentos en que el desánimo prendía en su espíritu, como si aquel asunto fuese una calamidad. Por el contrario, a veces parecía alegrarse como si la noticia fuese una buena nueva. Pasaba de un profundo estado de postración a encontrarse exultante en sólo cuestión de horas. Lo mismo se le veía taciturno y sumido en profundas reflexiones, que comunicativo y bromista. Nadie encontraba una explicación a lo que estuviese pasando por su cabeza.
Así transcurrieron un par de semanas. Después de consultar con algunos de sus parciales —echó de menos en aquellos momentos la presencia del capitán Gonzalo de Santa Cruz—, decidió poner en conocimiento de varios de los miembros de la Junta de Gobierno cuál era su parecer ante la monstruosidad que suponía el vil asesinato de Malladas. Escribió varias cartas todas ellas del mismo tenor:
La abominable tiranía del Confesor de Su Majestad acaba de manifestarse una vez más en el miserable hecho de dar muerte a un hombre a quien se dio garrote sin oírle o, por decirlo mejor, para que no le oyesen; faltando en la forma de la ejecución a todas las leyes divinas y humanas. Ha prescindido, sin importarle lo más mínimo, lo que han observado en tales casos los Reyes propietarios de estos Reinos. Tan villana acción ha conmovido mi ánimo por diferentes motivos, de tal peso, que cada uno de por sí bastaría a empeñarme hasta el último trance, por desagraviar a todos los ofendidos, que a mi entender lo somos cuantos respiramos el aire de esta Monarquía, desde el Rey hasta el mozo de caballos.
Siendo yo uno de los que más deben procurar y desear la felicidad de esta Corona en su justo y buen Gobierno, y la puntual observancia del testamento del Rey Nuestro Señor (que está en el cielo), veo violado uno y otro por un advenedizo, a quien se ha exaltado, labrando los escalones y el asiento de su trono sobre nuestra vileza y sufrimiento. Y a este ídolo de maldades, la escoria de los hombres, en todo estamos inciensando e hincando la rodilla, unos con el sacrificio y otros con el sufrimiento, faltando a la ley de buenos españoles y fieles vasallos del Rey. ¿Adónde iremos a parar si no se pone en esto pronto remedio?
Don JUAN
En otro escrito para Patiño indicaba a éste que consultase con Santa Cruz y le diesen su opinión sobre las acciones que deberían emprenderse. Exigía la mayor rapidez para actuar en consecuencia, una vez que había tomado la decisión de no embarcarse para Flandes a la vista de cómo estaban las cosas en la corte. Reiteraba su inquietud y desasosiego, mientras esperaba nuevas noticias y el consejo que solicitaba.
Mientras don Juan José de Austria aguardaba impaciente, en Madrid los acontecimientos señalaban, hasta en las más sencillas situaciones, la fuerte tensión que se vivía. A ello no era ajena la campaña de pasquines que, salidos de las prensas de Marcos de Azacana, habían llegado hasta los más apartados rincones de la corte. Las muestras de descontento contra Nithard y su camarilla se hacían patentes por todas partes. También se habían podido escuchar algunas murmuraciones contra la reina por sostener al valido.
En unas tenerías que había al otro lado del río Manzanares, junto al puente de Segovia y por el camino de San Isidro, un grupo de aprendices que limpiaban unas corambres de vaca recién desolladas, hablaban jocosamente.
—Ayer en la plaza de la Villa —afirmaba uno de los rapaces, a quien todos llamaban por su apodo de Tachuela, por lo pequeño de su estatura y el volumen de su cabeza, mientras raspaba los bordes de una de las pieles donde quedaban sanguinolentos restos de carne— escuché decir a unos individuos, creo que eran oficiales del gremio de zapateros, que entre la reina y el confesor hay algo más que penitencias.
Los otros mozalbetes, que eran tres, y se afanaban en sacar de una de las tinas una pestilente pieza de becerro, miraron al que acababa de decir aquello. El que parecía mayor de todos, un mozuelo larguirucho, desgarbado, de pelo cobrizo y ojos azules, le preguntó:
—¿Qué es lo que quieres decir con eso de las penitencias?
La respuesta la dio el más pequeño de los aprendices, tanto de cuerpo como de edad. Un chiquillo moreno de ojos negros y vivaces:
—¡Serás simple, Antón. Pues que el padre confesor se beneficia a la reina!
—¿Es eso cierto, Tachuela? —la pregunta de Antón estaba formulada con expectación.
—En efecto —respondió poniendo acento severo a su voz—, su ilustrísima se folla a su majestad.
—¡Atiza! ¡Como eso sea verdad! —exclamó el que hasta entonces había permanecido en silencio.
—¿¡Qué pasa si eso es verdad!? —el moreno hizo un gesto desdeñoso—. ¿Acaso no es la reina mujer y el confesor hombre?
—¡Sí, hombre, pero es la reina!
—Entre las piernas tiene lo mismo que todas —sentenció el Tachuela.
—Y también el confesor tiene lo suyo —completó Antón en medio de unas carcajadas que denotaban cierta simpleza.
Al otro lado del río, en los lavaderos públicos que el corregidor don Fernando de Herrera había ordenado levantar allí para facilitar el trabajo de las lavanderas que acudían a ejercer su oficio en las aguas del Manzanares, el tenor de la conversación que mantenía un grupo de mujeres, de edades muy desiguales, no variaba mucho del de los aprendices. En todo caso, aquí los comentarios tenían mayor picardía que los de los muchachos.
Una vistosa morena que, inclinada sobre una piedra de lavar, enseñaba una generosa porción de sus pechos, decía con voz fatigada por el esfuerzo:
—La María me ha comentado…
—¿Qué María? —interrumpió una mujerona, que golpeaba sin piedad con una pequeña pala de madera una blanca sábana de lienzo.
—¡Mujer, la que trabaja en el mesón que hay junto al corral del Príncipe!
—¡Ya sé, ya sé!
—Bueno, pues ésa me ha dicho que todo lo que se oye comentar entre los clientes del mesón son ataques contra el confesor de la reina, después de la muerte de ése al que han dado garrote sin sentencia.
—¡Es que eso es muy grave! —terció otra de las lavanderas—. ¡Tú imagínate que van a tu casa, cogen a tu Genaro y ya no lo ves más porque le dan garrote!
—¡Dios y san Isidro no lo consientan! —exclamó la aludida esposa de Genaro.
—¡Mujer, que es un poner, no te sofoques! ¡Aunque para la vida que te da ese ganapán!
—¡Mi Genaro no es un ganapán, que se gana la vida de forma honesta, como aguador en la plaza Mayor! ¡Ganapán será tu Tadeo, al que no se le conoce oficio ni beneficio!
—¡Mi Tadeo ganapán!
La discusión hubiese pasado a mayores de no haber sido porque la mujerona que atizaba la sábana puso paz y recondujo la conversación al cauce inicial.
—La Rosario lleva razón cuando dice que no se le puede sacar a uno de su casa, así como así, y despacharlo malamente, como si no hubiese ni Dios, ni ley, ni justicia que la aplique.
—¡Eso sí que es verdad, señora Tomasa, que lo que no hay es justicia! ¡Eso es lo que no hay, justicia!
—¡La culpa de todo esto dice mi Juan que la tiene el jesuita! ¡Que no se explica cómo la reina lo mantiene en el puesto!
—¡Pues dile a tu Juan que eso tiene una explicación muy fácil! ¡Porque además de darle consuelo espiritual, también la consuela por abajo! ¿O qué te crees tú, que la alemana lo tiene de palo?
Las carcajadas de las lavanderas debieron de escucharse al otro lado del río. Otras de las presentes se animaron también a hacer su aportación.
—¡Eso, eso! ¡Que en cuestión de bajeras todas somos iguales!
—¡Es que donde se ponga un buen badajo, que se quiten las sotanas!
—¿Que se quiten las sotanas, dices? ¡Si ahí es donde están los mejores badajos!
—¡Y que lo digas! ¡Fíjate si no cuántos botones tienen las braguetas de las sotanas!
En medio de ruidosas carcajadas las lavanderas no paraban de aportar más leña a aquel fuego verbal que estaba haciendo las delicias de las allí reunidas, pero que venía a poner de manifiesto, aunque fuese por una vía como aquélla, cuál era el ambiente que se respiraba por aquellos días en la corte.
—¡Hay quien dice, y lo sabe de buena fuente, que al Malladas lo han quitado de en medio porque sabía cosas que no se podían contar!
—Será o no será por eso, pero esa muerte no se le da ni a los perros.
—¡Cierto que es verdad! ¡El teatino es mala gente!
—¡Es un falsario!
—¡Lo mejor que podía hacer ese alemán es marcharse a su tierra y dejarnos en paz!
—¡Eso será si doña Mariana lo deja!
—¡Me parece que entonces hemos pinchado en hueso! ¡A no ser que al señor don Juan se le inflen las pelotas y venga a poner a cada uno en su sitio!
A la misma hora que conversaciones como éstas o parecidas tenían lugar en los más variados rincones de Madrid, la Junta de Gobierno, presidida por la reina, mantenía una reunión en la que se analizaba la situación creada como consecuencia del ajusticiamiento —era la palabra que se utilizaba en el seno de aquel órgano— de Malladas. A pesar de las diferencias que había entre sus miembros, todos coincidían en que no podían permanecer de brazos cruzados. Culpaban a don Juan José de Austria —aunque no tenían pruebas materiales— de haber sido el inductor de la campaña que por todos los rincones de Madrid se había desatado.
El propio Nithard, que había preferido asumir las culpas, antes de involucrar a su protectora en aquel turbio asunto del garrote, del que tenía conocimiento y dio su aprobación para que se actuase, admitía que había cometido un error en el procedimiento, pero afirmaba en su descargo que tenía pruebas irrefutables, aunque no tangibles, de que Malladas había ajustado con dos sicarios el precio de su vida.
—Deben saber vuesas mercedes —el valido decía esto con la vista fija en el tapete de la mesa en torno a la cual se celebraba la reunión— que lo cierto y verdad es que con la muerte de Malladas lo único que hemos hecho ha sido adelantarnos a lo que él tenía previsto perpetrar contra mi persona.
—Sí, pero mientras que Malladas no pasaba de ser un matón a sueldo, sobre quien pesaban graves sospechas después de la muerte de Saint-Aunais, además de ser un individuo de vida licenciosa y hasta consentidor de los devaneos de su esposa, nosotros representamos a la sagrada institución de la monarquía. No podemos actuar como lo harían vulgares malhechores, cuyo objetivo es la burla de la ley. Nuestro deber es su defensa, aplicación y estricto cumplimiento.
La corta pero dura intervención de don Cristóbal Crespí de Valldaura hizo que se produjese un silencio total. Nithard aparecía visiblemente azorado, sin capacidad de respuesta. Se sentía solo porque la reina había acordado con su confesor no intervenir directamente en aquel espinoso asunto. El conde de Peñaranda, otro de los adversarios del jesuita, decidió profundizar en la brecha abierta por don Cristóbal:
—Dice su ilustrísima que tiene pruebas irrefutables, aunque también ha dicho que no son… no son… creo que ha utilizado la palabra tangibles, del asesinato que tenían previsto perpetrar. ¿Por qué su ilustrísima no nos ha hecho llegar tal conocimiento hasta ahora? Y si ello es posible, ¿cuáles son esas pruebas que resultan irrefutables?
Nithard miró hacia la cabecera de la mesa, donde estaba sentada doña Mariana de Austria, y suplicó con los ojos una autorización. La reina asintió con una casi imperceptible afirmación de su cabeza. Nithard pareció animarse un poco.
—Sobre la primera de la cuestiones que plantea el señor conde, ha de saber su excelencia que, si bien los indicios que teníamos en el momento de su detención eran ya muy graves, los mismos se han completado en los días siguientes, según ha podido saber el señor presidente de Castilla —el aludido, don Diego Sarmiento de Valladares, allí presente, se removió en su silla—. Respecto de lo segundo, además de las graves acusaciones vertidas por Saint-Aunais, se han conocido los manejos del Malladas con sujetos poco recomendables con quienes había tratado el asunto, amén de una información reservada que no podemos difundir por lo que contiene la esencia de la misma.
—Lo que se deduce de vuestras palabras es —el tono de Peñaranda era incisivo— que cuando se le dio garrote a Malladas sólo se tenían indicios, pero no pruebas. Los cuales se limitan a que el agarrotado, individuo hecho a la mala vida como es público y notorio, se había reunido con alguna gente de su laya. En resumidas cuentas, nada de nada. —Peñaranda miró a Nithard con aire retador—: He de decir a su ilustrísima que, en estos reinos, con esos mimbres no se hace un cesto y que es por ello por lo que nos encontramos en las circunstancias presentes…
Ante el sesgo que estaba tomando la reunión, doña Mariana de Austria cortó en seco la intervención del conde.
—Me veo en la obligación de recordar a vuesas mercedes que el motivo de esta convocatoria no es para que ahondemos en aquellos asuntos en los que sostenemos pareceres divergentes, sino para alumbrar acciones que nos permitan neutralizar la ofensiva lanzada por nuestros enemigos. Porque aquí, sépanlo vuesas mercedes, todos estamos en el mismo barco —la reina posó una mirada fija, uno por uno, sobre todos los presentes.
El presidente del consejo de Castilla aprovechó la ocasión para formular una propuesta que traía preparada de antemano.
—Si su majestad me lo permite…
—Hablad, don Diego.
—Según mi parecer, los pasados acontecimientos han servido en bandeja una ocasión a don Juan José de Austria de la que está sacando todo el provecho posible. Aunque no tengo pruebas de que su larga mano esté detrás de todo este asunto, no me cabe ninguna duda de que está moviendo sus peones con la habilidad que le caracteriza y, además, con el viento a favor —al decir esto echó sobre la mesa varios de los pasquines que se podían encontrar en cualquier esquina de Madrid—. Supongo que todos los presentes tienen noticia del contenido de estos papeles.
Las miradas de todos confluyeron sobre los pasquines esparcidos encima de la mesa, nadie cogió ninguno porque todos los conocían.
—Bien —prosiguió don Diego—, en estos papeles, además de proferirse infames calumnias contra el padre confesor, arremeter contra el gobierno y dejar caer algún infame denuesto contra su majestad —miró obsequioso a la reina—, se afirma claramente, aunque no se dice su nombre, que ha sonado la hora de su alteza. Son sus partidarios quienes están detrás de todo esto. Ellos han impreso este infame pliego, ellos lo han difundido, ellos son los que por todos los rincones van propalando sus calumnias a la par que claman, creando un estado de opinión favorable a su persona, por el regreso a la corte de don Juan. Lo que propongo para hacer frente a esta situación, porque la plebe es antojadiza y cambia con facilidad de opinión y de ídolos, es que sus majestades, la reina nuestra señora y el rey nuestro señor, abandonen el aislamiento en que se encuentran tras los muros de este Alcázar y realicen un programa de visitas diarias a las principales parroquias y más renombrados conventos de la corte, asistiendo a las correspondientes celebraciones litúrgicas. Estas visitas, pregonadas de forma conveniente, darán al pueblo de Madrid tema de conversación cotidiana para superar los únicos y exclusivos comentarios que al presente circulan, a la par que acercarán al vulgo las personas de sus majestades. Creo que se hace necesario poner freno a la creciente popularidad de don Juan, que se vale de tan perversos instrumentos para ganarse el fervor de las clases populares. Nadie podrá acusarnos de nada —concluyó don Diego— porque ésta es una práctica habitual, según he tenido conocimiento, que está marcada por el protocolo cada vez que se produce el advenimiento de un nuevo soberano. En todo caso la corta edad del rey nuestro señor y los lutos por el fallecimiento del rey don Felipe pueden explicar debidamente el retraso que se ha producido en práctica tan saludable como ésta.
La propuesta de don Diego Sarmiento de poner en marcha aquel programa de visitas fue perfilada en el transcurso del debate que él mismo suscitó y fue aceptado en sus planteamientos básicos. Todos los presentes señalaron la necesidad de ponerlo en marcha de inmediato. Se decidió que al cabo de dos días se realizaría la primera de aquellas visitas, que sería al convento de los padres dominicos de Nuestra Señora de Atocha.
Concluida la Junta, doña Mariana y el valido se reunieron porque éste había de comunicar a su majestad un asunto de extrema gravedad.
—¿Qué es eso tan urgente y que no admite demora, Everardo? —cuando estaban a solas y fuera de confesión la reina llamaba al valido por su nombre de pila.
—Majestad, tengo conocimiento certificado de que el capitán Gonzalo de Santa Cruz, uno de los hombres de confianza del señor don Juan, ha realizado una serie de visitas a diferentes grandes para sondear su ánimo en relación con un plan cuyo objetivo es provocar la caída de mi humilde persona, apartándome del favor de vuestra majestad.
La reina miró fijamente al jesuita.
—Everardo, ¿tenéis seguridad de eso que acabáis de decirme?
—Seguridad absoluta, majestad —respondió el confesor sin vacilar.
—¿Alguna prueba tangible?
Nithard se percató de que su protectora había utilizado la palabra tangible:
—Puedo traer a presencia de vuestra majestad a uno de los grandes a quien dicho capitán ha visitado.
Mariana de Austria frunció el ceño.
—¿Estáis seguro, Everardo, de que no se trata de una trampa?
—Completamente seguro, majestad.
—¿Quién es el grande al que os referís?
—El duque de Sessa, majestad. Si vuestra majestad lo desea puede venir inmediatamente. Se encuentra en palacio, aguardando.
—Bien, en ese caso, hacedle pasar. Quiero escuchar de sus propios labios cuál es la proposición que le ha hecho ese capitán… capitán…
—Capitán Gonzalo de Santa Cruz, majestad.
Nithard se asomó a la puerta del gabinete donde estaban reunidos y susurró unas órdenes a uno de los guardias. Unos minutos después el duque de Sessa, acompañado de un capitán de la guardia valona, era introducido en el gabinete. Realizó una cortesana reverencia a doña Mariana, sin quitarse el sombrero, como correspondía a su grandeza. La reina le dio a besar la mano, que el noble tomó obsequiosamente entre las suyas y depositó en ella un suave beso. Después saludó al valido.
El encuentro fue breve, pero sumamente esclarecedor. El duque explicó a su manera lo que el capitán Santa Cruz le había propuesto.
—Ignoro, majestad —concluyó Sessa—, si el propósito de don Juan es acabar con la vida del señor inquisidor o sus planes contemplan otras posibilidades. Mi lealtad a vuestra persona me impidió escuchar hasta el final qué era lo que Santa Cruz planeaba decirme.
—Hicisteis mal, Sessa, vuestra lealtad no hubiese recibido baldón alguno y ahora conoceríamos mayores detalles de ese inicuo plan.
—Para descargo de mi persona he de deciros, majestad, que en su arrogancia y malas formas, en su insidia y en sus denuestos, ni vuestra sagrada persona quedó libre. Fue en ese momento cuando no pude soportar tamaño ultraje y me enfrenté a él. Ése fue mi pecado, majestad, para no alcanzar noticia de los últimos detalles de su propuesta.
—He de agradeceros ese rasgo de caballerosidad, mi buen Sessa, pero en las presentes circunstancias la norma es excusar cualquier acción que pueda impedirnos obtener toda la información posible. Ésa es, la información, en el tiempo que nos ha tocado vivir la más poderosa de las armas con que podemos contar para enfrentarnos a nuestros enemigos. No lo olvidéis nunca. Como yo nunca olvidaré el favor que acabáis de hacernos.
—Gracias, majestad.
Doña Mariana de Austria alargó su brazo y dio a besar su mano al duque, dándole a entender que la audiencia había concluido.
Una vez solos la reina comentó al valido:
—Que no se os olvide el nombre de ese Santa Cruz. Aunque como están los ánimos habremos de aguardar a que las aguas amainen. Pero ya llegará nuestra hora de ajustar las cuentas a ese capitán.